Revista Tesis 11 – Nº 124 (12/2017)
política nacional
Gerardo Codina*
Votada en 2010 por unanimidad de los Diputados y una sola abstención en Senadores, la nueva ley nacional de Salud Mental fue el resultado de un largo proceso de construcción de nuevos consensos democráticos a favor de los derechos humanos de los padecientes, la interdisciplina en el abordaje de su asistencia y su no segregación como temática de salud. Tres años más tarde, también por consenso, se la reglamentó. Ahora, se intenta su reversión por una vía inconstitucional, que restaura visiones médico hegemónicas y que reducen todo tratamiento a la prescripción fármacos.
Su sanción fue recibida con beneplácito por la comunidad internacional. La ley 26.657 de Salud Mental estableció un nuevo paradigma, orientado a “asegurar el derecho a la protección de la salud mental de todas las personas”. En la página de la Organización Panamericana de la Salud todavía puede leerse: ‘”Se trata de un hito para la región de las Américas, ya que es probablemente la primera ley de salud mental que incluye los principales estándares de salud mental y normas de derechos humanos regionales e internacionales”, consideró Hugo Cohen, asesor subregional en Salud Mental de la OPS/OMS, quien participó junto a la vicedirectora de la OPS/OMS, Socorro Gross, del acto de promulgación de la ley que tuvo lugar el pasado 2 de diciembre (2010)’. Presencia en el país que incluyó entrevista con la entonces Presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, según se puede apreciar en la foto.
Pero aquí siempre tuvo opositores. “Desde los inicios se opuso a su sanción el poder que intenta hegemonizar la Salud Mental”, escribía Enrique Carpintero en 2011 en las páginas de la revista Topía. Y agregaba “Este se encuentra en una alianza entre sectores del Estado, los grandes laboratorios, las instituciones de medicina privada, la burocracia sindical que manejan sus intereses en las obras sociales y las organizaciones médicas que se oponen a cualquier proyecto de transformación. Esto ha llevado a una psiquiatrización del campo de la Salud Mental donde el predominio de un neopositivismo médico pretende entender el padecimiento psíquico exclusivamente como un problema neuronal. Su resultado ha sido el avance de una contrarreforma psiquiátrica que lo único que le interesa es recetar psicofármacos. Aunque a veces se la disfrace de experiencia “progresista” porque a los pacientes se los medica en sus casas y los medicamentos los pague el Estado”.
Atento al espíritu democrático del debate que se dio entonces, las voces de los sectores refractarios a la reforma también fueron escuchadas en todas las instancias legislativas. Pero predominó la perspectiva que “reconoce a la salud mental como un proceso determinado por componentes históricos, socio-económicos, culturales, biológicos y psicológicos, cuya preservación y mejoramiento implica una dinámica de construcción social vinculada a la concreción de los derechos humanos y sociales de toda persona”, como dice textualmente el artículo tercero de la norma sancionada. Que agrega inmediatamente una consideración sumamente importante: “Se debe partir de la presunción de capacidad de todas las personas.”
Ahora, aprovechando el nuevo momento político que vive el país y la insuficiente construcción de los nuevos dispositivos asistenciales previstos por esta ley, sus adversarios de siempre se lanzaron a descuartizarla, mediante la vía de cambiar su decreto reglamentario.
El 10 de noviembre se conoció un proyecto de decreto que el Ministerio de Salud de la Nación prepara para reemplazar el vigente que reglamenta la aplicación de la Ley de Salud Mental.
La denuncia que hizo el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) hizo foco primero en el procedimiento. Una ley no puede cambiar la Constitución. Del mismo modo, un decreto del Poder Ejecutivo no puede modificar una ley, sólo especificar cómo se aplica. Así, un decreto no puede alterar los principios básicos establecidos por la ley. Pronto el proyecto fue relativizado por las nuevas autoridades del área, que le dieron un carácter provisorio de “borrador”. Pero cuando el río suena, es señal de que agua trae.
Decía el CELS que “La Ley Nacional de Salud Mental fue un avance clave para el reconocimiento de las personas con padecimiento mental como sujetas de derecho y para la sustitución del manicomio por tratamientos dignos. El proyecto de decreto reglamentario es, a todas luces, un retroceso gravísimo en el respeto de los derechos humanos de este grupo de personas.”
El intento revisionista tiene antecedentes en las prácticas previas de la actual gestión. Para hacerse realidad la ley 26.657, debería sustentarse en un sistema de promoción de la salud mental fuertemente enraizado en la vida comunitaria y dotado de una mirada integral del bienestar psíquico, físico y social, que sólo existe parcialmente. Desde que asumieron las nuevas autoridades se abortó todo el proceso de conformar esas nuevas instituciones que pudieran encarnar la ley en las prácticas sociales cotidianas.
La mala noticia de que las autoridades sanitarias nacionales promueven esta revisión inconsulta de la Ley de Salud Mental, por la vía de cambiar su decreto reglamentario, generó un fuerte rechazo en la comunidad de profesionales de la salud mental y en el movimiento de derechos humanos. Tanto por el camino elegido para desnaturalizar la ley, cuanto por la esencia de los cambios pretendidos, que apuntan a reinstalar el encierro manicomial como respuesta frente a los padecimientos mentales de personas a las que se volvería a considerar incapaces y no sujetos de derecho.
En una declaración más de 50 organizaciones profesionales y sociales afirmaban, entre otras cosas, “De aprobarse dicho decreto, significaría un enorme retroceso en el camino de la transformación de la atención en salud mental, ya que contraría en puntos sustantivos a la ley vigente. Se retorna a prácticas hospitalocéntricas, se reestablecen asimetrías de poder al interior de los equipos interdisciplinarios y se fortalecen nociones reduccionistas y biologicistas en nuestro campo.”
Y agregaban, “Preocupa especialmente el cambio en la concepción de la salud mental, la pérdida de la garantía de derechos de las personas con consumos problemáticos, el abandono del enfoque comunitario y territorial, el restablecimiento de la hegemonía psiquiátrica en desmedro de la transdisciplina, las restricciones al abogado defensor, la posibilidad de penalizar a las familias de los/as usuarios, la no prohibición de las salas de aislamiento y la pérdida de autonomía del Órgano de Revisión”.
De vuelta al manicomio
Tan grave como lo anterior, la reforma proyectada reinstala el manicomio bajo el nombre de “hospitales especializados en psiquiatría y salud mental” y admite el aislamiento pleno de personas a quienes vuelve a considerar “enfermos”, con un tratamiento regido por el “arte médico”. De igual modo, habilita tratamientos en comunidades cerradas para las personas con consumo de drogas. En la misma línea, a la hora de determinar una internación compulsiva, sustituye el requisito de inminencia del daño para sí o para terceros y reinstala el concepto de peligrosidad, ya que permite una evaluación basada en riesgos potenciales.
No termina acá el retroceso que se buscaría. El texto impulsado por las actuales autoridades desnaturaliza el derecho a una defensa técnica de las personas usuarias, quienes tienen un “padecimiento mental” y establece que los abogados defensores, en vez de representar la voluntad del paciente, deben considerar la opinión del equipo tratante para no inmiscuirse en el esquema de tratamiento que este decida, circunstancia que desoye la voz y los intereses de la persona usuaria. Además, establece que el juez designará al defensor oficial, impidiendo la actuación de oficio, como lo establece la ley del Ministerio Público de la Defensa.
Por este camino se reinstala la lógica del modelo tutelar de sustitución de la voluntad, al reconocer expresamente que una persona puede ser declarada completamente incapaz, en franca contradicción con las disposiciones del reciente Código Civil y Comercial de la Nación y normas de superior jerarquía.
Como anticipo de esa voluntad, donde antes se hablaba de “los Principios de Naciones Unidas para la Protección de los Enfermos Mentales y para el Mejoramiento de la Atención de Salud Mental”, ahora se dice “Derechos de las Personas con Discapacidad”. Una forma de afirmar que quienes tienen en un momento o a lo largo de su vida un “padecimiento mental”, son incapaces y requieren ser tutelados por el Estado.
Para completar el circuito, el decreto que están elaborando, quita la competencia del Ministerio Público de la Defensa para designar la máxima autoridad del Órgano de Revisión de la Ley, que es el organismo de contralor previsto por la norma, y se la adjudica al Ministerio de Salud de la Nación. De esta forma la autoridad de aplicación de la ley se controlará a sí misma.
Los peligros ocultos
No se trata de una mala noticia sólo para los directamente involucrados. También introduce subrepticiamente una clasificación de enfermedades que habilita considerar como trastornos mentales toda conducta que no sea considerada “normal” por el poder de turno. Quién sea así etiquetado corre riesgo de ser encerrado sin defensa jurídica.
Lo primero que se pretende cambiar es la idea de “padecimiento mental”. Dejaría de ser “todo tipo de sufrimiento psíquico de las personas y/o grupos humanos”, como ahora está establecido y pasaría a considerarse como tal “todo tipo de trastorno mental o del comportamiento”. Con un límite. Siempre y cuando “se encuentre descripto o sea objeto de atención en el Capitulo V de la Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud (OMS)”.
La Clasificación tomada como referencia no ha sido pensada como un catálogo de enfermedades establecidas, sino que procura la puesta en común de los sistemas de estadísticas internacionales en salud. Pero es sabido que en el específico campo de la salud mental, los atravesamientos culturales son determinantes de qué considera una determinada sociedad un trastorno o no, en un momento histórico dado.
En la Clasificación de la OMS, pueden leerse entre los “trastornos mentales y del comportamiento”, que se incluyen los debidos al uso de “la cafeína” o “el tabaco”, “trastornos del humor no especificados”, “reacción al estrés grave y trastornos de adaptación”, “abuso de sustancias que no producen dependencia”, “trastornos de la identidad de género” y “trastornos de la preferencia sexual”, incluyendo un genérico “trastorno de la conducta” y otros tantos semejantes. ¿Después de esto, se pretenderá “curar” la homosexualidad? ¿También con encierro y aislamiento, como se postula en el decreto para las personas con consumo de drogas?
Las “sustancias que no producen dependencia” aunque se abuse de ellas, son listadas también por la OMS. Incluyen antidepresivos, laxantes, analgésicos, antiácidos, vitaminas, hormonas o sustancias esteroides, hierbas o remedios populares, pero también “otras sustancias que no produzcan dependencia y otras sustancias sin especificación”. Esto abre una gran pregunta, ¿todas las personas que las consumen tienen “trastornos mentales”?
Recordemos que la revisión que se intenta, como subrayó el CELS, “a la hora de determinar una internación compulsiva, sustituye el requisito de inminencia del daño para sí o para terceros y reinstala el concepto de peligrosidad, ya que permite una evaluación basada en riesgos potenciales.”
Por todo esto, esta noticia produjo mucho ruido, en especial entre los estudiosos de la cuestión. Pero afecta la salud y la vida de todos, lo sepan o no, ya que nadie está exento de ser diagnosticado con algún padecimiento mental, menos aún con el criterio amplio e “inclusivo” de la OMS, que abre paso a la práctica ya extendida de prescribir psicofármacos para cualquier cosa. Una práctica cuya única “evidencia científica” comprobable es que produce consumidores crónicos de medicamentos psiquiátricos, para alegría de los laboratorios que los producen, para todos y todas, y de cualquier edad.
La construcción de un nuevo recurso represivo
Cambiemos es ideológicamente afín a la lógica “modernista” y de “eficiencia compulsiva” que promueven las neurociencias, en especial norteamericanas. No puede extrañar que dueños de cadenas de farmacias, laboratorios y empresas de seguros médicos escuchen con entusiasmo a los voceros de la corporación psiquiátrica, también propietarios de clínicas y sanatorios especializados en costosos tratamientos de nula o dudosa eficacia.
Pero reducir la promoción de estos cambios al predominio de visiones biologicistas de las problemáticas de la salud mental, es perder de vista el complejo proceso de instauración de vasto sistema de represión del conflicto social en nuestro país, a partir de la idea de acallar e ignorar todas las voces “disruptivas”, mientras desde la primera magistratura se repite como un karma que se impulsa un “cambio cultural (…) en Argentina. Un cambio que tiene que ver con una política cerca de la gente, basada en la transparencia, la verdad y el trabajo en equipo”.
Así, con categorías tan abiertas de “trastornos mentales” y con cambios que procuran categorizar de “peligroso” al padeciente psíquico y al consumidor de sustancias psicotrópicas, volviendo a las técnicas del aislamiento, el encierro y la judicialización, toda la sociedad está en riesgo.
*Gerardo Codina, psicoanalista, integrante de Consejo Editorial de Tesis 11 y Secretario General de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires (APBA).