(ecología)
En este extracto de su último libro On Fire, la autora de No Logo analiza por qué el capitalismo y la política se han interpuesto en el camino para abordar la crisis climática.
Un viernes a mediados de marzo, salieron de las escuelas en pequeños riachuelos, burbujeando de emoción y desafiantes ante un acto de ausentismo escolar. Los pequeños arroyos desembocaban en grandes avenidas y bulevares, donde se combinaban con otros flujos de niños y adolescentes cantando y protestando. Pronto los riachuelos se convirtieron en ríos torrentosos: 100.000 cuerpos en Milán, 40.000 en París, 150.000 en Montreal. Los carteles se balanceaban por encima del océano humano: ¡NO HAY PLANETA B! NO QUEMEN NUESTRO FUTURO. ¡LA CASA ESTÁ ARDIENDO!
No hubo huelga estudiantil en Mozambique; el 15 de marzo, todo el país se preparaba para el impacto del ciclón Idai, una de las peores tormentas de la historia de África, que obligó a la gente a refugiarse en las copas de los árboles a medida que subían las aguas y que acabaría matando a más de 1.000 personas. Y luego, sólo seis semanas más tarde, cuando aún se estaban limpiando los escombros, Mozambique se vería afectado por el ciclón Kenneth; por desgracia, otra tormenta que batiría récords.
Dondequiera que vivan en el mundo, esta generación tiene algo en común: es la primera para la cual la crisis climática a escala planetaria no es una amenaza futura, sino una realidad vivida. Los océanos se están calentando un 40% más rápido de lo que las Naciones Unidas predijeron hace cinco años. Y un estudio exhaustivo sobre el estado del Ártico, publicado en abril de 2019 en Environmental Research Letters y dirigido por el renombrado glaciólogo Jason Box, descubrió que el hielo, en sus diversas formas, se está derritiendo tan rápidamente que el “sistema biofísico del Ártico tiende ahora claramente a alejarse de su estado del siglo XX y a pasar a un estado sin precedentes, con implicaciones no sólo en el interior sino también más allá del Ártico”. En mayo de 2019, la Plataforma intergubernamental científico-normativa sobre biodiversidad y servicios de los ecosistemas de las Naciones Unidas publicó un informe sobre la alarmante pérdida de vida silvestre en todo el mundo, advirtiendo que un millón de especies de animales y plantas están en peligro de extinción. “La salud de los ecosistemas de los que dependemos nosotros y todas las demás especies se está deteriorando más rápidamente que nunca”, dijo el presidente, Robert Watson. “Estamos erosionando las bases mismas de la economía, los medios de subsistencia, la seguridad alimentaria, la salud y la calidad de vida en todo el mundo. Hemos perdido tiempo. Debemos actuar ahora.”
Han pasado más de tres décadas desde que los gobiernos y los científicos comenzaron a reunirse oficialmente para discutir acerca de la necesidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero para evitar los peligros de la destrucción climática. A lo largo de esos años, hemos escuchado innumerables llamamientos a la acción que involucraban a “los hijos”, “los nietos” y “las generaciones venideras”. Sin embargo, las emisiones mundiales de CO2 han aumentado en más de un 40% y siguen haciéndolo. El planeta se ha calentado alrededor de 1ºC desde que empezamos a quemar carbón a escala industrial y existe el riesgo de que las temperaturas aumenten hasta cuatro veces esa cantidad antes de que finalice este siglo; la última vez que hubo tanto CO2 en la atmósfera, los humanos no existían.
¿Qué decir de esos hijos y nietos y generaciones venideras que fueron invocados tan promiscuamente? Ya no son meros dispositivos retóricos. Ahora están hablando (y gritando, y golpeando) por ellos mismos. A diferencia de tantos adultos en posiciones de autoridad, aún no han sido entrenados para enmascarar lo que está en juego en nuestros tiempos con el lenguaje de la burocracia y la complejidad. Comprenden que están luchando por el derecho fundamental de vivir vidas plenas – vidas en las que no están, como dice Alexandria Villaseñor, de 13 años, “huyendo del desastre”.
Ese día de marzo de 2019, los organizadores estimaron que hubo cerca de 2.100 huelgas climáticas juveniles en 125 países, con la participación de 1,6 millones de jóvenes. Este es un gran logro para un movimiento que comenzó ocho meses antes, cuando una adolescente en solitario decidió declararse en huelga en su escuela en Estocolmo, Suecia: Greta Thunberg.
La ola de movilización juvenil que estalló en marzo de 2019 no es sólo el resultado de una niña y su manera única de ver el mundo, por extraordinaria que sea. Thunberg explica siempre que se inspiró en otro grupo de adolescentes que se levantaron en contra de otro tipo de fracaso en la protección de su futuro: los estudiantes de Parkland, Florida, que encabezaron una ola nacional de huelgas estudiantiles para exigir controles estrictos en la tenencia de armas de fuego después de que 17 personas fueran asesinadas en su escuela en febrero de 2018.
Thunberg tampoco es la primera persona con la tremenda claridad moral para gritar “¡Fuego!” Estas voces han surgido en múltiples ocasiones en las últimas décadas; de hecho, es algo así como un ritual en las cumbres anuales de las Naciones Unidas sobre el cambio climático. Pero tal vez porque estas voces pertenecían a personas de las Filipinas, las Islas Marshall y el sur de Sudán, esas clarinadas de alarma fueron historias de un día, si es que llegaron a serlo siquiera. Thunberg también se apresura en señalar que las huelgas climáticas en sí mismas fueron el trabajo de miles de líderes estudiantiles de diverso cuño, sus profesores y organizaciones que les apoyaron, muchas de las cuales llevaban años alarmando de la catástrofe climática.
Durante una década y media, desde que informé desde Nueva Orleáns con agua hasta la cintura después del huracán Katrina, he estado tratando de averiguar qué es lo que está interfiriendo con el instinto básico de supervivencia de la humanidad – por qué muchos de nosotros no estamos actuando como si nuestra casa estuviera en llamas cuando claramente lo está. He escrito libros, hecho películas, dado innumerables charlas y cofundado una organización (The Leap) dedicada, de una manera u otra, a explorar esta cuestión y a intentar adecuar nuestra respuesta colectiva con la magnitud de la crisis climática.
Desde el principio tuve claro que las teorías dominantes sobre cómo habíamos llegado al borde del abismo eran totalmente insuficientes. Se dijo que no actuábamos porque los políticos estaban atrapados en ciclos electorales cortoplacistas, o porque el cambio climático parecía muy lejano, o porque detenerlo era demasiado caro, o porque las tecnologías no contaminantes aún no estaban suficientemente desarrolladas. Había algo de verdad en todas esas explicaciones, pero también se estaban volviendo marcadamente más limitadas con el tiempo. La crisis no estaba lejos; estaba golpeando nuestras puertas. El precio de los paneles solares ha caído en picado y ahora compite con el de los combustibles fósiles. La tecnología limpia y las energías renovables crean muchos más empleos que el carbón, el petróleo y el gas. En cuanto a los costos supuestamente prohibitivos, se han movilizado billones para guerras interminables, rescates bancarios y subsidios a los combustibles fósiles, en los mismos años en que las arcas han estado prácticamente vacías para la transición climática. Tenía que haber algo más.
Es por ello por lo que, a lo largo de los años, me he propuesto investigar un conjunto diferente de barreras -algunas económicas, otras ideológicas, pero otras relacionadas con las profundidades de los relatos sobre el derecho de cierta gente a dominar la tierra y las personas que viven más cerca de ella, relatos que sustentan la cultura occidental contemporánea. Y he investigado el tipo de respuestas que podrían tener éxito en derribar esas narrativas, ideologías e intereses económicos, respuestas que tejen crisis aparentemente dispares (económicas, sociales, ecológicas y democráticas) en una misma historia común de transformación civilizatoria. Hoy en día, esta clase de planteamientos audaces son cada vez más amparados por la bandera del Green New Deal.
Porque, por muy profunda que sea nuestra crisis, algo igualmente profundo está cambiando, y con una velocidad que me sobresalta. Los movimientos sociales se levantan para declarar, desde abajo, una emergencia popular. Además del incendio de las huelgas estudiantiles, hemos visto el surgimiento de Extinction Rebellion, que desencadenó una ola de acción directa no violenta y desobediencia civil, incluyendo el cierre masivo de grandes partes del centro de Londres. A pocos días de sus acciones más dramáticas en abril de 2019, Gales y Escocia declararon el estado de “emergencia climática”, y el parlamento británico, bajo la presión de los partidos de la oposición, hizo lo propio con celeridad.
La humanidad tiene una sola oportunidad en este siglo para arreglar un modelo económico que está fallando a la mayoría de la gente en múltiples frentes.
En Estados Unidos, hemos visto el meteórico ascenso del Sunrise Movement, que irrumpió en la escena política cuando ocupó las oficinas de Nancy Pelosi, la demócrata más poderosa de Washington, DC, una semana después de que su partido recuperara la Cámara de Representantes en las elecciones de mitad de período de 2018. Pidieron al Congreso que adoptara inmediatamente un marco de descarbonización rápida, tan ambicioso en velocidad y alcance como el New Deal de Franklin D. Roosevelt, el amplio paquete de políticas diseñadas para combatir la pobreza de la Gran Depresión y el colapso ecológico del Dust Bowl.
La idea detrás del Green New Deal es simple: en el proceso de transformar la infraestructura de nuestras sociedades a la velocidad y escala que los científicos han pedido, la humanidad tiene una sola oportunidad en este siglo para arreglar un modelo económico que está fallando a la mayoría de la gente en múltiples frentes. Porque los factores que están destruyendo nuestro planeta también están destruyendo la vida de las personas de muchas otras maneras, desde el estancamiento de los salarios hasta el incremento de las enormes desigualdades, pasando por el desmoronamiento de los servicios, la creciente supremacía blanca y el colapso de nuestra ecología de la información. Desafiar las fuerzas subyacentes a esos factores es una oportunidad para resolver varias crisis interrelacionadas a la vez.
Para hacer frente a la crisis climática, podemos crear cientos de millones de puestos de trabajo en todo el mundo, invertir en las comunidades y naciones más excluidas sistemáticamente, garantizar la atención sanitaria y el cuidado de los niños, y mucho más. El resultado de estas transformaciones serían economías construidas tanto para proteger y regenerar los sistemas de soporte de vida del planeta como para respetar y sostener a las personas que dependen de ellos.
Esta visión no es nueva; sus orígenes se remontan a movimientos sociales en zonas ecológicamente devastadas de Ecuador y Nigeria, así como a comunidades de color altamente contaminadas en los Estados Unidos. Lo que es nuevo es que ahora hay un grupo de políticos en Estados Unidos, Europa y otros lugares, algunos sólo una década mayores que los jóvenes activistas del clima en las calles, dispuestos a traducir la urgencia de la crisis climática en política, y a conectar los puntos entre las múltiples crisis de nuestro tiempo. Entre esta nueva generación política destaca Alexandria Ocasio-Cortez, que a los 29 años se convirtió en la mujer más joven jamás elegida para el Congreso de los Estados Unidos. La introducción de un Green New Deal fue parte esencial de su programa político. Hoy, con la carrera para liderar el partido demócrata en pleno apogeo, la mayoría de los principales aspirantes a la presidencia dicen apoyarlo, entre ellos Bernie Sanders, Elizabeth Warren, Kamala Harris y Cory Booker. Entretanto, ha sido respaldado por 105 miembros del Congreso y del Senado.
La idea se está extendiendo por todo el mundo: la coalición política European Spring adoptó el Green New Deal para Europa en enero de 2019 así como una amplia coalición de organizaciones en Canadá (el líder del partido Nuevo Demócrata ha adoptado el marco, si no como toda su ambición, al menos como uno de sus pilares políticos). Lo mismo ocurre en el Reino Unido, donde el Partido Laborista se encuentra en medio de negociaciones sobre la adopción de una plataforma verde al estilo del Green New Deal.
Aquellos de nosotros que abogamos por este tipo de plataforma transformadora a veces se nos acusa de utilizarla para promover una agenda socialista o anticapitalista que es anterior a nuestro enfoque sobre la crisis climática. Mi respuesta es simple. Durante toda mi vida adulta, he estado involucrada en movimientos que enfrentan la miríada de formas en que nuestro sistema económico actual tritura las vidas y los paisajes de las personas a causa de su búsqueda despiadada de beneficios. No Logo, publicado hace 20 años, documentó los costos humanos y ecológicos de la globalización capitalista, desde los talleres de explotación de Indonesia hasta los campos petroleros del Delta del Níger. He visto a adolescentes tratadas como máquinas para hacer nuestras máquinas, y montañas y bosques convertidos en montones de basura para llegar al petróleo, el carbón y los metales que hay debajo.
Los dolorosos impactos, incluso letales, de estas prácticas eran imposibles de negar; simplemente se argumentaba que eran los costos necesarios de un sistema que estaba creando tanta riqueza que los beneficios eventualmente se filtrarían para mejorar las vidas de casi todos los habitantes del planeta. Lo que ha ocurrido es que la indiferencia ante la vida que se expresó en la explotación de los trabajadores en las fábricas y en la aniquilación de las montañas y los ríos se ha extendido hasta tragarse todo el planeta, convirtiendo las tierras fértiles en salinas, las bellas islas en escombros, y drenando la vida y el color de lo que antes eran vibrantes arrecifes.
Admito libremente que no veo la crisis climática como algo separable de las crisis más locales generadas por el mercado que he documentado a lo largo de los años; lo que es diferente es la escala y el alcance de la tragedia, con el único hogar de la humanidad ahora colgando de un hilo. Siempre he tenido un tremendo sentido de urgencia acerca de la necesidad de cambiar a un modelo económico radicalmente más humano. Pero ahora hay un rasgo diferente a esa urgencia porque sucede que todos estamos vivos en el último momento posible de la historia en el que cambiar de rumbo puede significar salvar vidas a una escala verdaderamente inimaginable.
*Naomi Klein, periodista, escritora, autora, entre otros libros, de ‘La doctrina del shock’ y ‘No Logo’.
Fuente: http://www.europe-solidaire.org/spip.php? Articulo 50544
Traducción: Pablo Muyo Bussac