En estos últimos años, una buena fracción de los comunicadores de medios diversos en Argentina se encomiaron a la tarea de reivindicar al país cordillerano como un ejemplo de progreso democrático y pacífico. Al propio Sebastián Piñera se le ocurrió la idea de adjudicarle a su nación el carácter de “oasis” en medio de una Latinoamérica convulsionada, con paupérrimos indicadores económicos, o con escándalos de corrupción de sospechosa sobreexposición mediática. Sin embargo, parece que este “paraíso” no era más que una ilusión que en Octubre del año pasado se despejaría con una velocidad inesperada. Tras el intento del gobierno de aumentar las tarifas del trasporte público, el pueblo chileno tomó las calles por asalto, aprovechando a su vez la ocasión para sumar a la protesta viejas demandas insatisfechas: la escasa cobertura de los sistemas de salud, la imposibilidad de los sectores de ingresos medios y bajos de acceder a una educación pública y de calidad, así como el siempre magro monto de las jubilaciones y pensiones que otorga el sistema previsional.
La respuesta del gobierno no se hizo esperar, traducida en una represión que acumula en estos momentos –a más de tres meses de comenzadas las protestas- números siniestros, en materia de muertes, lesiones graves, desapariciones y apremios ilegales. Pero entre todos estos actos, debuta una vez más en la historia chilena una práctica recurrente en el accionar de las fuerzas represivas, posteriormente al golpe dictatorial de 1973. Y ella es la violencia sexual política contra las mujeres y niñas. Como estrategia de humillación, sometimiento, disciplinamiento y, más específicamente, de control social, la violación y el abuso sexual llevado a cabo por parte de Carabineros y el Ejército es uno de los hitos más vergonzosos a nivel institucional.
Si seguimos la línea de pensamiento del movimiento feminista del siglo XX, y recordamos que “lo personal es político”, debemos afirmar que la lucha contra la represión también se da en el cuerpo –no ya como algo personal, sino entendido como territorio social- de aquellas niñas y mujeres vejadas por los órganos represivos del Estado chileno. La huellas de la tortura, de la violencia política sexual, son también un mensaje para el resto del movimiento insurgente; una amenaza siempre latente, una muestra del despliegue de poder, de la impunidad que continúa vigente desde un pasado “reconciliatorio” que cerró toda posibilidad de juzgar y encarcelar a los genocidas del ayer. Lejos de ser prácticas excepcionales, o aisladas, estas configuran el modo en que se manejan esta clase de instituciones con el objetivo de infundir el terror social.
La violencia política sexual como dispositivo específico de tortura
Durante siglos, los ataques, torturas y violaciones a mujeres han sido moneda corriente en diversos conflictos armados, aunque comenzaron a ser abordados de manera más específica muchos años después de concluídas las dictaduras en Latinoamérica. Como práctica sistemática y generalizada, estratégicamente planificada como arma de guerra contra el cuerpo de las prisioneras, fue sin embargo soslayada por propios y ajenos como algo vergonzante, o incluso en algunos casos, como una práctica de tortura que no era equiparada a algo tan grave como la desaparición física. Más recientemente, y luego de que algunas de sus víctimas rompieran el cerco del silencio, comenzó a echarse algo de luz sobre esta forma particular de tortura.
Las marcas de la violencia político sexual –y no sólo las físicas, sino también las psicológicas- han ocasionado graves trastornos en la personalidad de las detenidas-desaparecidas, quienes en muchos casos han continuado sufriendo secuelas del estrés post-traumático y han tenido grandes dificultades para volver a insertarse socialmente. Y esto es porque la tortura no implica un binomio exclusivo entre torturado/torturador, sino que impacta directamente en las relaciones que ambos establecen con el resto de la sociedad, con otros pares, en el seno familiar o incluso en el ámbito estudiantil y laboral. El régimen de Augusto Pinochet logró ampliamente su objetivo: desmantelar la vía chilena al socialismo, profundizar la brecha entre clases sociales, instalar el terror colectivo, y cubrir todo con el manto de la mal llamada “reconciliación”, que sabe mucho más a impunidad que a perdón.
Los datos que relevó en el 2003 la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura son bastante esclarecedores acerca del perfil del “enemigo público” entre la población femenina para las fuerzas represivas: obreras y estudiantes, con un crecimiento exponencial de este último grupo en la última etapa de la dictadura, de las cuales aquellas que tenían entre 21 y 30 años representaban el 43,1%, mientras que el grupo de menores de 20 alcanzaba la cifra de 17,6%. Y en un país como Chile, donde la violencia de género ha sido una práctica siempre invisibilizada, establecer lo específico de la violencia política sexual como método de tortura contra las mujeres no ha sido fácil, y muchas veces ni siquiera ha sido tenido en cuenta en los relevamientos. De manera indirecta, cuestionar el status quo, denunciar la desigualdad social y luchar por el cambio social, ponía a la mujer militante en un lugar totalmente opuesto a lo que la tradicional sociedad patriarcal chilena demandaba de ella.
Pinochet y Piñera: continuidades de la dictadura en tiempos democráticos
Cuando la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura publicó su informe a comienzos del nuevo milenio, señalando la necesidad de “adoptar medidas de prevención que aseguren la no repetición de los hechos y el respeto a los derechos humanos”, pero sin pronunciarse penalmente sobre lo acontecido durante el pinochetismo, mostraba que de poco sirven las buenas intenciones en momentos en que los fusiles apuntan nuevamente hacia la población. Desde Octubre pasado, el Instituto Nacional de Derechos Humanos ha relevado cerca de doscientos casos alcanzados por la violencia política sexual (incluyendo desnudamientos forzados, tocamientos, violaciones, abusos) en contra de las mujeres y niñas víctimas de la represión de Carabineros y otras fuerzas estatales.
Al gobierno de Piñera se le ha caído la máscara democrática, y ha demostrado –a través de sus instituciones, de sus dichos y de sus actos- que está dispuesto a recurrir al pasado en busca de los métodos más eficaces para reinstaurar la dominación, el ejemplo del orden impuesto por las botas, a través de la humillación, la degradación y un machismo recalcitrante que busca volver a poner a la juventud, y más aún a la mujer, en el obediente lugar que le corresponde. Quizás sea entonces el momento de responder como aquella valiente protagonista de “La muerte y la doncella”, la obra de Ariel Dorfman, dispuesta a volver a tomar entre sus manos las riendas de su destino, devolviendo el golpe a su desprevenido torturador, precisamente cuando éste pensaba que ya todo había quedado en el pasado.
Manuela Expósito (Lic. Ciencia Política – UBA)