Revista Tesis 11 Nº 135 (09/2020)
Edición dedicada a América Latina
(américa/ee.uu.)
Manuela Expósito*
Las cada vez más cercanas elecciones presidenciales en Estados Unidos pondrán a prueba cuán convincente ha sido el manejo económico del primer mandatario, su auténtica prioridad en épocas de pandemia.
Una carrera pavimentada con ayuda de la empresa familiar, dedicada a los negocios inmobiliarios, que termina inevitablemente en el terreno de la política. En realidad, si habláramos de cualquier hombre de negocios, no habría mucho más que agregar. Pero estamos haciendo referencia a Donald Trump, un personaje como hacía mucho tiempo que no se veía al frente de la gestión pública en Estados Unidos. Si bien los comienzos del antiguo dueño del fastuoso casino Taj Mahal en la arena partidaria no son muy lejanos, su astucia y falta total de corrección política le han servido para interpretar perfectamente a una gran porción de la ciudadanía del País del Norte.
Su llegada al Partido Republicano, para el espanto de muchos de sus históricos representantes, fue una manera de poner frente al micrófono lo peor del norteamericano blanco promedio: el racismo, el sexismo, o la xenofobia alentada por la construcción de un muro en la frontera sur. Pero también la visión industrialista de los años dorados del capitalismo, cuyos jirones quedaron tras el raudo paso de la globalización, la relocalización de capitales en naciones del Segundo y Tercer Mundo, y el aumento de la desocupación entre los propios estadounidenses quienes han visto como el establishment del bipartidismo tradicional no les brinda ninguna respuesta. Trump se ha erigido como el portavoz de una derecha alternativa, que le habla a una supuesta “mayoría silenciosa”, en un país donde el abstencionismo es el más poderoso símbolo del decontento respecto a lo que ofrecen las élites del bipartidismo. En estos últimos cuatro años, Trump ha devenido el gran vendedor del sueño americano. Y apuesta por serlo otros cuatro años más.
A comienzos de su mandato, en el 2016, cumplió con una de las promesas que había formulado debatiendo con Hillary Clinton: la de evitar controles sobre el precio de los medicamentos. Gracias a ello, un emporio farmacéutico como lo es Pfizer –a quien volveremos a ver como brillante protagonista en tiempos de Coronavirus- fue testigo de cómo sus acciones se disparaban, algo similar a lo que ocurriría con compañías como Glencore, ligada a la actividad extractiva de minerales. Pero sin dudas el centro del discurso de esta versión más nacionalista del Partido Republicano fue la seria problemática que la industria de producción de bienes ha atravesado en los últimos veinte años. El “Hecho en Estados Unidos”, la añoranza de la situación de pleno empleo de la post-guerra, el orgullo del trabajador de cuello azul, son parte del imaginario de una mano de obra desempleada, que forma parte de los cinco millones de puestos que ha perdido la industria desde el año 2000 hasta nuestros días.
A ello obedece también la imposición de mayores tasas a las manufacturas procedentes de China, principales competidoras de la industria nacional. Pero no sólo Asia ha sido el blanco dilecto de la postura proteccionista de Trump: también Brasil y Argentina, proveedores de acero, aluminio, así como de productos del agro, vieron sus exportaciones en peligro. Trump le insiste a la Reserva Federal con que la fortaleza del dólar hace que los fabricantes estadounidenses pierdan terreno, frente a competidores cuyas economías devalúan constantemente sus divisas. Los resultados de una estricta política arancelaria son palpables: 1.800 puestos de trabajo fueron recuperados inmediatamente tras su aplicación, particularmente en el sector siderúrgico. Si la industria metalúrgica es una preocupación central en estados como Ohio, la automotriz es fundamental en ciudades como Detroit, donde los llamados “Tres Grandes” (General Motors, Ford y Fiat-Chrysler) tienen sus centrales, a los que se suma Tesla, con su establecimiento fabril en Fremont. Cuatro industrias que recibieron un duro golpe durante la pandemia, debido al desplome de las ventas de automóviles en un 46% en el mes de abril.
La llegada del Coronavirus a Estados Unidos ha supuesto sin dudas un desafío con consecuencias graves, algo que Trump preveía, y de allí su resistencia a la implementación de una cuarentena más estricta. Aun eligiendo privilegiar la economía sobre la salud, manteniendo las industrias en marcha a pesar de los contagios, la tasa de desempleo dio un salto desde un 3,5% en marzo del 2020 a un escabroso 14,7% tan solo dos meses después. Para agosto del mismo año, los esfuerzos del gobierno han logrado reducirla a 10,2% tras el rebote positivo que ha dado la economía: un respiro para un presidente que denodadamente busca su reelección. Previamente a ello, Trump venía anotándose algunos puntos a favor, entre ellos el registro en septiembre del 2019 de la tasa de desempleo más baja en los últimos cincuenta años, según datos del Departamento de Trabajo. El desempleo entre los latinos cayó al 3,9%, y entre trabajadores sin diploma de secundario un 4,8%, según datos de Reuters.
La carta ganadora de Trump ha consistido en mantener e incluso mejorar levemente los números de la administración Obama, con un crecimiento estable de la economía y creación continua de fuentes de trabajo. La recesión que se temía tras la guerra comercial con China –motivada principalmente por las intenciones de resolver el déficit comercial de Estados Unidos- no fue tal, y a eso se sumó una iniciativa de recorte a los impuestos, algo que benefició al sector manufacturero. La volatilidad y contradictoriedad que aparecen una y otra vez en el discurso del primer mandatario no afectan un proyecto económico que se muestra mucho más sólido y coherente, refrendado ésto por la temprana elección del ex Goldman Sachs Steven Mnuchin para ser Secretario del Tesoro.
Mnuchin es el encargado, frente a la prensa, de relativizar muchas veces los comentarios trumpistas cargados de incorrección política, e insistir en que el corazón del plan detrás de la gestión está centrado en la persecución de una transformación tecnológica (que en la era post Silicon Valey, ha estado en disputa con el proyecto de empresas chinas como Huawei), de una autosuficiencia energética (luego de la zozobra que sufrió la industria petrolera a comienzos de este año), y un crecimiento económico basado en la creación de empleos. Y, como sabe que todo es política, fue la mente detrás de la idea de imprimirle el nombre del presidente a los cheques de estímulo que ayudaron a muchos norteamericanos, como para que quedara bien en claro por quien debían depositar el voto en las elecciones de Noviembre. Mnuchin ve factible un segundo mandato con un notorio impulso de la obra pública en el desarrollo de gran infraestructura, reorientando el capital de empresas de Estados Unidos con inversiones en el exterior, hacia el ámbito doméstico.
El refuerzo de la economía nacional estadounidense es también la fuerza motriz detrás del acuerdo recientemente celebrado por la tríada Estados Unidos-Canadá-México, que reemplazaría al antiguo NAFTA. El nuevo convenio eleva el porcentaje de contenido norteamericano de los autos y camiones construidos en la región de 62.5% al 75%, promueve el uso del acero y aluminio nacionales, y establece que entre el 40 y el 45% de los vehículos deben ser fabricados en establecimientos con sueldos de U$S 16 la hora como mínimo. En la mentalidad de Trump, ésto desmantelaría el esquema de maquilas construido durante años sobre la mano de obra barata mexicana, la inexistencia de organizaciones sindicales y la flexibilización sin control estatal del mercado laboral de este lado del Río Bravo, algo que se ha convertido en una maniobra de “competencia desleal” al trabajo del obrero americano. Donald Trump vive (y sobrevive a) la lógica de la confrontación política a cada momento. Todo lo relacionado a su gobierno ha tenido que ver con la construcción de un otro al cual echarle la culpa, al cual responsabilizar de todos los fracasos. Sea China –enemigo en tiempos de salud y enfermedad-, Rusia, los capitales estadounidenses que no invierten en el país, el Partido Demócrata y sus candidatos “socialistas” a los ojos de la derecha republicana, Nicolás Maduro, el New York Times… Y la lista es casi infinita.
Hasta el momento, la mayoría de las encuestas coinciden en colocar al binomio demócrata, Joe Biden-Kamala Harris, en un cómodo 49,9%, ocho puntos por encima de la fórmula republicana, Donald Trump-Mike Pence. Sin embargo, el actual presidente cuenta con un as bajo la manga: al tratarse de un sistema de elección indirecta, el tradicionalmente conservador Colegio Electoral podría llegar a darle una segunda victoria, como ocurrió en 2016, a pesar de que Hillary Clinton fue la candidata que obtuvo la mayor cantidad de votos. En un contexto de gran agitación social, motivado por los crímenes raciales que se han suscitado en los últimos meses y que encendieron la chispa de múltiples manifestaciones callejeras, y con 180.000 muertes como evidencia del mal manejo de la crisis sanitaria producto del Co-Vid19, Trump apuesta nuevamente a capitalizar el desencanto de los sectores de clase media-baja empobrecida, blancos, pero también al empresariado, el auténtico ganador en medio de un clima de miedo, incertidumbre, violencia. Tres factores éstos a los que la retórica nacionalista de Trump –acusado por sus propios correligionarios de “secuestrar” la estructura del republicanismo usándola para sus propios fines- atrae, y que sin dudas resultarán la base sobre la que buscará encaramarse una vez más al sillón presidencial.
*Manuela Expósito, licenciada en Ciencia Política (U.B.A.), miembra de la Comisión de América Latina de Tesis 11.
Excelente trabajo