Tiempos difíciles de sobrellevar que hoy pesan sobre las espaldas de las grandes mayorías y con mayor virulencia sobre las de las franjas más vulneradas de nuestra sociedad.
Difíciles por el esfuerzo que a estas mayorías– aun contando con los múltiples y multimillonarios programas de asistencia aportados por el gobierno – hoy les exige cubrir su propia subsistencia, todo gracias a la catastrófica herencia macrista superpuesta a las repercusiones sobre la producción, el empleo y los ingresos derivadas de la pandemia, a lo que se suma sus efectos sobre el estado anímico de una población tan castigada que ya a esta altura reclama, en su intimidad, un futuro esperanzador, un horizonte promisorio.
Es un escenario que adquiere real envergadura cuando además se computa que se asienta sobre un país dependiente, sometido a los manejos del capital financiero y las reglas de funcionamiento de la concepción neoliberal, padeciendo por eso sus consecuencias: concentración de la riqueza y los ingresos, profundización de la desigualdad social, extensión de la pobreza, estancamiento relativo de la producción y la de generación de riqueza, en síntesis, manifestaciones de larga data pero que en conjunto denotan el agotamiento histórico de este modo de producción.
Agotamiento, decimos, porque liberarnos de las trabas responsables de estos padecimientos exige, objetivamente, la remoción de las causas profundas y permanentes, estructurales, sobre las que se asienta: el dominio del capital concentrado, altamente extranjerizado, sobre los centros vitales de producción de bienes y servicios y su distribución. Hablamos en esencia, de un estado de cosas que reclama la sustitución de este poder real por el de otros sujetos movidos e involucrados en la construcción de otro tipo de sociedad y modo de funcionamiento, que sea inclusivo, asentado sobre una democracia participativa y orientada a la satisfacción creciente de las necesidades sociales,
Al sólo efecto ilustrativo, ya en el año 2012 y siguiendo a ENGHE (Encuesta de Grandes Empresas), las 100 empresas fabriles más grandes del país facturaban el equivalente al 76% del PBI y del total de 500 empresas de mayor dimensión, 321 tenían participación de capital extranjero. Más del 80% de las utilidades de las firmas más grandes eran apropiadas por las multinacionales aquí radicadas.
Otro tanto ocurre en el sector agropecuario. La producción de los 1000 productores más grandes era 882 veces mayor que la de los 1000 productores más chicos. Y mientras la superficie de producción que maneja esa cúpula era en promedio 8.000 hectáreas, la de los 1000 productores más chicos era de 40. Por eso no extraña que el 30 % de los productores se quede con el 88 % de la renta. Un puñado de tan sólo ocho empresas, cinco de ellas multinacionales, concentran el 70 % de los volúmenes exportados.
Es sobre este escenario en que los argentinos asistimos a la disputa entre dos proyectos antagónicos de país, disputa que en lo inmediato se expresará en vitales elecciones de medio término y cuyos contendientes, más allá de las siglas y rostros con que se presentan, unos apuestan a la reiteración de lo viejo, de lo agotado, al modelo que con uno u otro retoque es en esencia funcional al gran capital, a los grandes terratenientes y monopolios trasnacionales, a la perpetuación del neoliberalismo y el otro, que reformas mediante, intenta generar condiciones viables a la generación de más y nuevos derechos, a revitalizar los sueños y las esperanzas de las mayorías.
Pero es una confrontación que no se agota en estos comicios, aun con un eventual resultado altamente positivo para las fuerzas del Frente de Todos. El poder real subsistirá, aun después de las elecciones, como subsiste su contradicción y conflicto con las mayorías, hecho que se refleja, por ejemplo, con la loca carrera impulsada por los formadores de precios y la lucha de los trabajadores por la recuperación del poder de compra de sus salarios. Esta es sólo una muestra de la disputa por el excedente que en tendencia terminará acumulándose en las cuentas del capital concentrado y es también, por eso, una muestra de su poder.
Poder que también se aloja en algunas organizaciones políticas, en parte del poder judicial y fundamentalmente en las corporaciones mediáticas, embarcadas en la tarea de moldear el sentido común, la cultura afín a la perpetuación de la actual matriz de dominación de las mayorías.
Lo aquí descripto es la realidad que cotidianamente enfrenta, consciente de ello o no, todo ciudadano de a pie y las organizaciones sociales y laborales en que se agrupan y luchan todos los que en definitiva son las víctimas del neoliberalismo, cualquiera sea su adscripción política o partidaria.
Son luchas por la satisfacción de reivindicaciones legítimas, sentidas y necesarias, porque como pregona el dicho popular, “el que no llora no mama”, aunque lo medular está sin embargo en responder en qué medida esa lucha, aunque necesaria, es también un avance en el camino hacia la remoción de las trabas estructurales de las que hablábamos.
Convengamos en que estas luchas, aun las limitadas a objetivos meramente reivindicativos, pueden ser una escuela de organización, de desarrollo de lazos de solidaridad y de ejercicio de democracia en el seno de las organizaciones y en particular, cuando son exitosas, sirven de alimento al sentimiento de autoestima y de fortaleza de lo popular frente al poder. En esa medida sirven para arrancar, muchas veces en forma transitoria, parte del flujo de la riqueza de la que el poder real se pretende apropiar. Pero este fruto, aun siendo un progreso, no alcanza, porque el resultado de esa lucha queda restringido a lo reivindicativo, sin mayores perspectivas para transitar el camino hacia la transformación, por lo que seguro al poco tiempo reaparecerán los mismos problemas y padecimientos que afectan a las mayorías.
Superar esta barrera obliga a revolucionar con debate ideológico el imperante sentido común, a desmitificar los valores económicos, políticos y culturales con los que el poder real imprimió desde siempre la subjetividad social y merced a los cuales naturalizó el sometimiento del pueblo. La lucha reivindicativa y el debate ideológico deben ser por eso tareas inseparables, porque vinculadas unas a otras, potenciarán sus resultados y más aún en la medida que las organizaciones populares confluyan en un accionar unitario y coordinado con la mira puesta en el enemigo principal.