Revista Nº 145 (09/2021)
Edición dedicada a América Latina
(América Latina)
Claudio Esteban Ponce*
El continente Latinoamericano fue siempre una región apetecida por la expansión conquistadora de los imperialismos europeos primero, pasando luego a la dominación estadounidense desde el siglo XX en adelante. La irrupción de los españoles, que hizo posible la destrucción de las civilizaciones más antiguas de América, el saqueo de los portugueses desde las costas del Atlántico hasta la zona selvática en Brasil, fueron los inicios de un “proceso de aculturación” signado por una violencia sangrienta que perduró durante más de tres siglos. La lucha independentista de principios del siglo XIX fue la génesis de una emancipación inconclusa que posibilitó la autonomía política sin poder lograr consolidar una clara soberanía económica para los nuevos Estados del continente. El imperialismo británico en primer lugar, y la brutalidad del “Tío Sam” después, siempre avalados por las oligarquías locales, impidieron la posibilidad de un verdadero desarrollo de los pueblos de América Latina. ¿Es posible en la actualidad el reinicio de un camino de liberación para los pueblos latinoamericanos? ¿Existe alguna alternativa política que posibilite la necesaria transformación cultural que demanda la culminación del proceso emancipatorio inacabado? ¿Se puede confrontar a la cultura del capitalismo neoliberal en un escenario desigual?
La “herencia cultural” de Latinoamérica contiene el peso de la colonización española junto a los elementos de las civilizaciones vencidas fruto de un proceso de aculturación que se inició hace poco más de cinco siglos. Se afirma aquí el concepto de “herencia” y no se usan los términos de “origen o fuente” de la que proviene la cultura en la región, ya que estas palabras pueden implicar un legado obligado o casi automático del que derivan los hábitos de vida en América Latina, dando a entender que esa sucesión no podría ser transformada, cuando por el contrario, en el concepto de “herencia” está implícita la posibilidad de modificar e incluso rechazar esa tradición cultural.[1] A esto debe sumarse la influencia de las inmigraciones europeas posteriores que hicieron de la diversidad una de las características fundamentales en la vida social del continente. Esta particularidad de la región hizo más lento el proceso de formación de los nuevos Estados surgidos de las guerras de la independencia contra el imperialismo español. La organización de los mismos se vio condicionada por el neocolonialismo del capitalismo mundial, expresado en la División Internacional del Trabajo. De esta forma parecía que el destino de América Latina quedaba en manos de las naciones más poderosas que encarnaban la hegemonía del capitalismo imperialista. Si se pudiera realizar un recorrido de los tiempos pretéritos de la región desde el choque cultural entre Europa y América hasta el presente, se podría observar que su historia fue siempre condicionada por la dominación de los imperialismos de turno. En unos pocos conceptos se podrían evidenciar el rasgo del sometimiento por más de cinco siglos. “Conquista y colonización” primero, “resistencia y lucha por la independencia política después, para luego pasar al “neo-colonialismo económico” de los siglos XIX y XX, siguiendo en los intentos de lucha por la liberación en la mayoría de las regiones del continente, para pasar después a una etapa de profunda oscuridad signada por los diversos Terrorismos de Estado. Éstos irrumpieron en el continente, como instrumentos del imperialismo más brutal de la política exterior estadounidense, para imponer en forma definitiva la cultura neoliberal. Esta última fase de la dominación del Tercer Mundo americano estuvo determinada por un plan sistemático que llevó a la organización de un genocidio concebido como “limpieza ideológica” de todos aquellos que pugnaban por la construcción de una nación más “justa, libre y soberana”. A partir de allí se trabajó para imponer la “cultura de la violencia autoritaria” y del “odio de clase” con el objeto de legitimar una opción política contraria a la soberanía popular. ¿Existe alguna alternativa política que posibilite el verdadero desarrollo humano de los pueblos latinoamericanos?
La memoria histórica de los pueblos iberoamericanos recuerda su larga lucha más allá de lo que fue el triunfo de la independencia política del siglo XIX. Esa reminiscencia tampoco olvida lo que fueron las pugnas populares del siglo XX tales como las expresadas por el “Movimiento Teñentista” en Brasil, el Aprismo de Víctor Raúl Haya de la Torre en Perú, Lázaro Cárdenas en México, la breve gestión de Aguirre Cerda en Chile o el “Peronismo” en Argentina, que fueron algunos de los fenómenos sociales y políticos que pretendieron continuar y terminar con ese proceso de emancipación inconclusa. Estos movimientos fueron la semilla de una lucha mayor y mejor organizada durante las últimas décadas del milenio. Las luchas antiimperialistas de estos años, que movilizaron a la mayoría de los pueblos del continente, se sintieron incentivadas por el éxito de la Revolución Cubana. Las nuevas generaciones de los años sesenta y setenta, identificadas con una renovada mutación ideológica expresada en la “nueva izquierda latinoamericana”, conformaron un “colectivo” que sostuvo la convicción de poder lograr la liberación definitiva de todo imperialismo vigente y construir la sociedad socialista tan deseada. Esta fusión de ideas que confluyeron en el mismo objetivo estratégico, ideas que se integraron a los movimientos populares e incluso incorporaron la revisión difundida por el Concilio Vaticano II que motorizó la concepción revolucionaria del compromiso cristiano, coadyuvaron en la integración de diversos grupos sociales a la lucha antiimperialista. Así fue como esta nueva concepción logró la integración de los sectores medios a la disputa política, sumando también a los estudiantes que, identificados con los reclamos de la clase obrera, formaron un renovado movimiento popular cuyo objetivo proclamado era la “liberación de América Latina”. La cultura de la región parecía indicar el camino de la integración continental en pos de un verdadero desarrollo de sus pueblos, intentando acabar definitivamente con la funesta alianza de las oligarquías criollas con el poder económico extranjero.
La reacción de los sectores tradicionales, siempre ligados a los intereses del imperialismo, no se hizo esperar. La política exterior de EEUU junto a sus esbirros locales en cada país de Sudamérica, trabajaron intensamente para boicotear la verdadera democracia en la región, apelando a la extrema violencia para concluir definitivamente con cualquier intento de acción política que se identifique con la concepción nacional y popular. Fue necesario para el “poder concentrado del capitalismo neoliberal” imponer a sangre y fuego una nueva concepción cultural. No bastaba con la eliminación física de los militantes populares, era necesario modificar el sentido común de un pueblo politizado para legitimar una única ideología posible, el neoliberalismo. La cultura del capitalismo neoliberal, esencialmente capitalista pero con un grado de mayor sofisticación que la visión clásica, dio inicio a un desconocido proceso de colonización que no apuntó a la conquista de los territorios, por el contrario, tuvo como primer objetivo la “quiebra de las voluntades” de todos aquellos colectivos comprometidos con mayor conciencia solidaria, social y política por medio de la praxis de una “violencia física extrema”. A posteriori de estas acciones, pasaron luego a una segunda fase caracterizada por la “violencia simbólica”[2]donde los sujetos ya transformados en “individuos” son controlados y dominados sin que puedan ser demasiado conscientes de la opresión que se ejerce sobre ellos. Para lograr esta renovada “colonización semiológica” sobre los pueblos del tercer mundo americano, hubo que llevar adelante el macabro plan ideado por el “centro de poder imperial” aliado a los mezquinos intereses económicos de las oligarquías vernáculas. Esta miserable alianza puso en práctica la “ruptura del orden institucional”, haciendo del Estado un instrumento de represión que violó todos los Derechos Humanos conocidos y por conocer. El secuestro, la tortura, la eliminación física y la posterior desaparición de los cuerpos de todas aquellas personas consideradas “subversivas” al nuevo orden, fue la metodología que estas dictaduras, avaladas por los EEUU, consideraron más apropiada para poner fin a toda intención de militancia política en favor de una mayor justicia social. El primer experimento se inició en Chile el 11 de setiembre de 1973. Ese país fue el laboratorio donde se probó el germen neoliberal, la cultura del miedo, el egoísmo y el autoritarismo. A partir de allí el resto de los países de América Latina padecieron el horror del Terrorismo de Estado. Argentina fue una de las naciones que más sufrió el genocidio, más de treinta mil desapariciones, cientos de miles de exiliados, otros tantos encarcelados a disposición del poder ejecutivo, y el maltrato cotidiano de su pueblo sin fundamento alguno más que el abuso perverso del poder como dominación. Las huellas de esta tragedia continental nunca se disiparon, por el contrario, perduraron marcadas a fuego en las sociedades latinoamericanas. La cultura del miedo, la falacia de la anti-política y la estructura de carácter autoritario internalizado en los sectores subalternos de la sociedad fueron algunas de las muchas consecuencias de la noche dictatorial.
La recuperación de una “cultura democrática” desde hace más de tres décadas no alcanzó para borrar las marcas del autoritarismo terrorista. Aún sigue latente el temor a la libertad y la auto-represión que considera imposible una vida diferente a la propuesta por la ideología neoliberal. La creencia en la mendacidad institucionalizada y difundida por los medios de comunicación concentrados, retrasa el desarrollo de, (tomando el concepto de Paulo Freire), una educación como práctica de libertad que posibilite el reconocimiento del “otro” como un semejante, y no como un objeto pasible de ser dominado y utilizado. La reconstrucción de una cultura alternativa a la del neoliberalismo imperialista es el desafío de la actualidad. La derecha creció en América Latina y se pueden buscar las razones en infinidad de causas. La carencia de soluciones socio-económicas o la falta de determinación política pueden ser algunas de ellas. Ahora bien, además de estas fuentes, el “núcleo esencial” que motivó una mayor adhesión social a las hipotéticas soluciones que propone el fascismo enmascarado en el neoliberalismo, residió en no haber podido encontrar una propuesta superadora al egoísmo individualista encarnado en una falsa idea de “poder” expresada como opresión en la relación mando-obediencia. Hasta el presente, salvo excepciones como los intentos del kirchnerismo en Argentina o el Movimiento al Socialismo en Bolivia, junto a las tentativas no demasiado profundas de Brasil y Ecuador, las democracias recuperadas del continente latinoamericano quedaron en deuda con la continuidad del proceso de emancipación tan aspirado por los sectores populares. ¿Es complejo luchar contra el poder imperial? Por supuesto que lo es y sí es una pelea desigual, pero nunca imposible. La historia ha demostrado que la perseverancia hace posible lo que parece quimérico, Vietnam fue un ejemplo de ello. Los gobiernos que se consideran democráticos y populares deben profundizar una política educativa a largo plazo y una profunda transformación cultural que requiere la intervención del Estado para regular la comunicación pública. Si no se da esta “batalla cultural” para “deconstruir” el pensamiento neoliberal, el egoísmo narcisista y la perversa idea imperialista que se encarna en la vida cotidiana de los pueblos seguirá haciendo de los mismos, esclavos de la malicia capitalista. Esta noción de “imperialismo” que se observó siempre en la vida cotidiana, se manifestó y se sigue exhibiendo en la violencia despótica de los varones sobre las mujeres, en la irrespetuosidad hacia los niños y jóvenes en el universo familiar y escolar, en la idea de corrección violenta como metodología de aprendizaje, y en la brutalidad y mezquindad de los capitalistas sobre los trabajadores.
La verdadera revolución se inicia con la reconstrucción de una cultura de la solidaridad, del respeto al otro, de la primacía de la “comunidad” por encima de la “individualidad”, y por último de la internalización de una “severa limitación a la propiedad privada individual”. El camino es sinuoso y difícil para una región sometida, pero como sucedió a principios del siglo XIX, nunca imposible. Las huellas de los Terrorismos de Estado rememoran el miedo, pero el temor es mal consejero para los colectivos que buscan la justicia social. Solo venciendo este escollo se podrá comenzar a caminar.
*Claudio Esteban Ponce – Licenciado en Historia, integrante de la Comisión de América Latina de Tesis 11.
[1] Le Goff, Jacques. Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente Medieval. Barcelona, Gedisa, 2017.
[2] Bourdieu, Pierre. Passeron, Jean Claude. La Reproducción. Elementos para una teoría del sistema educativo. Siglo XXI editores. Buenos Aires, 2018.
Como ya nos tiene acostumbrados y acostumbradas el autor, excelente recorrido de la historia del soguzgamiento de la región. Personalmente me deprime un poco, ver que la lucha es eterna. La perseverancia será el camino, pero la pregunta es: cuánto más habrá que recorrerlo?