Revista Nº 147 (12/2021) dedicada a América Latina
(américa latina/chile)
Claudio Esteban Ponce *
La República de Chile vivió recientemente un proceso electoral cuyo primer corolario dejó sin palabras a muchos analistas, y muy preocupados a otros tantos intelectuales. Éstos se dejaron seducir por los resultados obtenidos en la votación de representantes para la convención constituyente donde la derecha fue derrotada categóricamente. De allí en más, en este contexto de triunfo, todo hacía pensar en la fundación de un nuevo país, de una nación que se alejaría definitivamente de la influencia del Terrorismo de Estado que todavía seguía vigente en la constitución a reformar, era factible. Los sectores populares sublevados el 18 de octubre de 2019, encuadrados en la juventud estudiantil, el movimiento de mujeres, los pueblos originarios y una multiplicidad de grupos sociales que avalaron la protesta, acompañaron con alegría el triunfo decisivo sobre los sectores tradicionales en la elección de los asambleístas en pos de la reforma constitucional. ¿Qué sucedió después en las elecciones presidenciales? ¿Por qué razón lo sectores “progresistas” no lograron consolidar un movimiento nacional que aglutinara la voluntad popular expresada en las elecciones constituyentes? ¿Cómo se puede entender que, aún hoy, una gran parte de la sociedad chilena haya optado por una agrupación política de extrema derecha que en su propuesta revalorizó el Terrorismo de Estado? Tal vez, buceando en la historia de este país se podría comprender mejor la coyuntura, y así pensar que todavía es posible para el pueblo de Chile evitar el retorno al odio represor del fascismo.
En el marco internacional de la pos-pandemia se pudo observar claramente que las “ilusiones de un mundo más justo” a posteriori de la grave situación sanitaria, era solo eso, ilusiones sembradas para conformar a los pobres que padecieron aún más las consecuencia de la epidemia planetaria. Este contexto volvió a evidenciar la relación antitética entre las naciones ricas y los pueblos pobres. Esta situación, que se profundizó a partir de la segunda mitad del siglo XIX en que la transformación industrial del capitalismo afirmó el imperialismo y consolidó la confrontación entre “centro y periferia”, no hizo más que intentar legitimar el ejercicio de la dominación de los “países centrales” sobre los pueblos del posteriormente denominado “Tercer Mundo”. De las regiones sometidas por el imperialismo, América Latina lo fue a través de un proceso de “neo-colonización económica” o también llamado “imperialismo informal”, en donde no fue menester la ocupación militar. Como sostuvo Pierre Chaunu, Iberoamérica pasó a ser el campo de explotación de Inglaterra primero, y de los EEUU después.[1]En esta coyuntura de permanente tensión, luego de la lucha independentista que había logrado vencer al imperialismo español, los nuevos Estados que de allí surgieron debieron soportar renovadas formas de sometimiento que a su vez motivaron diversas maneras de manifestar la lucha política en cada país latinoamericano. La naciente República de Chile fue uno de los países más tradicionalmente conservadores, con una clase dominante arraigada desde el siglo XVIII que prefirió servir de “cabeza de playa” del nuevo imperialismo antes que ceder un “céntimo” de su poder o verse mínimamente perjudicada en sus intereses económicos. La Historia de Chile demostró que este país, salvo excepciones de intentos democráticos de corto tiempo, fue un Estado conducido siempre por una tradicional oligarquía autoritaria que creyó ser dueña de la nación. Casi en forma permanente, Chile fue usado como el ejemplo de los hipotéticos beneficios de someterse a la “División Internacional del Trabajo”, o de alinearse en una política exterior “genuflexa” que a partir del siglo XX que pretendió hacer de Sudamérica un depósito de recursos para ser usado en pos del fortalecimiento del Tío Sam. Aquellos dos intentos democráticos del pueblo chileno fueron durante el siglo XX aunque ambos fueron desestabilizados o sangrientamente derrocados. La gestión de Aguirre Cerda en la primera mitad del siglo, y la gestión del gran Salvador Allende en los años setenta, tiempos en que el mundo occidental creía que el sueño revolucionario estaba al alcance de la mano. Más allá de estos ejemplos de democracia popular, la sociedad chilena transitó continuamente por el camino del autoritarismo hasta consolidar el “modelo neoliberal pinochetista”, imposición brutal del “poder concentrado” acordada con el capitalismo imperialista de EEUU, que proyectaba la globalización del sistema bajo su hegemonía. Esto convirtió a Chile en un “laboratorio experimental” para la puesta en práctica del neoliberalismo. De allí en más sobrevinieron diecisiete años de una atroz dictadura y una posterior “transición pseudo-democrática” donde los ejecutores del Terrorismo de Estado, con el propio Pinochet como “senador vitalicio”, se convirtieron en funcionarios de la “nueva república”. A partir de esta tragedia, el Estado chileno se retiró, la cultura neoliberal se institucionalizó en amplios sectores de la sociedad, y el pueblo trabajador pagó las consecuencias de este modelo político y económico devastador. El país ejemplar que difundía la propaganda estadounidense, no garantizó la salud, no garantizó la educación y su modelo privatista solo se pudo imponer por la vía de la violencia y la represión. El miedo se internalizó en la sociedad y el “peso de la noche”[2], frase “Portaliana” que definía el modelo político que debía gobernar al país, volvió para aletargar toda posible reacción de los sectores subalternos de una sociedad oprimida. Al parecer, el resultado de estas políticas se puede relacionar directamente con la rebelión que estalló a partir del 18 de octubre de 2019. ¿Se puede llegar a concluir que luego de treinta años de una hipocresía democrática surja un nuevo país que garantice los derechos del pueblo?
La explosión social del 18 de octubre en Chile respondió a un simple aumento en el transporte público. Aquella gota que hizo derramar el vaso de una paciencia que parecía no tener fin, inició un proceso de protestas y reclamos incomprensibles para una oligarquía que vivía aislada del pueblo. “No solo eran los treinta pesos…” decían los estudiantes, eran los “treinta años de opresión y marginalidad” que padeció el pueblo chileno. Los estudiantes secundarios y universitarios, el movimiento de mujeres, los pueblos originarios y los propios trabajadores, irrumpieron en el espacio público y por primera vez en casi medio siglo de historia, pusieron en jaque al poder establecido. El gobierno de Piñera, al principio sorprendido por el desafío popular, no tardó en reaccionar. La represión fue brutal y la estrategia comunicacional trató de instalar la idea de un “enemigo interno” apoyado por el “terrorismo internacional”. Como siempre fue en los gobiernos autoritarios sumisos al capitalismo imperialista, cuando éstos se veían desbordados por los reclamos populares, se inventaban delirantes conspiraciones inexistentes para legitimar la represión. El presidente Piñera creyó poder disipar prontamente la rebelión popular pero, no solo fracasó en su pretensión si no que se vio obligado a convocar a una asamblea constituyente con el objeto de reformar la vieja constitución y hacer posible el nacimiento de una nueva nación. De allí en más, la elección de los candidatos a la Asamblea marcó un contundente triunfo de quienes estaban a favor de la reforma. Todo parecía indicar que en las elecciones presidenciales de noviembre, la victoria indudable de una alianza de las fuerzas autodenominadas “progresistas” sería incuestionable, aunque lamentablemente no fue así.
El 27,91% de los votos fueron para un candidato de extrema derecha, un político y una alianza que, además de compartir las ideas neoliberales de Piñera, pretende imponerlas de una forma mucho más violenta, con el agregado de la reivindicación del Terrorismo de Estado pinochetista como el único valor nacional. La alianza de izquierda obtuvo el 25,83% de los sufragios quedando en segundo lugar a la espera de las nuevas elecciones de diciembre donde se definirá cuál de las dos alianzas gobernará Chile los próximos años. ¿Resultado imprevisto? ¿Asombro de los analistas? ¿Cuáles fueron las razones que motivaron este retroceso en medio de un país convulsionado?
El resultado de los guarismos electorales del 21 de noviembre puede ser analizado desde diversas perspectivas, y como todo hecho histórico, fue consecuencia de múltiples causas. En primer lugar, remitiendo a lo desarrollado con anterioridad, la historia chilena evidenció el devenir de una estructura de carácter social autoritario originada e internalizada quizás desde el “Estado Portaliano” en la primera mitad del siglo XIX. Como un segundo aspecto a tener en cuenta, el país solo tuvo dos intentos democráticos respetables durante el siglo XX y ambos fueron maltratados y derrocados sin demasiada defensa por parte de los votantes que representaban. En este caso, es importante destacar que si bien el golpe cívico-militar del 11 de setiembre de 1973 fue resistido hasta la muerte por su propio presidente, la falta de una organización popular masiva hizo que se imponga el Terror Estatal de la dictadura pinochetista. Luego de la “noche dictatorial” y la pseudo-democracia” de 1991 hasta el estallido de octubre del 2019, solo hubo muestras de protestas lideradas por sectores juveniles como los encabezados por Camila Vallejos. A partir de allí, como tercer punto a tener en cuenta y como un fenómeno mucho más actual, las nuevas generaciones parecieron descreer del sufragio como instrumento de cambio. A la vez, por lo menos en Chile, esos estudiantes, esas mujeres, aquellos jóvenes de los pueblos originarios que luchaban en las calles desde hacía más de dos años, no se sintieron representados por una alianza de izquierda que en el país nunca llevó a la práctica sus discursos cuando les tocó gobernar. Si a esto se le suman los hechos acaecidos en los últimos tiempos respecto de los asesinatos de los jóvenes mapuches, la continuidad de la protesta y la represión, y por lo menos, cierta inactividad de la Asamblea Constituyente elegida sin pronunciarse al menos en contra de las acciones del gobierno de Piñera, es casi lógico entender como esta coyuntura contribuyó a que se den los números hipotéticamente inesperados en el último acto electoral. Aun así, el pueblo chileno no ha sido derrotado en forma definitiva, todavía tiene la posibilidad de revertir un peligroso retorno al odio fascista. La tenebrosa derecha solo dio un aviso, un llamado de atención para tomar conciencia sobre el alto riesgo que puede significar un retroceso a la oscuridad. Esa oscuridad representa las ideas fundadas en el deseo de la destrucción de los semejantes, “ideas” que no son más que la expresión de una catarsis del miedo, del temor internalizado en la sociedad desde los tiempos del Terrorismo de Estado, de esa turbación que se pretende exorcizar a través de culpar de todos los males a un “supuesto enemigo” que no es otro que el propio pueblo. La crisis planetaria del capitalismo neoliberal hizo posible que desde los grupos que concentran el poder y acumulan el capital se siga sembrando permanentemente el egoísmo, la herramienta fundamental para generar el odio y la división de los pueblos. Un facilismo miserable que solo puede ser adoptado por quienes tienen intereses económicos en juego, o tristemente por los que padecen de una supina ignorancia que los hace elegir a sus propios opresores. Cuando está en juego la vida y la libertad no hay medias tintas, o se está con el pueblo, con los semejantes, o se está con quienes representan y avalan el imperialismo en todas sus manifestaciones posibles, oligarcas, cipayos, homofóbicos, femicidas, machistas, racistas, autoritarios y todos aquellos que atentan contra la posible construcción del amor y la libertad que en la sociedad chilena y latinoamericana se traduce en un total acceso a la justicia y la equidad. Chile tiene todo por hacer, la Asamblea debe tomar la firme determinación de fundar una nueva Nación, y la izquierda debe lograr la unidad de concepción, la unidad en la organización y la acción, como así también la solidaridad con una juventud que está a la espera de una dirigencia que la escuche y la haga partícipe del futuro proceso político. Si estos esfuerzos se logran, se llegan a observar en la coyuntura chilena en este breve tiempo que queda para las definiciones, entonces, y solo entonces, se haga posible que la “banalidad del mal” quede afuera.
*Claudio Esteban Ponce, Licenciado en Historia, integrante de la Comisión de América Latina de Tesis 11.
[1] Chaunu, Pierre. Historia de América Latina. Buenos Aires, Eudeba, 1988.
[2] Joselyn Holt Letelier, Alfredo. El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica. Buenos Aires, Ariel, 1997.