Carlos Mendoza*
LAS NUEVAS LEYES SOBRE MODIFICACION DEL CONSEJO DE LA MAGISTRATURA, REGLAMENTACION DE LOS DECRETOS DE NECESIDAD Y URGENCIA Y REFORMA DE LA LEY DE ADMINISTRACION FINANCIERA.
Para elevar la eficiencia de la gestión de lo público, no hay mejor camino que el fortalecimiento de las instituciones democráticas y su superación hacia formas cada vez más participativas.
Desde Diciembre del año pasado hasta Agosto de este año, el Congreso votó tres leyes, propuestas por el oficialismo, que provocaron un ruidoso debate con la oposición y en los medios de comunicación y que, para sintetizar, versó sobre la eventual contradicción entre calidad institucional y eficiencia en la gestión. Porque los demás temas en debate derivaron en general de este asunto, aunque tengan de por si importante entidad, como ser el equilibrio entre los poderes de la república, la concentración de poder en el ejecutivo y la salud de la democracia. Someramente, las tres leyes aprobadas definieron lo siguiente:
– Modificación del Consejo de la Magistratura: Esta institución designa jueces, los promociona, los juzga y los penaliza y está integrada por legisladores, jueces, asociaciones de abogados, académicos y un representante del poder ejecutivo. Se redujo el número de integrantes de 20 a 13, se aumentó el peso del oficialismo del 25 al 38 por ciento y se redujo la participación de legisladores de la oposición a solo la primera minoría, eliminándose la representación de la segunda minoría. De resultas, el oficialismo podrá ahora eventualmente bloquear cualquier designación de jueces o su enjuiciamiento.
– Reglamentación de los Decretos de Necesidad y Urgencia del poder ejecutivo: No se fija límite de tiempo para que el Congreso trate la validez de los decretos presidenciales, una vez pronunciados, con lo cual el oficialismo queda en condiciones de evitar indefinidamente su tratamiento, asegurando así de facto su aplicación. Entre otras cosas, esto le permite al poder ejecutivo asignar a su exclusivo criterio eventuales superavits fiscales extraordinarios, sobre lo previsto en el presupuesto nacional aprobado por el Congreso.
– Reforma de la Ley de Administración Financiera (o ley del presupuesto nacional): Se transformaron en permanentes los poderes que antes se otorgaban anualmente al poder ejecutivo para redistribuir partidas del presupuesto nacional aprobado por el Congreso. La oposición y algunos medios han denominado esto como otorgamiento de “superpoderes” al poder ejecutivo.
El oficialismo aduce que las modificaciones aprobadas permitirán una mayor ejecutividad y eficacia en la gestión de las cuestiones que son objeto de las nuevas leyes, mientras que quienes se opusieron, argumentaron sobre un deterioro del funcionamiento democrático, por excesiva concentración de poder en el oficialismo en general y en el ejecutivo en particular, llegando algunos a la exageración de anunciar “la muerte de la república” y “la muerte de la democracia”, como consecuencia de ello. Hay que señalar que, muchos de los que ahora se opusieron, disfrutaron de tales prerrogativas cuando les tocó gobernar o las disfrutan en muchas provincias y municipios que las tienen legalmente incorporadas y donde sus expresiones políticas son mayoría. También conviene señalar que es completamente exagerado comparar los poderes ahora otorgados al poder ejecutivo, sobre reasignación de partidas presupuestarias, con los denominados ”superpoderes” otorgados al ex ministro Cavallo (Fue a mediados de 2001 y el paquete incluyó garantías con activos públicos u otros recursos para el pago de la deuda, la posibilidad de fusionar, centralizar o descentralizar organismos públicos, o transformarlos en sociedades o empresas, modificar la Ley de Ministerios, crear o eliminar exenciones impositivas y, en definitiva, entre otras funciones, modificar o derogar todas las leyes y normas que “perjudicasen” la competitividad de la economía).
En cuanto a mi propia visión sobre este asunto, trataré de hacerla desde el ángulo del interés objetivo de los trabajadores y demás sectores populares: Los teóricos marxistas, empezando por el propio Marx, siempre vincularon el desarrollo de la sociedad, hacia niveles comunitarios superiores, con el desarrollo de la democracia. Al punto que la propia idea de una sociedad comunista, superadora de la sociedad capitalista, fue imaginada, en su síntesis última, como la autogestión popular sobre medios de producción de propiedad social, lo cual implica un formidable desarrollo de la base material que permitiera esto, es decir de las fuerzas productivas, pero también, e indisolublemente, de la democracia, para lo cual se requiere superar la democracia liberal representativa por un democracia directa o participativa. Es la participación creciente del pueblo en la gestión de lo público lo que permite su involucramiento y elevación de su conciencia, asunto vital para construir una sociedad superadora, elevando su carácter social a un nuevo nivel cualitativo. El desarrollo de la democracia participativa, desde la propia democracia representativa, en coexistencia y lucha con ella, aparece así como una condición indispensable para el progreso social y la superación de la sociedad actual profundamente en crisis.
Pero para desarrollar la democracia, hay que empezar por no retroceder desde la institucionalidad democrática existente. La tentación de eliminar formas de la democracia liberal actual en crisis, para ganar en ejecutividad en la gestión, en lugar de seguir el árido camino de subsumir las formas democráticas liberales en otras superadoras de carácter social más elevado, es algo muy común, según muestra la historia, en aquellos que luchan por la causa del progreso social. Siempre se pueden encontrar argumentos aparentemente buenos para ello: crisis, necesidad de apurar etapas, amenazas exteriores, emergencias sociales y muchas otras. Es, precisamente, lo que terminó transformando los intentos de construir sociedades socialistas, en la construcción de formas de producción estatista, dirigidas vertical y dictatorialmente, en general por burócratas que supuestamente actuaban en nombre del pueblo. Se trató de las sociedades del denominado “socialismo real”, que aunque lograron avances de gran importancia, como satisfacer las necesidades socio-económicas de todo el pueblo, provocaron tal atraso democrático en lo político, que esos sistemas terminaron implosionando. Entre otras cosas eso sucedió porque la falta de una democracia participativa hipotecó la posibilidad de lograr más eficiencia económica que la del capitalismo. La lección que dejan esas experiencias es que sin democracia no hay socialismo y ni siquiera un progreso social cualitativo, si se considera el conjunto de las relaciones económicas, sociales y políticas. Cuanto mas, se puede llegar a diversas formas de estatismo, con totalitarismo, incluido el paternalismo político, que tal vez asegure trabajo, educación y salud, pero al precio de retroceder en las conquistas de libertad y democracia política que los sectores populares consiguieron con sus luchas a lo largo de la historia, con tanto sacrificio, dolor y sangre y de los cuales la Revolución Francesa fue un paradigmático hito. Retroceder de esos logros, so pretexto de conseguir otros, es objetivamente reaccionario e históricamente negativo para los sectores populares.
Precisamente, el oficialismo kirchnerista da como razones de la supuesta necesidad de las citadas leyes, su intención de darle eficacia a la gestión, para así atacar con mayor prontitud la solución de los problemas socioeconómicos pendientes. Y no es que yo no les crea, porque reconozco que el resultado del gobierno hasta ahora es positivo, sobre todo considerando la débil relación de fuerzas con que se encontró cuando asumió Kirchner. Ha habido evidentes progresos en lo económico y lo social desde ya, pero también en lo institucional, con avances tales como lo de la Corte Suprema, incluir los derechos humanos como política de estado y privilegiar la colaboración con las organizaciones no gubernamentales de derechos humanos, no criminalizar la protesta social, reinstalar el Consejo del Salario Mínimo, convocar a la CTA como interlocutora del gobierno dándole implícitamente reconocimiento, buscar consolidar el MERCOSUR, dándole incluso una institucionalidad política, lo cual incidiría positivamente en la propia viabilidad de una democracia mas elevada en nuestro país y otros logros. Pero veo con mucha preocupación que se deleguen funciones del Congreso en el poder ejecutivo, o que se aumente la incidencia del oficialismo en el Consejo de la Magistratura. Aun cuando se usaran esos poderes en forma razonable y con aciertos, a la larga esa institucionalidad significa un retroceso, porque disminuye la posibilidad de la participación y control popular en la gestión, aunque fuera mediante las formas de la actual democracia representativa en crisis.
Si de lo que se tratara es de superar las trabas y limitaciones de la democracia liberal representativa, entonces habría que impulsar formas superadoras de democracia participativa y no retroceder hacia una concentración de poder en el ejecutivo. En tal sentido, un ejemplo de esto lo dio el Partido de los Trabajadores en Brasil, donde impulsó la instauración de una institucionalidad de democracia participativa para la designación y control del presupuesto, en comunas y provincias y que comenzó en el paradigmático caso de Porto Alegre.
El oficialismo, donde hay organizaciones y personalidades progresistas del campo popular, debería reflexionar sobre estas tendencias que ha mostrado al imponer estas leyes. De hecho, deberá por ejemplo pensar porqué calificados miembros de su propio espacio político han criticado y aun votado en contra de tales iniciativas. Llama la atención que el oficialismo no haya ni siquiera aceptado sugerencias de organizaciones sociales muchas veces afines al gobierno, como las del Centro de Estudios Legales y Sociales, respecto de las modificaciones en el Consejo de la Magistratura; o las de sectores constructivos de la oposición, que propusieron una limitación a los montos presupuestarios que el ejecutivo pueda redistribuir. Tal vez se pueda reflexionar que hay ciertos fortalecimientos aparentes de poder que pueden terminar minando el poder real construido.
La historia muestra que, a la larga, no hay mejor camino, ni más revolucionario, para elevar la eficiencia de la gestión de lo público, en beneficio de las mayorías y en última instancia de todo el pueblo, que el fortalecimiento y desarrollo de las instituciones democráticas.
* Carlos Mendoza: Ingeniero, especializado en temas de economía política, ideólogo, escritor, miembro del Consejo Editorial de Tesis 11