Edgardo Mocca*
El kirchnerismo es el emergente del derrumbe general provocado por la aplicación de las políticas del Consenso de Washington. Su hoja de ruta tuvo desde el origen una certeza, la de que el significado de la gobernabilidad democrática debía ser radicalmente transformado: después del terremoto político y social de 2001, solamente una política activa y urgente de reparación de daños sociales podía asegurar un piso básico de estabilidad democrática. Desde entonces, gobernabilidad y democracia dejaron de ser pensados desde el gobierno en términos de límite a la audacia transformadora para pasar a ser percibidos en íntima conexión con una estrategia de cambio.
Uno de los interrogantes posibles sobre el itinerario político de estos años de gobiernos kirchneristas es la naturaleza de la relación de su práctica con la democracia. En los últimos tiempos se ha generalizado entre los opositores más acérrimos el uso de la palabra “autoritarismo”. Ya no se utiliza la expresión para caracterizar conductas ocasionales del gobierno sino para aludir a la existencia de un “régimen”; es decir un dispositivo institucional que pone en duda su carácter democrático.
A poco menos de treinta años de nuestra recuperación democrática, vale la pena pensar nuestra realidad en materia institucional con cierta distancia de la coyuntura, con un grado de perspectiva histórica. El fin de la dictadura argentina está inscripto en lo que Samuel Huntington llamó la “tercera ola democrática”. La denominación remite a la existencia de una primera ola que arranca con la guerra de la independencia norteamericana y la revolución francesa y de una segunda ola que se desarrolla en la segunda posguerra con la democratización de los países del eje nazi-fascista. La tercera ola recorre el período que va desde la revolución de los claveles en Portugal, que en 1974 pone fin al régimen autoritario instaurado por Salazar en la década del treinta, hasta la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética (1989-91). El proceso incluyó el fin del franquismo español, la caída de la dictadura de los coroneles griegos, la democratización del cono sur latinoamericano comenzada en nuestro país en 1983 y el surgimiento de regímenes liberal-democráticos en los países anteriormente integrantes del Pacto de Varsovia.
Con la distancia histórica con la que hoy contamos, emerge la evidencia de una sincronía histórica muy significativa: el tiempo de la tercera ola coincide plenamente con el de la emergencia, consolidación y triunfo mundial de un nuevo paradigma capitalista, el de la globalización centrada en el capital financiero. En 1974 ya se insinuaba, en medio de la crisis en Estados Unidos y en otros centros del mundo desarrollado, una estrategia económica orientada a reemplazar el modelo de un capitalismo estatalizado y protector por otro de plena libertad de mercado, con estados nacionales políticamente concentrados en asegurar el avance de políticas de desregulación y creación de condiciones favorables a la concentración del poder económico. ¿Qué significó la globalización neoliberal en materia política? Su lugar histórico fue el del debilitamiento de los estados nacionales frente al poder económico concentrado, la erosión de las grandes identidades sociales ante el cambio de paradigma productivo que diluía y fragmentaba a la vieja clase obrera fordista y el consecuente ocaso de las grandes maquinarias políticas sostenidas en esas identidades.
En nuestros países, la “tercera ola” es el tiempo posterior a crueles dictaduras emergidas después de duras derrotas del campo popular-democrático. Es la época de la reflexión crítica sobre el fracaso del militarismo revolucionario y la asunción de la institucionalidad democrática como contexto ineludible de la acción política. La confluencia de este clima posdictatorial con el derrumbe del “campo socialista” generó las condiciones para el predominio de una concepción procedimentalista de la democracia. En el sentido común predominante en la teoría política desaparecen del centro de la escena las viejas cuestiones del Estado, la dependencia y el poder para que ocupen su lugar las preguntas sobre el régimen institucional y las reglas de juego formales de la política. Había que cuidar las instituciones. Ante todo, cuidarlas de intentos transformadores que pudieran desatar conjuros fatales cuyas consecuencias habíamos sufrido de manera extrema. La palabra “gobernabilidad” fue el santo y seña principal de la política durante todo ese período: establecía el límite estricto de la autonomía de la democracia, en el punto exacto en que esa autonomía insinuaba el cuestionamiento del statu quo. La idea tenía vigencia en el terreno de la relación con los actores del viejo régimen autoritario (cierre de los procesos contra el terrorismo de Estado) tanto como en el tratamiento de los grupos empresarios locales y trasnacionales que habían consolidado su hegemonía en los años de las dictaduras.
Los gobiernos kirchneristas forman parte de una nueva configuración histórica. Integran el heterogéneo elenco de gobiernos populares que se instalaron en la región, justamente como consecuencia de la crisis de las políticas del consenso de Washington. Nuestro diciembre de 2001 tuvo, en ese sentido, una extraordinaria significación simbólica: precedido de una serie de episodios de crisis internacionales, alcanzó una envergadura catastrófica y una vastedad de dimensiones que lo convirtieron en un punto de referencia histórica; no casualmente, el incendio argentino de entonces recorre la conciencia de muchos europeos movilizados hoy contra políticas análogas a las que lo provocaron. El kirchnerismo es un emergente de ese derrumbe. Su hoja de ruta tuvo desde el origen una certeza, la de que el significado de la gobernabilidad democrática debía ser radicalmente transformado: después del terremoto político y social de 2001, solamente una política activa y urgente de reparación de daños sociales podía asegurar un piso básico de estabilidad democrática. Desde entonces, gobernabilidad y democracia dejaron de ser pensados desde el gobierno en términos de límite a la audacia transformadora para pasar a ser percibidos en íntima conexión con una estrategia de cambio.
El recorrido guiado por esa hoja de ruta está jalonado por el sistemático conflicto con los círculos políticamente hegemónicos. Hoy se tienden a naturalizar y hasta idealizar los primeros tiempos del gobierno de Néstor Kirchner, en un intento por condenar la actual “radicalidad” de Cristina con el supuesto espíritu conciliador de aquellos tiempos. Pero cada iniciativa de entonces encontró frente a sí al mismo coro que hoy clama por la “república perdida”. Fue dura y tenaz la resistencia contra el modo de negociar la deuda pública en default; “esto nos aisla del mundo”, se decía. Con encono, la derecha –entonces centralmente expresada en el diario La Nación- enfrentó varios nombramientos de jueces de la Corte Suprema, entre ellos muy especialmente el de Raúl Zaffaroni, con argumentos claramente macartistas. Desde la derecha –y desgraciadamente no solamente desde allí- se levantaron voces en contra de la reapertura de los juicios, con el argumento de la “intranquilidad” que esa decisión llevaría a las fuerzas armadas. Se criticaron todas y cada una de las medidas dirigidas a fortalecer el Estado y a activar organizaciones sindicales y sociales. Se enfrentó con dureza el rumbo orientado a fortalecer los procesos de integración regional.
Las transformaciones democráticas de estos años no responden a un programa previo preciso y riguroso. Su dinámica es la del conflicto entre el poder democrático y la de las grandes corporaciones económicas, cada vez más articuladas por los grupos mediáticos dominantes. Todo el repertorio de medidas de gobierno, desde la reforma de instituciones económicas fundamentales, como el Banco Central, hasta la política de desendeudamiento y autonomización nacional en el trazado de rumbos y objetivos económicos, pasando por las políticas de aumento de los ingresos de asalariados y jubilados y por la histórica recuperación para el Estado de los fondos de pensiones, de manos de grandes grupos financieros, tiene la marca visible de la democratización de la vida política. En este caso y en estos años, la idea de democracia amplió sus límites desde los estrechos marcos del enfoque liberal que la reducía al estatuto de un sistema de procedimientos institucionales hasta una práctica que la comprende en los términos clásicos de autogobierno popular, de autonomía decisoria de las autoridades legalmente constituidas y de ampliación de derechos y posibilidades de expresión y movilización de amplios sectores de la sociedad.
Como contraste que ilumina nuestra propia escena, Europa nos muestra hoy el paisaje de una crisis que no afecta solamente sus pilares económicos, sino que pone además en entredicho la vitalidad de sus instituciones democráticas. Formalmente, países como España, Portugal, Italia y Grecia siguen viviendo bajo formas liberal-democráticas que consagran el origen de sus gobiernos a la voluntad popular libremente expresada. Sin embargo, el verdadero timón político en medio de la crisis no está en manos de los gobiernos democráticamente elegidos sino en el trípode formado por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional. Es decir funcionan, en la cumbre misma del sistema de toma de decisiones, instancias supranacionales y eximidas de toda relación directa con el voto popular. Una síntesis elocuente del curso despolitizador y vaciador de la democracia que supone la hegemonía cultural y la práctica del neoliberalismo. Argentina forma parte de lo que hoy es la zona políticamente más dinámica del mundo. Poblada de tensiones y contradicciones, las democracias del sur del continente pugnan por traspasar los condicionamientos, muchas veces directamente extorsivos, de los sectores más concentrados del poder económico local y mundial. La suerte de estos procesos está estratégicamente asociada al fortalecimiento de los procesos de integración, orientados a potenciar sus recursos económicos, así como la potencia de su intervención como bloque regional en la discusión de la agenda global. Nuestras democracias, nacidas en el contexto de un proceso mundial de quiebra de los autoritarismos y en el marco mundial del triunfo del capitalismo financiarizado y privatizador, luchan por abrirse paso en una época de agonía de ese paradigma.
* Edgardo Mocca, licenciado en ciencias políticas, académico, escritor, periodista.