Traducción de Santiago Gómez
La lenta recuperación de la economía global y sus enormes costos sociales, especialmente en los países desarrollados exige un corajoso cambio de actitud. Es preciso identificar con claridad la raíz de la crisis del 2008, que en muchos aspectos se prolonga hasta hoy, para que los líderes políticos y los órganos multilaterales hagan lo que debe ser hecho para superarla.
La verdad es que, el día 15 de septiembre de 2008, cuando el banco Lehman Brothers pidió la quiebra, el mundo no se vio sólo sumergido en la mayor crisis financiera desde la quiebra de la Bolsa de Nueva York en 1929. Se vio también delante de la crisis de un paradigma.
Otros grandes bancos especuladores en los Estados Unidos y Europa sólo no tuvieron el mismo destino porque fueron rescatados con gigantescas inyecciones de dinero público. Quedo en evidencia que la crisis no era localizada, sino sistémica. El fracaso no era solamente de esta o aquella institución financiera, sino del propio modelo económico (y político) predominante en las décadas recientes. Un modelo basado en la idea insensata de que el mercado no precisa estar subordinado a reglas, que cualquier fiscalización lo perjudica y que los gobiernos no tienen ningún papel en la economía, a no ser cuando el mercado entra en crisis.
Siguiendo este paradigma, los gobiernos deberían transferir su autoridad democrática, oriunda del voto –o sea, su responsabilidad moral y política ante los ciudadanos- a técnicos y organismos cuyo principal objetivo era el de facilitar el libre tránsito de los capitales especulativos.
Cinco años de crisis, con un gravísimo impacto económico y con sufrimiento popular, no bastaron para que ese modelo fuese repensado. Infelizmente, muchos países aun no consiguieron romper con los dogmas que llevaron al descolocamiento entre la economía real y el dinero ficticio, y al círculo vicioso de bajo crecimiento combinado con alto desempleo y concentración de la riqueza en la manos de pocos.
El mercado financiero se expandió de un modo vertiginoso sin la simultanea sustentación del crecimiento de las actividades productivas. Entre 1980 y 2006, el PBI mundial creció 314% mientras la riqueza financiera aumentó 1.291%, según datos de McKinseys Global Institute y del FMI. Eso, sin incluir los derivados. Y, de acuerdo con el Banco Mundial, en el mismo período, para un total de U$S200 billones en activos financieros no derivados, existían U$S674 billones en derivados.
Todos sabemos que los períodos de mayor progreso económico, social y político de los países ricos durante el siglo XX no tienen nada que ver con la omisión del Estado ni con la atrofia de la política.
La decisión política de Franklin Roosevelt, de intervenir fuertemente en la economía norteamericana devastada por la crisis de 1929, recupero al país por medio de la regulación financiera, la inversión productiva, la creación de empleos y el consumo interno. El Plan Marshall, financiado por el gobierno norteamericano en Europa, más allá de su motivación geopolítica, fue el reconocimiento de que los Estados Unidos no eran una isla y no podían prosperar de modo consistente en un mundo empobrecido. Por más de treinta años, tanto en Europa como en los Estados Unidos, el Welfare State (Estado de Bienestar) no fue sólo el resultado del desarrollo sino también su motor.
En las últimas décadas, el extremismo neoliberal provocó un fuerte retroceso. Basta decir que, de 2002 a 2007, 65% del aumento de la riqueza de los EE.UU fueron absorbidos por el 1% más rico. En casi todos los países desarrollados hay un creciente número de pobres. Europa ya alcanzo tazas de desempleo de 12,1 y EE.UU, en su peor momento, de más del 10%.
El brutal ajusto impuesto a la mayoría de los países europeos –que ya fue llamado de austericidio- retarda innecesariamente la resolución de la crisis. El continente va a precisar de un crecimiento vigoroso para recuperar las dramáticas pérdidas de los últimos cinco años. Algunos países de la región parecen estar saliendo de la recesión, pero la recuperación será mucho más lenta y dolorosa si se mantienen las actuales políticas contraccioncitas. Además de sacrificar a la población europea, ese camino perjudica inclusive a las economías que supieron resistir creativamente al crack de 2008, como los EE.UU, los BRICS y gran parte de los países en desarrollo.
El mundo no precisa y no debe continuar en ese rumbo, que tiene un gran costo humano y riesgo político. La reducción drástica de derechos laborales y sociales, el apriete salarial y los elevados niveles de desempleo crean un ambiente peligrosamente inestable en sociedades democráticas.
Es la hora de rescata el papel de la política en la conducción de la economía global. Insistir en el paradigma económico fracasado también es una opción política, la de transferir la cuenta de la especulación a los pobres, los trabajadores y la clase media.
La crisis actual puede tener una salida económicamente más rápida y socialmente más justa. Pero eso exige de los líderes políticos la misma audacia y visión de futuro que prevaleció en la década de 1930, en el New Deal, y después de la Segunda Guerra Mundial.
Es importante que los EE.UU de Obama y el Japón de Shinzo Abe estén adoptando medidas heterodoxas de estímulo al crecimiento. También es importante que muchos países en desarrollo hayan invertido, y sigan invirtiendo, en la distribución de la riqueza con estrategia de crecimiento económico, apostando en la inclusión social y en la ampliación del mercado interno. El aumento de los ingresos de las clases populares y la expansión responsable del crédito mantuvieron empleos y naturalizaron parte de la crisis internacional en Brasil y América Latina. Inversiones públicas en la modernización de la infraestructura también fueron fundamentales para mantener las economías calientes.
Pero para promover el crecimiento sustentado de la economía mundial eso no es suficiente. Es preciso ir más allá. Necesitamos hoy de un verdadero pacto global por el desarrollo, y de acciones coordinadas en ese sentido, que envuelvan al conjunto de los países, inclusive los de Europa.
Políticas articuladas en escala mundial que incrementen la inversión pública y privada, el combate a la pobreza y la desigualdad y la generación de empleos pueden acelerar la recuperación del crecimiento, haciendo girar la rueda de la economía global más rápido.
Ellas pueden garantizar no sólo el crecimiento, sino también buenos resultados fiscales, pues la aceleración del crecimiento lleva a la reducción del déficit público en el mediano plazo. Para eso, es imprescindible la coordinación entre las principales economías del mundo, con iniciativas más osadas del G-20. Todos los países serán beneficiados con esa actuación conjunta, aumentando la corriente de comercio internacional y evitando recaídas proteccionistas.
La economía del mundo tiene una gran avenida de crecimiento a ser explorada: de un lado por la inclusión de millones de personas en la economía formal y en el mercado de consumo –en Asia, África y América Latina- y del otro con la recuperación del poder adquisitivo y de las condiciones de vida de los trabajadores y de la clase media en los países desarrollados. Eso puede constituir una fuente de expansión para la producción y la inversión mundial por muchas décadas.
Luiz Inácio Lula da Silva
Artículo publicado por el ex Presidente de Brasil en su sitio web Instituto Lula.