De forma inesperada, el Gobierno alemán canceló el proyecto conjunto con Rusia para la construcción de un Centro de Estudios Militares en Nizhni Nóvgorod, proyecto que ascendía a 100 millones de euros. De esa forma se adelanta Alemania a las sanciones contra Rusia, aprobadas por EEUU y la Unión Europea, con el pretexto del apoyo ruso a los rebeldes ucranios, que —según los miembros de la OTAN— son responsables del derribo del avión de Malaysia Airlines, que dejó 298 muertos.
Las retaliaciones contra Rusia nos devuelven, de pronto, a los momentos álgidos de la Guerra Fría. Aunque apenas empieza la investigación del hecho, tanto el presidente Obama, como otros gobiernos de las OTAN, se apresuraron a culpar a Rusia, lanzando una áspera campaña propagandística, seguida de la adopción de sanciones económicas, políticas y militares. Desde la cruda realidad, el motivo de las sanciones no es el avión malasio, sino la política de Rusia hacia Ucrania. Como ocurría cuando la Guerra Fría, la OTAN aprovecha el derribo del avión para avanzar en su designio de extenderse a la vital —para Rusia— república ex soviética.
El derribo del avión malasio no es el primero que ocurre en Ucrania. En octubre de 2001, una aeronave de Siberia Airlines, que volaba de Tel Aviv a Novosibirsk, con 70 personas a bordo, fue derribada por un misil tierra-aire. El avión se estrelló en el Mar Negro, sin que hubiera sobrevivientes. Aunque inicialmente el Gobierno ucraniano negó cualquier implicación en el hecho, luego fue obligado a reconocer que el avión ruso había sido derribado por un misil S-200, durante unos ejercicios antiaéreos del ejército ucraniano. No pasó nada. Ucrania indemnizó a las víctimas y a Siberia Airlines y cerró el caso.
Mucho más grave fue el derribo, en julio de 1988, del vuelo 655 de Iran Air, por un misil lanzado desde el buque estadounidense USS Vincennes, pereciendo las 290 personas que iban a bordo. El Gobierno de EEUU alegó que habían confundido el avión con un avión de guerra iraní, afirmación que investigaciones posteriores desmintieron. El USS Vincennes estaba dotado de sistemas de radar suficientes para distinguir qué tipo de avión era. El capitán del buque fue condecorado por su “valor”. Hasta febrero de 1996 EEUU aceptó indemnizar a las víctimas, pero no pidió disculpas, ni repuso a Irán la aeronave derribada. No hubo condenas ni sanciones europeas contra EEUU.
El caso del avión malasio recuerda, en el uso propagandístico del hecho, lo ocurrido cuando aeronaves soviéticas derribaron, en agosto de 1983, el vuelo 007 de Korean Air que, por un error de los pilotos, cambió de ruta e ingresó en territorio restringido de la URSS. EEUU aprovechó el incidente para lanzar una furibunda y viral campaña contra la URSS, acusándola de derribo intencionado de una aeronave civil. Hoy se sabe que el derribo fue provocado por los propios EEUU, que el día anterior, habían enviado un avión espía RC-135, a sobrevolar ese territorio soviético. El día del derribo del vuelo 007, EEUU metió otra vez al RC-135, que voló junto al avión coreano para burlar los radares soviéticos. Los pilotos creyeron que el avión coreano era el avión espía y dispararon sin más. Estos hechos tardaron 30 años en conocerse.
El derribo de una aeronave civil, con todo lo terrible que es, no provoca por sí mismo terremotos políticos. Israel derribó, en 1973, un avión libio de pasajeros y todo se disculpó en términos de seguridad militar. Hay una decena de casos de accidentes aéreos sin explicación, incluyendo el vuelo 370 de Malaysia Airlines que, literalmente, desapareció del mundo en marzo de 2014. Estos casos suelen suscitar mucha cooperación internacional, por todo lo que significa la aviación civil.
Caso distinto es cuando el avión es derribado en zonas conflictivas o en medio de un conflicto de envergadura, como ocurrió con el vuelo 007 de Korean Air. En esos casos, los intereses geopolíticos imponen su dinámica y el incidente se aprovecha para golpear cuanto sea posible al adversario. Es lo que ha ocurrido con el avión malasio. Un uso cínico del hecho, para ocultar los objetivos reales perseguidos por la OTAN.
El problema es que Moscú, en Ucrania, juega en serio. Permitir que un país que formó parte de Rusia durante siglos se pase con armas y equipo al adversario es algo que Rusia no puede aceptar sin arriesgar su seguridad y ver reducida a mínimos su condición de potencia europea. Cuando Moscú decidió responder, de forma contundente, al golpe de Estado que derrocó a Yanukóvich, resolviendo el tema de Crimea con la anexión, quiso —además de recuperar su histórica península— dejar claro las líneas que no deben traspasarse. Si alguien, en la OTAN, soñaba con hacer de Crimea la punta de lanza atlántica en el Mar Negro, Rusia cortó de cuajo el sueño. No obstante, la OTAN sigue empeñada en su juego y rehúsa aceptar que la paz, la confianza y el equilibrio europeo requieren que Ucrania no sea un “escenario competitivo”, sino un “escenario neutral”, un limes que separe los territorios de la OTAN de los territorios de Rusia.
Occidente olvida adrede que más de la mitad del territorio actual de Ucrania fue parte de Rusia hasta 1922, cuando la naciente Unión Soviética redistribuyó territorios en la creencia de que sería eterna. No lo fue y ha sido oneroso y ofensivo el precio que ha tenido Rusia que pagar. La OTAN se ha extendido por todo el antiguo Pacto de Varsovia y hasta por repúblicas ex soviéticas. Desde los parámetros de la Guerra Fría, tiene años poniendo en prácticas políticas dirigidas a extenderse a Ucrania, es decir, a las entrañas mismas de Rusia. Luego seguirían Georgia y Azerbaiyán. EEUU, hoy, está gestionando una base militar en Uzbekistán. ¿Rusia amenaza o es Rusia la amenazada?
En muchos sentidos, la situación en Ucrania recuerda —mutatis mutandis— la política seguida por la OTAN contra la reducida Yugoslavia de Serbia y Montenegro, en sentido inverso. En 1966 apoyaron con bombardeos implacables la segregación de Kosovo. En Ucrania quieren impedir, con sanciones y amenazas, la segregación del este ucranio habitado mayoritariamente por rusos. Pero Rusia no es —de lejos— Yugoslavia. Resistirá las sanciones y, si la OTAN aprieta más, estará servido un conflicto de envergadura.
Los hechos acontecidos en el mundo desde la desaparición de la Unión Soviética señalan a la OTAN como la mayor fuente de desestabilización del planeta. Promovió, desde 1991, la matanza en Yugoslavia, que terminó bañada en sangre. La invasión de Afganistán, en 2001, fue un fracaso militar en toda regla. Iraq existía como país y estaba en orden; la invasión de 2005 lo destruyó y hoy tenemos un Califato islámico y un país sumido en más violencia y caos. Libia, se opinará lo que fuera de Gadafi, era un país ordenado y hoy sólo existe en los mapas y es el corazón del yihadismo en el Sáhara y alrededores. De Afganistán a Nigeria, los atlantistas nos han regalado una inestabilidad creciente, que ha condenado al infierno a los pueblos invadidos y amenaza con crear un arco de grupos extremistas que ya están afectando a la propia Europa.
La rapidez con que EEUU y la UE han actuado contra Rusia choca frontalmente con la colaboración y la pasividad cómplice hacia Israel en la carnicería que sucede en Gaza. En la martirizada franja, Israel tiene casi un mes perpetrando crímenes continuados de guerra y lesa humanidad. Desde que iniciara la matanza de inocentes, Israel ha asesinado a casi 2.000 civiles palestinos —de ellos unos 500 niños—, bombardeado centros de refugiados protegidos por NNUU y aplicado una política de tierra arrasada. Zonas enteras de Gaza han sido borradas del mapa. EEUU no sólo entiende las razones de Israel, sino que le abastece de todo el material militar que pide el Gobierno israelita. Israel es muy susceptible a las sanciones de Occidente, por su extrema dependencia de Europa y de EEUU; pero para Israel nunca hay sanciones, haga lo que haga. La OTAN, eso sí, parece empeñada en provocar un nuevo conflicto mundial.
Publicado en el diario PÚBLICO el 5 de agosto de 2014
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