Claudio Ponce*
Claudio Ponce hace una exelente y rigurosa síntesis de los docientos años desde el período independentista latinoamericano, mostrando la evolución de la lucha de clases anticolonialista y antiimperialista desde el interés de los sectores populares, particularizando sobre la situación de los pueblos originarios y expone sobre las esperanzas abiertas por la existencia actual de gobiernos populares, progresistas e incluso socialistas en la América Latina actual, en la búsqueda de una identidad latinoamericana en pos de una sociedad igualitaria, mediante el desarrollo de una democracia integral.
La primera década del S XXI rememora los doscientos años del comienzo de la lucha independentista americana. Fecha digna de ser celebrada en todos los Estados del continente y recordada en todas las instituciones académicas. Una fecha que llama a la reflexión sobre nuestro pasado, sus problemáticas y las situaciones previas a los procesos de cada uno de los nuevos países surgidos a partir de la ruptura con el imperialismo hispánico.
En este artículo nos proponemos un breve repaso histórico para intentar visualizar con mayor ilusión nuestro porvenir.
El choque cultural entre Europa y América marcó el inicio de la mundialización capitalista.1 La invasión de las huestes del “viejo mundo”, movidos por los deseos de conquista y afán de lucro, destruyó el sistema de Reciprocidad y Redistribución americano quebrando la vida espiritual y material de las civilizaciones precolombinas. Fue el triunfo de la “apropiación indebida individual” sobre el “goce colectivo” de los frutos de la naturaleza. Fue la victoria del “derecho de las bestias” sobre la natural “confianza de los sabios”.2
Los pueblos originarios perduraron más allá del apocalipsis de su cultura. La “ratio” capitalista demandó su mano de obra esclava para la expoliación del continente conquistado. Aún así, los americanos sobrevivientes mantuvieron su presencia, muchas veces ocultada, durante los doscientos años posteriores a la independencia del poder español.
Este fue el origen, el comienzo de una historia que relata la búsqueda de una identidad destruida por la violencia del racionalismo burgués, y aún no reconstituida desde la formación de una nueva sociedad. La fusión étnica entre europeos y americanos fue un rasgo ajeno a la conquista anglosajona pero casi una característica de la colonización española. Los siglos de dominación colonial mostraron cierta continuidad de los pueblos autóctonos, pero la expansión del mestizaje agigantó el número de personas que formaron los sectores subalternos de una sociedad estratificada que impedía la movilidad y el ascenso para todo aquel que hubo de nacer en este territorio. Ni los hijos de europeos podían acceder a espacios de poder en la organización política colonial que presidían sus progenitores.
En aquel desprecio se fundó también la ruptura posterior, esa “historia inmóvil”3 de la que hablan algunos autores cuando tratan la etapa colonial americana, se quebró a partir de la unión de criollos ilustrados que sumaron voluntades en los sectores marginales de la escala social para poder destruir el imperio español. La guerra por la independencia hizo de la emancipación un proyecto colectivo y difundió ideales de unidad hispanoamericana. El final de esta lucha enfrentó la pérdida de centralidad política y el nuevo desafío de formar los Estados libres, desafío que generó conflictos internos entre diversos sectores sociales que pugnaron por intereses particulares.4
La élite criolla se disputaba el poder entre su versión conservadora o liberal mientras intentaba olvidar a todos aquellos que, sin formar parte de estos grupos privilegiados, habían participado y jugado su vida por la causa independentista con la “utopía” de constituir una sociedad igualitaria. Este olvido reflejaba la intención de hacer que estos grupos volvieran a su antiguo lugar en la sociedad, sepan esperar y mantener el “orden” para “beneficio” de todos. Las guerras civiles marcaron como un estigma a las sociedades latinoamericanas, los sectores populares, organizados desde la militarización de la sociedad por la lucha contra España,5 no se resignaban a perder la posibilidad de concretar los objetivos por los que habían peleado. El caudillo, generalmente el delegado de estos colectivos, disputaba y representaba frente a la élite gobernante, la postura de los desposeídos. Este fenómeno social junto al estigma de las luchas internas, también caracterizó a la historia de América Latina aún en el siglo XX, ya que los movimientos populares siempre encumbraron como líder a quien mejor consideraban que representaba sus aspiraciones.
Los nuevos Estados de Latinoamérica, consolidados políticamente a partir de fundamentos ideológicos importados del occidente europeo, sometieron su soberanía política y económica a las condiciones del mercado mundial capitalista pautadas en la “División Internacional del Trabajo”. El imperialismo informal6 de los países centrales convertía al territorio iberoamericano en campo de explotación del capitalismo europeo.7
En este contexto, Argentina y México, contrariamente a la experiencia paraguaya, dieron lecciones de genuflexión y pertenencia al “mundo civilizado”. El régimen oligárquico iniciado con la presidencia de Roca y el “porfiriato” mexicano compartieron los criterios de un positivismo de versión spenceriana8 que marginaba y eliminaba a los pueblos originarios, reprimía a los trabajadores y abría las puertas al “progreso” representado por las inversiones y los intereses extranjeros.
La era aluvial, como denominó José Luis Romero a esta etapa,9 incrementó el número de la población argentina con una oleada de europeos expulsados por la gran transformación que la segunda fase de la Revolución Industrial implicaba. Junto a ello, arribaron también las ideas contrarias al capitalismo burgués y las diversas propuestas del socialismo que en Europa resistía los efectos de la expansión económica. América Latina, el gran reservorio de las materias primas que demandaba la industrialización del viejo continente, sólo “garantizaría” el “progreso” en tanto hiciera factible esta alianza con las potencias de Europa Occidental primero y con los EE.UU después. A espaldas de sus pueblos y con “democracias restringidas” que sustentaban su poder, las oligarquías latinoamericanas aseguraron este nuevo pacto colonial que benefició sus intereses y le aseguró el control como clase dominante. Un Estado “fuerte y rico”, pero a costa de mayorías pobres, desequilibrio regional y desarrollo económico limitado a los requerimientos de las potencias centrales.
Los albores del nuevo siglo, con la reciente independencia de Cuba, mostraron una nueva amenaza para los incipientes Estados latinoamericanos. Después de haber conquistado la mitad del territorio mexicano en el S XIX, y de haber “ayudado” a la independencia de la principal isla caribeña, la “enmienda Platt” demostraba que los EE.UU hacían su presentación como nueva potencia imperialista con pretensiones de ejercer su hegemonía en todo el continente americano. Su influencia a través de intervenciones armadas en América Central, o de presiones políticas y económicas en los países sudamericanos, se hizo presente durante todo el siglo XX.
En Argentina, los comienzos del siglo XX mostraban la continuidad de la oligarquía en el poder. Pero a diferencia de otros países de la región donde el peso cultural de la tradición colonial se hizo presente con una mayor sumisión social, en el Estado del Plata se profundizó el conflicto social y político ayudado quizás por la compleja formación de la sociedad a consecuencia de la inmigración. El primer centenario tomó al país en plena tensión. La Unión Cívica Radical, el Socialismo, el Comunismo y los sectores Anarco-sindicalistas se encargaron de resistir y responder a la represión del régimen conservador. La primera guerra mundial obligó a modificar el modelo y la reforma de la ley electoral hizo posible un paso adelante en la participación ciudadana. La oligarquía conservadora se replegó pero no del todo, encargándose de entorpecer el gobierno radical esperando la oportunidad de volver. Los radicales si bien no llegan a legitimarse frente a la clase trabajadora resisten durante quince años.
Los gobiernos de Yrigoyen y Alvear modifican algunas de las políticas del régimen anterior. El primero, enfrentado en sus dos gobiernos a contextos internacionales desfavorables, y condicionado a su vez por la oposición conservadora, se vio impedido de hacer factible muchas de sus propuestas. El segundo, que si bien integraba el partido radical estaba muy ligado al sector tradicional del cual formaba parte, tuvo una presidencia más exitosa pero paradójicamente favoreció la ruptura de la U.C.R. La crisis del ´29 en el plano internacional junto a los intereses económicos de un reducido sector local que no dudó en apelar al quiebre del orden institucional, terminaron con la gestión radical sin la participación de la decisión popular.
El regreso de la vieja oligarquía estuvo representada por la dupla presidencial de Agustín P. Justo y Julio A. Roca (h), el militar y el abogado ambos ligados a intereses externos y representantes de la vieja plutocracia argentina, parecían renovar las ambiciones del viejo modelo agro-exportador y reverdecer las esperanzas del sector tradicional que se creía fundador de la nación. Parecía que todo regresaba a su antiguo lugar, al orden establecido por los “inventores del Estado”. La nueva crisis interimperialista derrumbó los proyectos reaccionarios y cambió los destinos de la Argentina y de toda América Latina. La crisis del ´29 y la segunda guerra mundial ayudaron a la consolidación de movimientos nacionales y populares en todo el continente. La búsqueda de una identidad nacional con Lázaro Cárdenas en México, con el Aprismo en Perú y con la irrupción en el espacio público de las masas populares el 17 de octubre de 1945 en Argentina dando origen al peronismo,10 la protesta social se encauzaba en la revalorización de un nacionalismo popular que en la segunda mitad del siglo tomaría características revolucionarias. Estos movimientos populares, con sus reivindicaciones sociales y el desarrollo de una democracia más directa se acercaron paulatinamente al socialismo. La intervención de los EE.UU en el contexto de la guerra fría, la Doctrina de la Seguridad Nacional, y las dictaduras avaladas por los sectores conservadores de los países latinoamericanos, contribuyeron a la radicalización de la lucha política plasmada en la Revolución Cubana y en el surgimiento de las organizaciones guerrilleras en todo el continente. La Nueva Izquierda Latinoamericana con sus interpretaciones críticas del marxismo tradicional11 y la unificación de los postulados del marxismo y el cristianismo, fueron el sustento filosófico de una lucha que hizo creer que la revolución no sólo era factible sino que estaba al alcance de la mano.
Nuevamente, lo autóctono, la fusión de lo indígena con otras etnias que habían formado lo latinoamericano, se oponía al nuevo imperialismo con diferentes características que al de los españoles de la etapa colonial. El socialismo en América, ¿se convertiría en un proyecto colectivo emancipador?
El sueño fue abruptamente interrumpido por la peor de las represiones de toda la historia del continente. Las masacres en Centroamérica, las represiones sistemáticas de los Terrorismos de Estado, secuestros, torturas, desapariciones, asesinatos. El genocidio americano acalló nuevamente la construcción de un proceso identitario. Paralelamente al exterminio, se impusieron las recetas neoliberales que prevalecieron como una continuidad de la violencia sistemática en el plano económico y social. Las presiones externas, aliadas de sectores privilegiados cultivadores de la traición, ahogaron a las economías de la región y pretendieron disciplinar la conducta de las masas irrespetuosas de las décadas anteriores. Pero nuevamente la crisis del modelo generó imperceptibles esperanzas, si bien el 2001 en Argentina fue un golpe duro a consecuencia del neoliberalismo, un fracaso más en el Tercer Mundo que no inquietó demasiado a los países centrales, fue el comienzo de replanteos y reposiciones de los Estados de América Latina frente a los poderes internacionales.
El siglo XXI promovió un renacer de proyectos políticos emancipadores. Por supuesto todos ellos criticados y denostados por quienes creen que la verdad solo pertenece a los “más aptos naturalmente” para gobernar, y por quienes piensan que una “democracia inorgánica”12 con participación masiva sólo contribuye al embrutecimiento de la sociedad. Viejas falacias sobre las que se construyó el discurso conservador y se constituye la actual palabra del neoconservadurismo. El proyecto socialista encabezado por Chávez en Venezuela, el Partido de los Trabajadores en Brasil, o el gobierno de los Kirchner en Argentina, representan una nueva esperanza en América. Pero el gran logro del S XXI es el proyecto político boliviano liderado por Evo Morales, el representante más puro del indigenismo americano, la resurrección de las civilizaciones precolombinas que esperaron doscientos años para ejercer su derecho. Las nuevas democracias socialistas latinoamericanas merecen un voto de confianza, este nuevo tiempo de esperanza, como afirmó el actual presidente de Ecuador, es el momento de una profunda reflexión que dé origen quizás a una filosofía latinoamericana, a un pensar que sea el fundamento teórico para la construcción definitiva de la identidad buscada. Una identidad que no comulgue sólo con un Estado sino más profundamente con la elaboración doctrinaria que transforme la manera de vivir. Una identidad con las utopías de la perfección, con la consideración del “otro” como un semejante y no como alguien distinto pasible de ser sojuzgado, una identidad que legitime otra concepción del “poder”, como construcción y no como dominación. Una identidad en pos de una sociedad igualitaria que supere las experiencias históricas del socialismo real.13
Esta acotada revisión deja un interrogante, ¿podrá América Latina liberarse definitivamente en el siglo XXI? Depende de un compromiso colectivo que lleve a la praxis una democracia integral. Los enemigos siguen siendo fuertes, pero ya no los consideramos dioses.
*Claudio Ponce, profesor de historia.