Por Manuela Expósito – Lic. Ciencia Política (U.B.A.)
Si parados en alguna esquina, tomáramos una fotografía de las calles de Minneapolis hace dos semanas atrás, y volviéramos a repetir la misma acción hoy, obtendríamos dos imágenes diametralmente, radicalmente opuestas. La calma impuesta a rajatabla por el esparcimiento del Coronavirus –que ha arrebatado ya un centenar de miles de vidas por todo Estados Unidos hasta el momento- implicó una merma importante de circulación de peatones por toda la nación, quebrada de un momento a otro por la viralización de un acto brutal cometido contra George Floyd, un ciudadano afrodescendiente que fue registrado por última vez tumbado en el suelo, bajo la rodilla del oficial de policía Derek Chauvin. Esposado y desarmado, Floyd se convirtió en presa fácil de una práctica común de la institución del país del norte, en que no hay “manzanas podridas”. La podredumbre anida incluso debajo de las más relucientes insignias.
Con 46 y 44 años respectivamente, Floyd y Chauvin pertenecen a la misma generación, y nacieron incluso en el mismo Estado. Ambos pudieron haber compartido vivencias en sus años como estudiantes, intereses como los deportes que a tantos estadounidenses reúnen frente a un aro de básquet o en el campo de juego. Incluso un oficio: los dos estaban relacionados con la seguridad, uno siendo un guardia que desempeñó funciones en refugios para carenciados, mientras el otro ensanchaba las filas de la policía local. Tanto víctima como victimario crecieron frente al televisor, viendo a Ronald Reagan hablar sobre la guerra de las galaxias, y presenciando como el sueño americano quedaba despedazado ante el avance de los Think Tanks del neoliberalismo. Las historias de miles de Floyds y otros tantos Chauvins empezaban a bifurcarse: el desempleo, el escaso acceso a derechos como la salud y la educación, las dificultades para alcanzar la vivienda propia, empezaba a golpear distinto según el color de piel. Lo que los vuelve a cruzar en el horrible presente es la muerte y el poder; el poder de los oficiales de la policía de saber que su brutal accionar –que se ha cobrado demasiadas víctimas en los últimos años- cuenta con el visto bueno de todo un armazón institucional. Pero la población estalló. Y de manera impensada. Las calles fueron tomadas por asalto, porque el silencio ya no es una opción.
Ante ello, y empleando su habitual verborragia políticamente incorrecta, el presidente Donald Trump ha tildado a los gobernadores de “débiles” que deberían “dominar” a los manifestantes. Pero no sólo eso. También se encargó de citar a un jefe de la policía segregacionista de los años 60 en un Twit en que señaló “cuando los saqueos comienzan, el tiroteo empieza”, erigiéndose como un defensor de la ley y el orden a pesar de que sea impuesta a sangre y fuego. El haber sido trasladado a un búnker el domingo pasado parece haber intensificado la agresividad de sus dichos públicos, censurados incluso por algunas redes sociales. Para ese entonces, las protestas avanzaban por sobre 75 ciudades de una costa a la otra del país, recibiendo réplicas desde lugares tan remotos como Alemania y Turquía. El toque de queda era decretado en 40 de ellas. La Guardia Nacional ganaba las calles de Minnesota, pero también en Ohio, Colorado, Wisconsin, Utah, Georgia. Los patrulleros atropellaban a los manifestantes, muchos de ellos con carteles que rezan “Black lives matter” (las vidas negras importan) y “I can´t breathe” (no puedo respirar), las últimas palabras de Floyd.
Para Trump la verdadera pandemia son las protestas: la amenaza que ahora sí es visible, los rostros tapados para protegerse de los gases lacrimógenos, son lo que el presidente busca erradicar apelando a la más potente medicina de la que puede echar mano. Y esas son las mismas fuerzas de “seguridad” que han tenido durante décadas entre sus manos la sangre de otros compatriotas, quienes no han tenido la suerte de nacer con privilegios de clase. El virus del racismo ha mutado lo suficiente como para llegar a ser parte del organismo de un numeroso sector de la ciudadanía estadounidense, a pesar de haber tenido dos gestiones presidenciales con un primer mandatario de color –Barack Obama- decidiendo el futuro de la nación. Y difícilmente vaya a cambiar.
Habrá quienes avizoran que es ésta una buena oportunidad, contienda electoral mediante, para que los demócratas puedan capitalizar el descontento convertido en acción, interpelando a aquellos sectores cuyos derechos civiles históricamente han encontrado eco en su retórica progresista. Pero no hay correlaciones directas que puedan llevarnos a pensar que inevitablemente los votos de los manifestantes irán directo a las urnas del Partido Democrata: de hecho, la ex candidata a la presidencia y actual senadora por Minnesota Amy Klobuchar tiene un poco amigable prontuario vinculado a la liberación de miembros de las fuerzas involucrados en actos de brutalidad contra civiles… Incluido el propio Chauvin. Desde hace 50 años, las políticas segregacionistas dejaron de tener un marco legal. ¿Llegará también el momento en que la discriminación racial deje de ser la lente a través de la cual mira el norteamericano promedio?