Gerardo Codina*
La muerte de Walter Bulacio hace catorce años, desató un inédito proceso de incidencia de los adolescentes en la definición de políticas públicas.
La muerte de Walter Bulacio hace catorce años, desató un inédito proceso de incidencia de los adolescentes en la definición de políticas públicas. Bulacio tenía 17 años el 19 de abril de 1991, cuando fue detenido junto a varias decenas de jóvenes, en la puerta del estadio Obras Sanitarias, donde se iba a llevar a cabo un recital de Los Redonditos de Ricota. Al día siguiente de su arresto, víctima de golpes, el muchacho sufrió un derrame cerebral y fue trasladado a un hospital, donde murió cinco días después, sin que sus padres ni un juez de menores hubieran sido notificados de su detención. El reclamo de justicia movilizó a los estudiantes secundarios y generó fuertes adhesiones en el movimiento de derechos humanos y en la población en general.
Esa movilización no resultó en la sanción esperada a los responsables de la muerte de Bulacio. Catorce años después el crimen todavía permanece impune. Pero puso en debate público la actuación policial y condujo a la pérdida de las facultades pretorianas de la Federal. A iniciativa del diputado Lázara, se restringió el tiempo que podía permanecer incomunicado un detenido. Más tarde, en el 96, cuando la Ciudad recuperó su autonomía, se derogó el antiguo régimen contravencional y se lo reemplazó por el Código de Convivencia. Así la policía perdió la facultad de decidir qué conductas constituían transgresiones y de imponer sanciones por sí misma. Además, se crearon instituciones como las Defensorías de Derechos del Niño y el Adolescente, específicamente abocadas a preservar las garantías que resguardan a los más chicos en nuestro ordenamiento jurídico.
La impunidad en el caso Bulacio, como en otros, demuestra sin embargo, todo el camino por recorrer aún. Pocos meses antes de que él falleciera, a fines de 1990, nuestro país había adherido a la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño. El sistema de garantías establecido por ese tratado internacional, luego incorporado a nuestra Constitución, no fue producto de una demanda de los chicos, sino del accionar de los adultos preocupados por asegurar mejores condiciones de existencia a los más jóvenes. En nuestro país, el protagonismo en la tarea de impulsar la vigencia de los derechos del niño y el adolescente, lo tuvieron los movimientos de los derechos humanos, que no sólo reclamaron por sanciones frente a las violaciones padecidas durante los gobiernos dictatoriales, sino que procuraron la vigencia de un conjunto de nuevas institutos protectorios. Se destacó en este caso Abuelas, por su aporte fundado en su propia lucha, a la redefinición internacional del derecho a la identidad. La continuidad de la causa Bulacio es otro ejemplo: aquí el mérito es del esfuerzo de la Correpi.
La movilización estudiantil por el caso Bulacio no fue un hecho aislado, pero si infrecuente. Los adolescentes tienen pocas oportunidades de hacer valer en la sociedad sus opiniones sobre las políticas públicas que los afectan, como el accionar policial o el funcionamiento del sistema educativo. Ciudadanos en formación, no se los educa para participar activamente en el diseño y funcionamiento de las instituciones con las que se interrelacionan cotidianamente. Esa pedagogía de la participación debiera tener por ámbito privilegiado a la escuela, pero la distancia que separa aún las buenas intenciones de las prácticas normativas y disciplinadoras, hace que la palabra de los adolescentes se soporte las más de las veces, en vez de ser estimulada.
La Ciudad tiene un conjunto de instancias para sumar como ciudadanos activos, no como consumidores o usuarios, a los adolescentes, si se diseñaran los mecanismos adecuados para estimular y sostener el proceso de aprendizaje requerido. Comunas, presupuesto participativo, planeamiento estratégico, consultas públicas, entre otras, podrían resignificarse desde la escuela en su potencialidad de producir ciudadanía, acercando a los chicos a la cosa pública.
*Gerardo Codina, psicólogo, miembro del Consejo Editorial de Tesis 11.