«…lo que se discute es el poder como relación, el prisma que se elige desde nuestra perspectiva es el de democratización del poder, e impugnación de las relaciones preestablecidas»
Caracterizar una etapa es, inevitablemente, tomar
puede situarse la explicación de la etapa como la
conjunción de dos procesos simultáneos.
El agotamiento de un proceso económico
(alto endeudamiento, concentración de ganancias
extraordinarias en el sector servicios, extranjerización
del aparato productivo, fuga de capitales, etc.) asociado
a exponenciales procesos de corrupción, incapacidad
del sistema político de procesar sus tensiones,
presiones de grupos concentrados por alterar la
lógica predominante, cambiando los ganadores del
sistema.
Los dominantes no podían seguir dominando
como hasta entonces y sus refriegas (tanto económicas,
como políticas y culturales) requerían de la apelación
a los subordinados.
Los subordinados (ciudadanos defraudados,
trabajadores descontentos, desocupados, piqueteros,
empresarios castigados, ahorristas confiscados, etc.)
no encontraban ya en las prácticas cotidianas, en las
rutinas institucionales y en las apelaciones culturales
formas de integración activa, pasiva o disruptiva.
Esa cuestión que incluye, pero supera, la crisis
del 2001 y 2002 es el piso de marcha a partir del cual
entender la administración Kirchner.
En primer lugar, y claramente a favor del juicio
histórico que lo rodeará, Kirchner quiso resultar heredero
de ese proceso. Peleó por esa herencia antes de
ser candidato, siendo candidato y como presidente.
En segundo lugar, del mismo modo que
Kirchner no fue condenado a ser candidato, su espacio
político eligió luchar por esa herencia desde la
herramienta del sistema institucional que más tuvo
que ver con la formación de la realidad argentina en
la última década.
Esto es, Kirchner sabía que el justicialismo que
lo acompañaba en la primera vuelta, en la hipótesis
de la segunda y hoy en las cámaras legislativas, en
las gobernaciones y en la dominación celular de las
intendencias es el mismo sector político que en los
albores de los 90 destruyó y privatizó el Estado,
desreguló el mercado de trabajo, auspició la corrupción,
concentró ingresos y transnacionalizó la economía.
No desconocía tampoco que ese mismo actor
llevó adelante desde la presidencia de Duhalde un
shock capitalista brutal que impulsó una
profundización de la regresión social iniciada en
1976 dentro de una misma concepción de organización
económica que supone que este país sólo puede
desarrollarse hacia fuera y hacia arriba.
Tampoco le era ajeno el hecho que la mayoría
de los cuadros propios de su espacio, ni hablar del
resto del justicialismo, eran por un lado migrantes
por derecha del propio menemismo o esperanzados
setentistas a la espera de una reivindicación negada.
Aún haciendo tabla rasa de esa cuestión de la
«marca de origen» -y el presidente ha sido un profuso
emisor de distintas marcas (Patagonia periférica,
la generación de los setenta , que lo muestran como
«recién arribado» al sistema político sea porque viene
de lejos en el espacio o en el tiempo) conviene puntualizar
las cuestiones de la etapa en relación con los
cuatro procesos centrales que permiten la producción
de sociedad.
Ellos son básicamente las formas en que se
produce y se distribuye la riqueza, la extensión, profundidad
y ejercicio de los derechos, las maneras en
que se reconstruye y se revisita el pasado y los criterios
para delinear el futuro.
Puesto que en todos ellos lo qué se discute es
el poder como relación, el prisma que se elige desde
nuestra perspectiva es el de democratización del poder
e impugnación de las relaciones preestablecidas.
Analizar cómo se produce y distribuye la riqueza
es en buena medida entender cómo se producen
los individuos y relaciones que componen una
sociedad. Por eso resulta necesario realizar algunas
precisiones sumarias.
La política socioeconómica de la actual gestión
no se plantea remover la matriz desigualitaria
que conforma el presente orden social. Es cierto que
no es igual a la desarrollada en los 90, ni que sirve
estrictamente a los mismos intereses (privatizadas,
acreedores externos, grandes bancos, importadores,
especuladores financieros) pero no es menos cierto
que agotado el mecanismo de vivir de prestado y fugar
capitales optó por descargar el peso de la
reconfiguración productiva y distributiva sobre el trabajo
y los niveles de vida presente de los argentinos.
Tanto la política cambiaria (con tipo de cambio
alto), la fiscal ( superávit record con alto desempleo
y subsidios al capital), la salarial (destinada a fijar
pisos bajo tanto en el sector formal –privado y
público- como en el informal – plan de jefes y jefas-)
la regulatoria (que descarga sobre usuarios y consumidores
el financiamiento del cambio de precios relativos
verificado con la devaluación sin replantear la
lógica de las privatizaciones y desandando los propios
enunciados del gobierno) y la financiera (establecimiento
de trato privilegiado con los organismos
multilaterales y emisión cuantiosa de deuda pública
para compensar a los bancos) presenta cambios notables
de trato hacia los ganadores del conflicto dentro
del bloque dominante como una sugestiva continuidad
de maltrato hacia los distintos perdedores del
orden social.
Una economía que crece sobre la base de jornadas
laborales promedio de más de nueve horas y
media, con tasas de siniestralidad laboral que duplican
la tasa de crecimiento del producto, con salarios
mayoritariamente ubicados debajo de la línea de pobreza
y que crea empleo no registrado, intermitente
o de baja productividad mientras mantiene a casi la
mitad de la población en la pobreza no es un sistema
social que tiene problemas de distribución, es un sistema
injusto donde el poder y las políticas públicas
convalidan y reproduce la injusticia, cualquiera sea la
razón que se invoque o los íconos que se meneen.
Desde la perspectiva de la extensión, profundidad
y ejercicio de los derechos esta etapa aparece
en un claroscuro de época con algunas modificaciones
promisorias en materia depurativa (tanto en lo
referido a la organización judicial, al trato con las
fuerzas armadas y a intentos de mejora de la calidad
institucional) acompañadas por rictus equívocos o
autoritarios en materia de respeto constitucional
(avances sobre la autonomía de la Ciudad de Buenos
Aires o despliegue de un plan de seguridad surgido
de reflejos degradantes en materia de punibilidad de
menores, ausencia de una política integral de protección
de las personas, sean inocentes o culpables) e
insistencia en que se puede proveer de seguridad
mediante los juzgados y la policía mientras se produce
inseguridad y crimen en la distribución de oportunidades
y capacidades.
Más complejo y a la vez más demostrativo es
el modo en que el gobierno de Kirchner reconstruye
y revisita el pasado. Nos ceñiremos aquí a los aspectos
que tienen que ver con acontecimientos generales
de la sociedad (básicamente la cuestión de los derechos
humanos hacia atrás y con la evolución de la
sociedad argentina en clave de analizar las desigualdades
del presente) y no al pasado del propio gobierno,
de su partido o de sus funcionarios que ya fue
mencionado más arriba.
Un primer punto tiene que ver con la pretensión
fundacional del gobierno ya que la administración
Kirchner no se reconoce como parte de coaliciones,
programas o impulsos colectivos que deben
reconocerse y valorarse a lo largo de la historia no
sólo para mejorar su interpretación sino para construir
coaliciones de poder que permitan enfrentar a
los privilegios.
La lucha por la justicia, contra la impunidad,
de rescate productivo y no nostálgico de la memoria
para abrir debates del presente son para la administración
un patrimonio propio frente a un pasado de
oprobio y complacencia con el autoritarismo.
Es cierto que la sociedad no cerró, ni cerrará
tal vez, el debate sobre la violencia en los años 70 y
ello obliga a reconocer varias interpretaciones posibles
que no pasan por confrontar la reivindicación de
las organizaciones armadas, con el terrorismo de Estado
y la teoría de los dos demonios como si nada
por fuera de ello pudiera ser pensado o dicho.
Pero lo que sí aparece como indudable es que
hay un veredicto social, político y judicial sobre el terrorismo
de Estado que Kirchner como presidente no
puede desconocer aunque su participación en la elaboración
de dicho juicio haya sido de por sí módica y
su reivindicación del mismo haya resultado penosamente
nula.
En ese contexto actos importantes como los
desagravios hacia la sociedad (tanto en la ESMA
como en el Colegio Militar) son resituados, por el
afán de fundar épocas, en la trama discursiva del
populismo -en el más puro sentido teórico- al construir
un acontecimiento histórico irrepetible de un
episodio más mesurado y al dotar de la calificación
de epopeya decisiones menos profundas y sin duda
menos riesgosas que ésas.
Desde otra perspectiva el análisis histórico de
las causas del sufrimiento presente de la sociedad
también se asienta en un episodio fundacional llamado
alternativamente «país serio», fin de la «valorización
financiera y retorno a la producción» o «creación
de una burguesía nacional».
La operación discursiva se sostiene aquí sobre
una doble negación: la primera que el problema de
la Argentina, en el pasado y el presente, no es la ausencia
de recursos sino su mala distribución y que esa
cuestión no sólo se mantiene sino que agrava en el
presente, y el presente es también mayo del 2004
porque los sistemas sociales no operan en el vacío, ni
la riqueza aparece; y la segunda que el sistema de representación
y dominación tiene relaciones estructurales
(más allá de coimas y financiamiento de campañas)
con esta forma de organizar la sociedad que entre
otras cosas les garantiza a estos actores el ejercicio
oligopólico de la representación política para
amurallar un determinado sentido común. Un perseguidor
implacable llamado «te fábula narratur».
Las estrategias de aproximación al pasado, obviamente,
explican más de la mitad de las formas de
delinear el futuro.
¿Desde dónde situarse para delinear el futuro?
¿Qué concepto de bien y de verdad poner en el debate
para postular en la construcción de una ética colectiva?
¿Con qué ejes impugnar las relaciones de poder
que marcan, mutilan y construyen personas, clases,
géneros y generaciones?
Un primer punto del contrapunto es evitar -y
por ende impugnar en la enunciación y la práctica- la
naturalización de las desigualdades no elegidas y la
adopción de la historia como fatalidad o nostalgia
irredenta.
Un segundo punto es la construcción, en las
palabras y las cosas, de la universalidad que repudia
la fragmentación porque convierte a hombres y mujeres
en clientes de empresas o de oligarquías políticas
y sociales.
Un tercer punto es el reconocimiento no sólo
de la existencia de los otros sino de la necesidad de
los otros, ya que ello amplía y profundiza la experimentación
del poder democrático.
Un cuarto punto es asumir la precariedad del
poder político para la transformación y la necesidad
de apelar a la participación constante y creciente de
la sociedad para no retroceder ante el dinero o los
poderes constituídos. El elogio de los liderazgos y del
decisionismo no amplía la capacidad democrática
sino que recluye a la sociedad en el callejón de los
poderosos.
Un quinto punto es negarse a recurrir a la teoría
del voluntarismo para reclamar consensos y a la
del balance de fuerzas para describir inmovilidades e
incapacidades. Las capacidades y fuerzas no se encuentran
como herramientas a disposición de ésta u
otra administración sin interpelar a las subjetividades,
sin construir coaliciones culturales, sin abocarse
a la tarea de producir poder material y simbólico,
mientras se gobierna, convierte a los políticos en cartógrafos
del poder.
Cartógrafos que a diferencia de sus antecesores
no son intrépidos buscadores de lo deseado y
desconocido, de mayor autonomía individual y colectiva,
sino domesticados dibujantes al servicio de un
estado de cosas.
partido acerca de la misma ya que el propio establecimiento
de sus límites presupone una carga de valores
en el análisis que, en buena medida, determina el
lugar desde el cual se considerarán los acontecimientos
y las políticas.
Esta afirmación no remite exclusivamente a la
díada oficialismo-oposición entendida por un lado
como el resultado de elecciones que distribuyen tareas
en el sistema institucional y cuya necesidad y enriquecimiento
resulta irremplazable para profundizar
el proceso democrático y por el otro como la
redefinición permanente de esos campos a partir de
las instancias de la lucha política concebida como
proceso que abarca e incluye a los espacios
institucionales y las competencias electorales, pero
que no termina en ellas.
En sociedades con amplios grados de fragmentación,
heterogeneidad estructural y destrucción
y reconstrucción de los imaginarios colectivos que
ponen en cuestión conceptos clave como clases,
cuestión social, partidos, instituciones (nación, familia,
estado, etc.) al punto de situarse en los bordes
de crisis civilizatorias resulta necesario revisitar la vigencia
y el uso de esos conceptos clave y llenarlos de
nuevos contenidos a los efectos de situarlos en un
discurso y una práctica que amplíe el protagonismo
popular.
Para decirlo más claramente, es la lucha política
en su sentido más amplio –en torno a las formas
en que se produce la organización de la sociedad y la
subjetividad de los individuos- la que determina los
espacios de competencia, colaboración, cooperación,
confrontación y control que se establecen entre
los distintos actores del sistema político.
Oficialista u opositor no se nace sino que se
hace y la experiencia concreta de nuestra democracia
que consiente y consintió la expansión de las desigualdades
y el achicamiento del espacio de lo público
bien demuestra la inexistencia de una oposición a
las formas de organizar la sociedad. En formato telegráfico
un Partido del Orden con varias sedes, banderas
y siglas.
Dicho tal vez brutalmente, las distintas relaciones
de dominación y los sistemas de representación
mayoritarios han jugado, muchas veces, el rol del ventrílocuo
y su marioneta pero, a diferencia de éstos,
crecientemente desapareció el emisor de la voz quedando
casi en soledad el monólogo del monigote.
Para situar el análisis en la situación concreta