Construir la autonomía colectiva e individual.

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Dossier: El Gobierno Kirchner y la etapa actual. (artículo 2 de 2) 
 
 MARTÍN HOUREST*    

 «…lo que se discute es el poder como relación, el prisma que se elige desde nuestra perspectiva es el de democratización del poder, e impugnación de las relaciones preestablecidas»

 Caracterizar una etapa es, inevitablemente, tomar

 

 

 

 

 

 

 

puede situarse la explicación de la etapa como la

conjunción de dos procesos simultáneos.

El agotamiento de un proceso económico

(alto endeudamiento, concentración de ganancias

extraordinarias en el sector servicios, extranjerización

del aparato productivo, fuga de capitales, etc.) asociado

a exponenciales procesos de corrupción, incapacidad

del sistema político de procesar sus tensiones,

presiones de grupos concentrados por alterar la

lógica predominante, cambiando los ganadores del

sistema.

Los dominantes no podían seguir dominando

como hasta entonces y sus refriegas (tanto económicas,

como políticas y culturales) requerían de la apelación

a los subordinados.

Los subordinados (ciudadanos defraudados,

trabajadores descontentos, desocupados, piqueteros,

empresarios castigados, ahorristas confiscados, etc.)

no encontraban ya en las prácticas cotidianas, en las

rutinas institucionales y en las apelaciones culturales

formas de integración activa, pasiva o disruptiva.

Esa cuestión que incluye, pero supera, la crisis

del 2001 y 2002 es el piso de marcha a partir del cual

entender la administración Kirchner.

En primer lugar, y claramente a favor del juicio

histórico que lo rodeará, Kirchner quiso resultar heredero

de ese proceso. Peleó por esa herencia antes de

ser candidato, siendo candidato y como presidente.

En segundo lugar, del mismo modo que

Kirchner no fue condenado a ser candidato, su espacio

político eligió luchar por esa herencia desde la

herramienta del sistema institucional que más tuvo

que ver con la formación de la realidad argentina en

la última década.

Esto es, Kirchner sabía que el justicialismo que

lo acompañaba en la primera vuelta, en la hipótesis

de la segunda y hoy en las cámaras legislativas, en

las gobernaciones y en la dominación celular de las

intendencias es el mismo sector político que en los

albores de los 90 destruyó y privatizó el Estado,

desreguló el mercado de trabajo, auspició la corrupción,

concentró ingresos y transnacionalizó la economía.

No desconocía tampoco que ese mismo actor

llevó adelante desde la presidencia de Duhalde un

shock capitalista brutal que impulsó una

profundización de la regresión social iniciada en

1976 dentro de una misma concepción de organización

económica que supone que este país sólo puede

desarrollarse hacia fuera y hacia arriba.

Tampoco le era ajeno el hecho que la mayoría

de los cuadros propios de su espacio, ni hablar del

resto del justicialismo, eran por un lado migrantes

por derecha del propio menemismo o esperanzados

setentistas a la espera de una reivindicación negada.

Aún haciendo tabla rasa de esa cuestión de la

«marca de origen» -y el presidente ha sido un profuso

emisor de distintas marcas (Patagonia periférica,

la generación de los setenta , que lo muestran como

«recién arribado» al sistema político sea porque viene

de lejos en el espacio o en el tiempo) conviene puntualizar

las cuestiones de la etapa en relación con los

cuatro procesos centrales que permiten la producción

de sociedad.

Ellos son básicamente las formas en que se

produce y se distribuye la riqueza, la extensión, profundidad

y ejercicio de los derechos, las maneras en

que se reconstruye y se revisita el pasado y los criterios

para delinear el futuro.

Puesto que en todos ellos lo qué se discute es

el poder como relación, el prisma que se elige desde

nuestra perspectiva es el de democratización del poder

e impugnación de las relaciones preestablecidas.

Analizar cómo se produce y distribuye la riqueza

es en buena medida entender cómo se producen

los individuos y relaciones que componen una

sociedad. Por eso resulta necesario realizar algunas

precisiones sumarias.

La política socioeconómica de la actual gestión

no se plantea remover la matriz desigualitaria

que conforma el presente orden social. Es cierto que

no es igual a la desarrollada en los 90, ni que sirve

estrictamente a los mismos intereses (privatizadas,

acreedores externos, grandes bancos, importadores,

especuladores financieros) pero no es menos cierto

que agotado el mecanismo de vivir de prestado y fugar

capitales optó por descargar el peso de la

reconfiguración productiva y distributiva sobre el trabajo

y los niveles de vida presente de los argentinos.

Tanto la política cambiaria (con tipo de cambio

alto), la fiscal ( superávit record con alto desempleo

y subsidios al capital), la salarial (destinada a fijar

pisos bajo tanto en el sector formal –privado y

público- como en el informal – plan de jefes y jefas-)

la regulatoria (que descarga sobre usuarios y consumidores

el financiamiento del cambio de precios relativos

verificado con la devaluación sin replantear la

lógica de las privatizaciones y desandando los propios

enunciados del gobierno) y la financiera (establecimiento

de trato privilegiado con los organismos

multilaterales y emisión cuantiosa de deuda pública

para compensar a los bancos) presenta cambios notables

de trato hacia los ganadores del conflicto dentro

del bloque dominante como una sugestiva continuidad

de maltrato hacia los distintos perdedores del

orden social.

Una economía que crece sobre la base de jornadas

laborales promedio de más de nueve horas y

media, con tasas de siniestralidad laboral que duplican

la tasa de crecimiento del producto, con salarios

mayoritariamente ubicados debajo de la línea de pobreza

y que crea empleo no registrado, intermitente

o de baja productividad mientras mantiene a casi la

mitad de la población en la pobreza no es un sistema

social que tiene problemas de distribución, es un sistema

injusto donde el poder y las políticas públicas

convalidan y reproduce la injusticia, cualquiera sea la

razón que se invoque o los íconos que se meneen.

Desde la perspectiva de la extensión, profundidad

y ejercicio de los derechos esta etapa aparece

en un claroscuro de época con algunas modificaciones

promisorias en materia depurativa (tanto en lo

referido a la organización judicial, al trato con las

fuerzas armadas y a intentos de mejora de la calidad

institucional) acompañadas por rictus equívocos o

autoritarios en materia de respeto constitucional

 

 

 

 

 

 

(avances sobre la autonomía de la Ciudad de Buenos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Aires o despliegue de un plan de seguridad surgido

de reflejos degradantes en materia de punibilidad de

menores, ausencia de una política integral de protección

de las personas, sean inocentes o culpables) e

insistencia en que se puede proveer de seguridad

mediante los juzgados y la policía mientras se produce

inseguridad y crimen en la distribución de oportunidades

y capacidades.

Más complejo y a la vez más demostrativo es

el modo en que el gobierno de Kirchner reconstruye

y revisita el pasado. Nos ceñiremos aquí a los aspectos

que tienen que ver con acontecimientos generales

de la sociedad (básicamente la cuestión de los derechos

humanos hacia atrás y con la evolución de la

sociedad argentina en clave de analizar las desigualdades

del presente) y no al pasado del propio gobierno,

de su partido o de sus funcionarios que ya fue

mencionado más arriba.

Un primer punto tiene que ver con la pretensión

fundacional del gobierno ya que la administración

Kirchner no se reconoce como parte de coaliciones,

programas o impulsos colectivos que deben

reconocerse y valorarse a lo largo de la historia no

sólo para mejorar su interpretación sino para construir

coaliciones de poder que permitan enfrentar a

los privilegios.

La lucha por la justicia, contra la impunidad,

de rescate productivo y no nostálgico de la memoria

para abrir debates del presente son para la administración

un patrimonio propio frente a un pasado de

oprobio y complacencia con el autoritarismo.

Es cierto que la sociedad no cerró, ni cerrará

tal vez, el debate sobre la violencia en los años 70 y

ello obliga a reconocer varias interpretaciones posibles

que no pasan por confrontar la reivindicación de

las organizaciones armadas, con el terrorismo de Estado

y la teoría de los dos demonios como si nada

por fuera de ello pudiera ser pensado o dicho.

Pero lo que sí aparece como indudable es que

hay un veredicto social, político y judicial sobre el terrorismo

de Estado que Kirchner como presidente no

puede desconocer aunque su participación en la elaboración

de dicho juicio haya sido de por sí módica y

su reivindicación del mismo haya resultado penosamente

nula.

En ese contexto actos importantes como los

desagravios hacia la sociedad (tanto en la ESMA

como en el Colegio Militar) son resituados, por el

afán de fundar épocas, en la trama discursiva del

populismo -en el más puro sentido teórico- al construir

un acontecimiento histórico irrepetible de un

episodio más mesurado y al dotar de la calificación

de epopeya decisiones menos profundas y sin duda

menos riesgosas que ésas.

Desde otra perspectiva el análisis histórico de

las causas del sufrimiento presente de la sociedad

también se asienta en un episodio fundacional llamado

alternativamente «país serio», fin de la «valorización

financiera y retorno a la producción» o «creación

de una burguesía nacional».

La operación discursiva se sostiene aquí sobre

una doble negación: la primera que el problema de

la Argentina, en el pasado y el presente, no es la ausencia

de recursos sino su mala distribución y que esa

cuestión no sólo se mantiene sino que agrava en el

presente, y el presente es también mayo del 2004

porque los sistemas sociales no operan en el vacío, ni

la riqueza aparece; y la segunda que el sistema de representación

y dominación tiene relaciones estructurales

(más allá de coimas y financiamiento de campañas)

con esta forma de organizar la sociedad que entre

otras cosas les garantiza a estos actores el ejercicio

oligopólico de la representación política para

amurallar un determinado sentido común. Un perseguidor

implacable llamado «te fábula narratur».

Las estrategias de aproximación al pasado, obviamente,

explican más de la mitad de las formas de

delinear el futuro.

¿Desde dónde situarse para delinear el futuro?

¿Qué concepto de bien y de verdad poner en el debate

para postular en la construcción de una ética colectiva?

¿Con qué ejes impugnar las relaciones de poder

que marcan, mutilan y construyen personas, clases,

géneros y generaciones?

Un primer punto del contrapunto es evitar -y

por ende impugnar en la enunciación y la práctica- la

naturalización de las desigualdades no elegidas y la

adopción de la historia como fatalidad o nostalgia

irredenta.

Un segundo punto es la construcción, en las

palabras y las cosas, de la universalidad que repudia

la fragmentación porque convierte a hombres y mujeres

en clientes de empresas o de oligarquías políticas

y sociales.

Un tercer punto es el reconocimiento no sólo

de la existencia de los otros sino de la necesidad de

los otros, ya que ello amplía y profundiza la experimentación

del poder democrático.

Un cuarto punto es asumir la precariedad del

poder político para la transformación y la necesidad

de apelar a la participación constante y creciente de

la sociedad para no retroceder ante el dinero o los

poderes constituídos. El elogio de los liderazgos y del

decisionismo no amplía la capacidad democrática

sino que recluye a la sociedad en el callejón de los

poderosos.

Un quinto punto es negarse a recurrir a la teoría

del voluntarismo para reclamar consensos y a la

del balance de fuerzas para describir inmovilidades e

incapacidades. Las capacidades y fuerzas no se encuentran

como herramientas a disposición de ésta u

otra administración sin interpelar a las subjetividades,

sin construir coaliciones culturales, sin abocarse

a la tarea de producir poder material y simbólico,

mientras se gobierna, convierte a los políticos en cartógrafos

del poder.

Cartógrafos que a diferencia de sus antecesores

no son intrépidos buscadores de lo deseado y

desconocido, de mayor autonomía individual y colectiva,

sino domesticados dibujantes al servicio de un

estado de cosas.

 

 

 

 

 

 

* Martín Hourest, economista.
 
 
 
 
 

 

partido acerca de la misma ya que el propio establecimiento

de sus límites presupone una carga de valores

en el análisis que, en buena medida, determina el

lugar desde el cual se considerarán los acontecimientos

y las políticas.

Esta afirmación no remite exclusivamente a la

díada oficialismo-oposición entendida por un lado

como el resultado de elecciones que distribuyen tareas

en el sistema institucional y cuya necesidad y enriquecimiento

resulta irremplazable para profundizar

el proceso democrático y por el otro como la

redefinición permanente de esos campos a partir de

las instancias de la lucha política concebida como

proceso que abarca e incluye a los espacios

institucionales y las competencias electorales, pero

que no termina en ellas.

En sociedades con amplios grados de fragmentación,

heterogeneidad estructural y destrucción

y reconstrucción de los imaginarios colectivos que

ponen en cuestión conceptos clave como clases,

cuestión social, partidos, instituciones (nación, familia,

estado, etc.) al punto de situarse en los bordes

de crisis civilizatorias resulta necesario revisitar la vigencia

y el uso de esos conceptos clave y llenarlos de

nuevos contenidos a los efectos de situarlos en un

discurso y una práctica que amplíe el protagonismo

popular.

Para decirlo más claramente, es la lucha política

en su sentido más amplio –en torno a las formas

en que se produce la organización de la sociedad y la

subjetividad de los individuos- la que determina los

espacios de competencia, colaboración, cooperación,

confrontación y control que se establecen entre

los distintos actores del sistema político.

Oficialista u opositor no se nace sino que se

hace y la experiencia concreta de nuestra democracia

que consiente y consintió la expansión de las desigualdades

y el achicamiento del espacio de lo público

bien demuestra la inexistencia de una oposición a

las formas de organizar la sociedad. En formato telegráfico

un Partido del Orden con varias sedes, banderas

y siglas.

Dicho tal vez brutalmente, las distintas relaciones

de dominación y los sistemas de representación

mayoritarios han jugado, muchas veces, el rol del ventrílocuo

y su marioneta pero, a diferencia de éstos,

crecientemente desapareció el emisor de la voz quedando

casi en soledad el monólogo del monigote.

Para situar el análisis en la situación concreta

 

 

 

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