Gerardo Codina*
Los procesos transformadores de signo popular enfrentan a los poderes fácticos en su dinámica de ampliar la igualdad y el ejercicio de los derechos sociales. En el marco de instituciones democráticas, en las que el poder político depende de la adhesión mayoritaria, las fuerzas que resisten los cambios cuentan con diversas herramientas para erosionar el prestigio de quienes pretenden el cambio y la confianza que depositan en ellos los sectores populares. Esos recursos permiten eludir el debate político central sobre las transformaciones en curso y su validez histórica.
Los estudios de opinión pública son coincidentes en señalar tres preocupaciones actuales en amplios segmentos del electorado. La corrupción gubernamental, la inseguridad ciudadana frente a la criminalidad y la inflación del costo de vida están al tope de la lista de problemas más acuciantes en la percepción de los argentinos.
Cada uno de ellos tiene su propia dinámica, pero en conjunto potencian un resultado que es el deterioro de la adhesión al proceso político nacional en marcha.
La cuestión no es menor, porque en el marco democrático, el poder político se inviste de capacidad de acción en la medida que es capaz de movilizar e institucionalizar la adhesión mayoritaria del electorado.
La corrupción
En el caso de la sospecha instalada de corrupción gubernamental, la misma cobra fuerza a medida que se avanza en la regulación estatal de mercados estratégicos para el control de los procesos económicos nacionales, pero además importantes por su significación para reducir el margen de elusión de obligaciones fiscales disponibles para los agentes privados del circuito económico.
Como en épocas de la rebelión patronal agraria ante los intentos estatales de limitar sus rentas extraordinarias, gana espacio entre los sectores que se ven cercenados en su “libertad” de acumular capitales en negro y transferirlos al exterior, la invocación de un cierto anarquismo fiscal que sospecha de toda gestión pública de recursos y la descalifica de antemano como corrupta.
En ese contexto psicosocial, las apelaciones mediáticas y de sectores de la oposición a la “caja kirchnerista”, por hablar de los recursos del estado nacional, y a la “ruta del dinero K”, para referirse al destino de esos fondos, dramatizadas con denuncias y escenificaciones televisadas, refuerzan su verosimilitud en la medida que se conjugan además con exteriorizaciones de riqueza de funcionarios públicos. El aparente ascenso social de éstos ejemplifica la idea que se pretende instalar de apropiación privada de fondos públicos.
La doble vara hipócrita que se desnuda en esa realimentación emocional del prejuicio, no desbarata su eficacia movilizadora, porque los sectores del privilegio defienden precisamente la excepcionalidad de su situación social (excepcionalidad a la que a su vez aspiran los llamados sectores “medios”). Del mismo modo que la exhibición suntuaria de los ricos se legitima por sí misma en una cultura social en la que enriquecerse es una meta social prestigiosa.
Descalificar el gasto público sembrando sospechas sobre el destino de los fondos, esconde la verdadera disputa, relativa al grado de intervención del estado que están dispuestos a tolerar los poderes fácticos, en la distribución de la riqueza social.
Resulta además creíble para muchos porque proyectan en los funcionarios sus propios comportamientos transgresores y de esa forma se confirman en su “derecho” de hacer trampa.
Sobre este mecanismo se asienta la veracidad social que cobra la percepción de la corrupción gubernamental como problema significativo de nuestro momento político. Se evita así el debate sobre el sentido de la política económica y sobre la política en general, apelando como dice Elisa Carrió a una dimensión “pre política”, ahistórica, “moral”.
La inflación
Esa misma moralina superficial y contradictoria envuelve la demanda de activismo estatal frente a la inflación. El mismo Estado cuya irrupción en la vida económica es repudiada a la hora de pretender alcanzar con sus gravámenes a todos los agentes y a toda su actividad, es reprochado por su inacción o ineficacia frente al aumento de la carestía de la vida o directamente responsabilizado de ella.
A veces la queja proviene de los mismos sectores enervados por la supuesta corrupción. Pero muchas veces no. Quienes más sufren los incrementos en el costo de la vida son los segmentos cuyos ingresos son fijos o eventuales; sectores que objetivamente están más necesitados de una trasformación profunda y permanente del cuadro social.
En este caso, además de las múltiples razones sistémicas para la elevación de los precios, opera el uso de la remarcación como una estrategia desestabilizadora, del mismo modo que en Venezuela el poder económico recurre al desabastecimiento y el mercado negro en su pulseada con el poder popular. Quienes tienen posiciones de control en la cadena de formación de precios, usan su posición dominante para sacar provecho de una mayor disponibilidad de recursos en la población, sin arriesgar inversiones que amplíen la oferta de productos. Pero para cubrirse de cualquier riesgo verdadero o presunto, todos los que pueden hacen incrementos “preventivos”. Quienes entran en ese juego, inteligentemente azuzado por los medios hegemónicos, empujan por una crisis de la que la mayoría saldrá perdiendo, porque en el capitalismo las crisis se resuelven mediante la expropiación de los que menos tienen.
La experiencia de los procesos latinoamericanos indica que tanto las imputaciones de corrupción como la carestía han sido tácticas endémicamente utilizadas por los poderes que se resisten a los procesos de cambios como forma de procurar deslegitimarlos y a la vez evadir el debate sobre el eje verdadero de su resistencia: la defensa de los privilegios que los caracterizan.
Uno y otro son diferentes socialmente, sin embargo. Mientras en un caso sobre todo moviliza a los sectores “propios” del privilegio, ya sea por pertenencia o vocación, el otro golpea la base popular del proceso de cambio.
La inseguridad
La percepción de mayor inseguridad ciudadana frente a la criminalidad es emergente de otros fenómenos. En principio, deriva de un aumento objetivo de la criminalidad, que es necesario comprender. Este aumento es generalizado en las sociedades capitalistas. Argentina no es la excepción, pero no destaca por la magnitud del problema.
La mayor distancia social percibida entre los diferentes segmentos de la sociedad, resultado del incremento real de la desigualdad que heredamos de los procesos neoliberales, convive con la experiencia de un modelo uniforme de ciudadanía en el capitalismo. Modelo aspiracional para las mayorías, que se sustenta en la posibilidad de consumir sin freno ni medida, al compás de una oferta multiplicada hasta el agotamiento cada día. El atajo criminal es para muchos el único camino despejado de llegar a ser verdaderos ciudadanos, es decir consumidores de la última oferta disponible.
Una buena pregunta es por qué sólo lo recorren unos pocos.
Más allá de esto, lo cierto es que el poder mediático machaca sobre los hechos que se suceden, multiplicando su relevancia. No es inocente ese ejercicio. Procura dos objetivos. Con la alarma promover el aislamiento social, la sospecha generalizada sobre el desconocido y la consiguiente parálisis en el reducido espacio privado, como forma de evitación del peligro. Al mismo tiempo, despolitizar el debate público. Reducir la cuestión del orden social a la represión.
Han sido exitosos además en configurar un extenso sistema de seguridad privada que se ha multiplicado en las últimas décadas, hasta constituir verdaderos aparatos policiales ajenos al control y mando estatal democrático.
El foco que hace la agenda mediática está puesto en la mano de obra barata de las grandes redes delictivas, los que ponen el cuerpo en la comisión de un ilícito, muchas veces al voleo, improvisado y con violencia. Poco se dice cuando se reclama por la inseguridad de las tramas de complicidad que sustentan ese mundo del delito. Tramas que vinculan el poder judicial, las instituciones de seguridad y el poder económico, sin olvidar los cómplices en el ámbito político. La recomposición de la política también tiene que recorrer la reconquista de esas estructuras, muchas veces autonomizadas de hecho y puestas al servicio de circuitos mafiosos de la economía.
Los grandes delitos requieren de grandes estructuras que no se sostienen en el trabajo de “cuentapropistas”. Desmontarlas implica afrontar una parte de los poderes fácticos que asumió todos los riesgos emergentes de jugar fuera de las normas.
Otro tema a considerar es la violencia. La pacificación de las relaciones sociales es una paulatina conquista de la humanidad, cuya generalidad es más bien moderna. En nuestro país, sin contar las duras confrontaciones políticas que recorren toda su vida independiente, existieron siempre en paralelo circuitos sociales marginales que dirimieron sus conflictos por la fuerza. La imagen romántica que embelleció a la distancia la literatura –míticos compadritos cuyo coraje exaltó, entre otros, Borges– tiene reflejos actuales menos galantes en los barrabravas de los clubes de fútbol.
Pero en las últimas décadas hay una creciente naturalización de la agresión en el espectáculo de masas. De hecho, gran parte del cine popular, de las series de televisión de producción extranjera, de los juegos de red, tienen como elemento dramático la confrontación directa, la justicia por mano propia y la trasgresión de normas y límites éticos y jurídicos. Los límites entre la ficción y la realidad existen, pero la abrumadora presencia del crimen como elemento central de los relatos de ficción, también opera en su naturalización cultural.
Es una manera de construir legitimidad al accionar imperial a escala global y una expresión de su agotamiento como proyecto de vida. Sólo puede prometer la muerte, la destrucción y el apocalipsis, al que solo sobrevivirán los más fuertes, los más arriesgados, los que se aten con menos pruritos morales.
Pero en la cotidianeidad de nuestra vida social, criminalizar el espectáculo tiene una consecuencia que es mostrarlo como un modo de existencia social posible y, para muchos, deseable.
Corrupción, inflación e inseguridad no son fenómenos deseables. El estado democrático debe combatirlos en el marco de la ley y de la garantía de los derechos para todos. Pero por la naturaleza de su gestación es improbable erradicarlos. Esto facilita el accionar de aquellos que los agitan como circunstancias que demostrarían desgobierno y descontrol, para deteriorar la autoridad legítima de los poderes políticos transformadores.
*Gerardo Codina, psicólogo, escritor, miembro del Consejo Editorial de Tesis 11.
lo utilizan para desorientar al pueblo y mantenerlo ocupado en medio de la necesidad de defender su esfuerzo diario…… mientras ellos (los politicos, gremios y demas poderes que manejan un pais ….) tratan de borrar los rastros de corrupción, y se repite y vuelve a repetir durante los ultimos 40 años…..