FLORA M. HILLERT*
Reconstruir lo perdido, y avanzar más allá de lo que
nunca existió, hacia un sistema educativo
democrático y popular.
Desde el nacimiento de la escuela pública, siempre
se planteó la formación del ciudadano y del productor
como objetivos de la educación. Muy por detrás
quedaban la formación para la vida humana personal,
para las relaciones afectivas y familiares, para el
goce del arte.
El gobierno radical de Alfonsín y el justicialista
de Menem eligieron como eje de su propuesta educativa
uno de esos objetivos. El primero se propuso
educar al ciudadano para «100 años de democracia
»; el segundo, formar al productor para «la revolución
productiva».
Sin desconocer la importancia de la formación
del ciudadano y del productor, hay que notar que
otros posibles sentidos de la educación quedaron sin
abordar, mientras la asistencialidad y la contención
ganaban terreno en el quehacer diario de la escuela.
En los últimos días el gobierno ha planteado la necesidad
de la permanencia de la juventud en las aulas
con la finalidad de la prevención del delito, como
parte de un plan de seguridad nacional.
Es sabido que para amplias capas de niños,
adolescentes, jóvenes, y para sus familias, todos estos
posibles sentidos de la educación están en crisis,
tan en crisis como el horizonte del futuro.
En los marcos del proyecto neoconservador de
la década del 90, la reforma educativa sostuvo la
modernización del sistema para su adaptación al
nuevo orden global. Ejecutada en tiempos récords, la
reforma dio como resultado una agudización del desarrollo
deformado y desigual: la propuesta condujo
a la inclusión masiva de nuevos sectores que sin embargo
quedaron excluidos de los beneficios de su
tránsito por las aulas, comenzando por el aprendizaje
de la lectoescritura y el cálculo. Algunas regiones
pudieron beneficiarse de la actualización de los contenidos,
mientras vastos bolsones de atraso quedaron
a mayores distancias del «progreso». En consecuencia,
encontramos hoy mayor marginación y exclusión
educativa en términos de apropiación de conocimientos,
mayor desigualdad educativa entre
unos y otros sectores sociales, entre unas y otras regiones
geográficas de nuestro país.
Una de las intenciones más promocionadas
por la reforma fue la adaptación del sistema a los
cambios del mundo del trabajo. Desde lo tecnológico,
en la línea de incorporar el conocimiento de punta
y los avances en las tecnologías de la información,
y teniendo como referencia sólo los procesos
productivos del sector más avanzado, la reforma
propuso y logró la casi eliminación de las escuelas
técnicas – con excepción de la Ciudad de Buenos Aires
– y agrotécnicas. Tampoco quedó espacio para el
reconocimiento de los diversos desarrollos de nuestra
economía, sus distintas ramas y modos de producción:
desde la economía de subsistencia y la artesanía
hasta la gran industria, pasando por la economía
social y cooperativa.
Con el logro de los objetivos propuesto por la
reforma educativa, se hubiera formado una población
relativamente sobrecalificada que, a pesar del
optimismo pedagógico de sus promotores, estaría
sometida a la desocupación en relación con lo que el
modelo económico neoliberal puede absorber. Una
población instruida de acuerdo con «standares»
transnacionales globalizados, no adecuados a nuestra
realidad nacional. Como lo demostraron los años
posteriores, tampoco esta ilusión de calificación de
excelencia era factible.
Para fijar nuevos rumbos a la educación hayque pensar en un modelo nacional, en un país capaz
de alimentar y educar a todos sus habitantes actuales
y de multiplicar su población y sus lazos con
América Latina.
Muchas de las decisiones del actual Ministerio
nacional son dignas de apoyo: la construcción de
700 nuevos edificios, el combate contra la deserción,
la entrega de textos escolares, el énfasis en la lectura,
las becas del Programa «Elegir la docencia» como
profesión, la refundación de escuelas técnicas y
agrotécnicas, el estímulo a carreras universitarias de
interés prioritario, el impulso a la actividad científica.
Pero si se aspira a emprender una senda de
soluciones profundas es necesario ubicarse en las dimensiones
del sistema educativo que tenemos por
delante: un sistema con una población que ronda los
11 millones de alumnos. Este sistema creció en
3.160.000 alumnos en los 20 años de democracia, el
80% de los cuales corresponde al ámbito público.
Es habitual escuchar que el problema de la
cobertura está resuelto y sólo queda por resolver el
problema de la calidad de la enseñanza. Sin embargo,
cuando un 50% de niños repite primer grado y
un 60% de adolescentes no termina la escuela media
o polimodal es imposible separar lo cuantitativo de
lo cualitativo.
Si la matrícula creció en más de un 30%, no
sucedió lo mismo con el número de escuelas y de docentes
y por lo tanto aumentó el deterioro de la educación.
Actualmente hay un promedio de 255 alumnos
por escuela; en 1984 eran 176. Es decir, hay un
promedio de 79 chicos más por escuela.
En 1984 la relación docente-alumno era 1 a
14. En la actualidad, según las cifras de Diario Clarín
del 22 de febrero del corriente año, es 18,8. De
acuerdo con otras cifras oficiales arroja 16,3.
Sacando cuentas, para recuperar la relación
del momento del retorno a la democracia hacen falta
14.000 escuelas más y no es irresponsable decir
que hacen falta entre 70 y 100.000 docentes más en
el ámbito estatal. Sin estas grandes cifras no se puede
pensar en la recuperación del papel central de la
educación para la construcción de una nación independiente.
A esto hay que agregar que las tareas educativas
en el nuevo contexto de grave crisis
socieconómica y sociocultural requieren de otros especialistas
al lado de los docentes: educadores,
antropólogos, psicólogos, lingüistas, trabajadores de
la salud.
Por otra parte, el año 1984, después de siete
años de dictadura, no puede considerarse el mejor
momento de la educación argentina sino sólo un
hito para el cálculo.
Es relevante tener idea de las magnitudes del
problema a resolver: se trata de encontrar el sentido
de la educación nacional, construir escuelas y formar
docentes, garantizar la permanencia de los alumnos
en las aulas y la apropiación de los contenidos. Reconstruir
lo perdido y avanzar más allá de lo que
nunca existió, hacia un sistema educativo democrático
y popular.
La palanca más importante para esta tarea ya
existe: porque en educación, a pesar de todas las adversidades,
enfrentando los ajustes y la marginación
sociocultural, maestros, padres, especialistas y en
muchos casos autoridades, luchan denodadamente
por la calidad de la enseñanza; y avanzan en la construcción
de sentidos contrahegemónicos,
reelaborando prejuicios mutuos sobre el otro. Prueba
de ello son los ejemplos de contenidos y actividades
en contra de la guerra, en defensa de los derechos
humanos, por la fraternidad y contra todo tipo de
discriminación, de cuidado del planeta y de denuncia
de la contaminación.
Estas acciones no pueden sino ser parciales
mientras no construyamos un proyecto global en el
que se potencien las mejores intenciones de todos
los días.
*Profesora y Directora del Departamento
de Ciencias de la Educación de la Facultad
de Filosofía y Letras, Universidad de
Buenos Aires.