Revista Nº 146 (10/2021)
(internacional/eeuu/afganistán)
Manuela Expósito*
El retiro de las tropas estadounidenses, y el posterior regreso de los talibanes al poder en Afganistán, ha puesto en alerta a las organizaciones que desde los años 70 reclaman por la ampliación de las libertades civiles.
“Toda opresión crea un estado de guerra”. Simone de Beauvoir.
Afganistán vive un conflicto armado que no se remonta meramente a veinte años atrás, momento en que la cruzada contra el mundo árabe fue iniciada por sus antiguos aliados, los Estados Unidos. En realidad, la coexistencia de conflictos étnicos y la explotación de los mismos por Occidente, como parte de su estrategia geopolítica, cuenta con décadas de existencia. La intervención de la Unión Soviética en los años ochenta, en el marco de la Guerra Fría, supuso la excusa perfecta para que su rival iniciara una operación encubierta, formando grupos de milicias armadas, los mujahideen o “soldados de Dios”. Formados en escuelas religiosas de extremo conservadurismo, estos grupos armados fueron entrenados en campos de refugiados en Pakistán. La victoria sobre el ejército soviético solo trajo una escalada del conflicto interno: las distintas facciones internas entre estos milicianos, pertenecientes a distintas etnias, terminaron envueltas en una guerra civil de la cual emergieron como hegemónicos los talibanes, un sector que como es sabido tiene una interpretación extrema de la Sharia.
La toma de Herat y la posterior caída de Kabul en manos de los talibanes, en 1996, inició un período especialmente regresivo en materia de derechos de las mujeres, en un país prominentemente agrario, con grandes niveles de pobreza y analfabetismo. Fue ese el momento en que se estableció una estricta separación de géneros, en que las mujeres perdieron la posibilidad de trabajar, educarse, elegir su vestimenta, ser asistidas por personal médico de sexo masculino, e incluso a deambular por la vía pública sin la compañía de alguien del sexo opuesto, que oficia de “chaperón”. Pero no sólo eso: la violencia física contra la mujer se volvió moneda corriente, en tanto muchas afganas fueron golpeadas, abusadas e incluso lapidadas por desobedecer la interpretación que el régimen hacía de la ley coránica. La invasión de las tropas estadounidenses, posterior a los atentados del 11 de septiembre del 2001, estaba principalmente destinada a fortalecer el área de control en una zona siempre conflictiva, y no a resolver la profunda problemática económico-social del país, pero tuvo un efecto colateral positivo: le abrió una pequeña ventana a las mujeres afganas para avanzar en la conquista de los derechos que durante tanto tiempo les habían sido negados.
Así, cerca del 38% de las mujeres regresaron al trabajo, mientras que el 35% de las niñas pudieron escolarizarse y acceder a estudios universitarios. De hecho, el número de estudiantes femeninas en el nivel primario llegó a los dos millones y medio, según un informe publicado por la UNESCO en 2018. En el 2009, se sancionó la ley de Eliminación de la violencia contra la mujer, que penaliza desde ese entonces la violación, agresión física y el matrimonio forzado (que podía formalizarse con niñas a partir de los 8 años), así como declara ilegal todo intento de prohibir a las mujeres asistir al trabajo o a cualquier institución educativa. Ello fue acompañado con la creación de unidades policiales específicamente orientadas a atender las problemáticas intrafamiliares, así como tribunales liderados por juezas para garantizar la aplicación de la ley. Esta legislación encontró la oposición de los sectores más conservadores dentro del poder judicial y legislativo, así como la resistencia de algunos agentes de policía a registrar las denuncias; la lucha del colectivo feminista es ardua, más aún en los sectores rurales, donde la opresión de la mujer forma parte de una tradición muy difícil de erradicar.
Kandahar y Helmand, algunas de las provincias sobre las que los talibanes retomaron el control en el 2008, son un claro ejemplo de cuán difícil ha sido destejer el entramado de la violencia de género. De hecho, la ganadora del Premio Nobel de la Paz, la pakistaní Malala Yousafzai, fue baleada por un grupo de talibanes en el 2012, por denunciar públicamente las condiciones de empobrecimiento en las que vive sumido el país, y defender el derecho de las mujeres de educarse. Yousafzai puede ser considerada una continuadora en el país vecino de aquello por lo que organizaciones como la Asociación Revolucionaria de Mujeres de Afganistán ha estado luchando desde 1977. Otros grupos feministas no-seculares abogan por una interpretación del Corán más abierta que permita a las mujeres decidir sobre aspectos fundamentales de su vida. Todo este debate, que tiene como centro la posibilidad de todas las mujeres árabes de educar y ser educadas en libertad, encontró una primera barrera una vez que los talibanes retomaron el poder hace un mes atrás. Mientras el ministro de educación Abdul Baqi Haqqani proclamaba que mujeres y hombres estudiarían de ahora en más por separado, con una currícula restringida de contenidos, en las zonas rurales afganas las niñas eran enviadas de regreso a sus hogares, usando como pretexto la ausencia del acompañamiento de adultos varones, del mismo modo que se le solicitó a muchas mujeres abandonar sus puestos de trabajo, exceptuando aquellas que se desempeñan en el sector salud por el contexto que se vive en relación con la pandemia.
Haqqani se apresuró en afirmar que estos cambios no ocasionarían problemas, dado que la mayoría del pueblo adscribe a la religión musulmana, por lo que estaría de acuerdo con la segregación. Lo que los colectivos de mujeres han planteado es que este apartheid es una maniobra para alejarlas de los centros educativos, ya que no hay recursos para construir nuevos edificios para las estudiantes del sexo femenino, ni suficientes docentes para desempeñarse en las aulas de acuerdo a su género. Otra de las controversiales medidas del nuevo gobierno ha sido la de reemplazar el Ministerio de Asuntos de la Mujer, por el Ministerio de Vicio y Virtud, el retorno de una institución bien conocida por la población durante el gobierno talibán en los noventas, ya que era la responsable del despliegue de fuerzas policiales para castigar a aquellas mujeres que no cumplieran con la ley Sharia en materia de vestimenta o costumbres. Sin embargo, por lo que se ha podido conocer hasta el momento, la diferencia con lo ocurrido en los años noventa debemos encontrarla en el movimiento de mujeres. A tan solo días del retorno de los talibanes al poder, pequeños grupos de afganas salieron a las calles para manifestarse en defensa de todos aquellos derechos adquiridos. A poder participar de la esfera del trabajo, de la educación y de la política. A poder ser vistas y escuchadas. A poder ejercer sus derechos como ciudadanas libres y autónomas.
Uno de los tantos problemas que enfrenta Afganistán es la existencia de las viudas de guerra, esposas de soldados que han muerto, quienes han quedado como cabeza de familia y que no cuentan con el acompañamiento de la figura de un hombre en sus hogares. ¿Cuál será la actitud del gobierno actual para abordar estas nuevas modalidades familiares, producto del conflicto bélico, considerando que en el pasado eran forzadas a contraer nuevamente matrimonio? ¿Cómo lidiará el régimen con el 60% de menores de edad que continúan sin escolarizarse, siendo la mayoría niñas? ¿Habrá programas orientados a la educación sexual, para dar respuesta a la elevadísima tasa de natalidad? Afganistán es uno de los países más empobrecidos del mundo, en tanto el 50% de su población está sumida en la miseria. U$S 778 billones de dólares es el total de lo que Estados Unidos empleó para su cruzada militarista, mil veces más de lo que invirtió en ayudar a las mujeres a salir de esta agobiante realidad económica que golpea mucho más en las áreas rurales que en las ciudades. La guerra ha convertido a las mujeres y niñas en el sector más vulnerable de la población; a lo que sufren por su condición de población civil en medio de un conflicto armado, se suma específicamente la violencia de género. Una prueba de ello es el ataque a una escuela perpetrado por los talibanes este año, que concluyó con 85 chicas muertas.
Las tareas a las que se enfrentan las mujeres afganas son entonces múltiples, urgentes, complejas, y hasta probablemente inconmensurables. La lucha por la descolonización -un proceso que no debe serle ajeno a ningún feminismo-, por el derecho a vivir en un país que no sea ocupado por fuerzas militares extranjeras, ha dado lugar a un escenario que quizás no era el esperado por las mujeres que encabezan la lucha por sus derechos. No obstante, este mismo sector tiene en claro que el proceso de iniciar un nuevo régimen autónomo, no puede dejarlas a un lado, ni avanzar oprimiéndolas. Los avances que han vivido las afganas en las principales ciudades del país deberán ser públicamente defendidos: en ello, el progreso en el mundo de las telecomunicaciones es un gran aliado. Las mujeres en Afganistán pueden ahora contar y mostrar frente a las cámaras lo que les sucede. Pueden educar a las niñas a distancia, en caso de que no puedan salir de sus hogares. Pueden facilitar material de lectura libremente a través de la red. Esos cambios deben romper las fronteras de las ciudades y llegar a las aldeas: allí donde las mujeres viven las peores experiencias. Lejos de desalentarlas, estos desafíos tienen que ser el puntapié para nuevas transformaciones, y para forzar al régimen talibán a considerarlas como interlocutoras válidas y necesarias si el planteo es sacar a Afganistán del triste lugar que ocupa mundialmente. Estas tareas requieren del cese de todas las circunstancias que han devastado a la población afgana por décadas. Necesitan de un nuevo ordenamiento que no es sólo del orden de lo político, sino fundamentalmente económico, cultural, social. Y requieren de la organización de las mujeres, en un rol crítico y siempre interpelador del nuevo poder establecido.
*Manuela Expósito, Licenciada en Ciencia Política e integrante de la Comisión de América Latina de Tesis 11.