Carlos Raimundi afirma en esta nota que el sistema de representación demo-liberal se agota en paralelo con el agotamiento moral del modelo de concentración financiera. Para re-democratizar el poder plantea retomar la idea más profunda de la democracia que proviene de la expresión pública en el ágora.
Por Carlos Raimundi*
La palabra república (res publica = cosa pública) se remonta a la Roma anterior a Cristo. Pero, tal como la conocemos, es una construcción mucho más reciente, heredada de las ideas liberales de la Europa de los siglos XVII y XVIII, y plasmada en la constitución de los EE.UU. de 1787. Los ‘padres fundadores’ de ese estado, lectores de Montesquieu y hombres de gran poder económico de la naciente burguesía, estaban llamados a construir un sistema de gobierno que representara a la nueva clase dominante en lugar de las antiguas monarquías, que expresaban al clero y la nobleza decadentes. Con ese objetivo, idearon dos grandes poderes surgidos del voto de las mayorías, el ejecutivo y el legislativo. Pero se reservaron para la élite económica el dominio de un tercer poder no mayoritario, el judicial, para que ejerciera en última instancia el control de lo actuado por los anteriores. Lo justificaban con el argumento de que se trataba de un sistema de ‘frenos y contrapesos’ capaz de impedir que se reiteraran los abusos del monarca, y, a su vez, de prevenir los riesgos de una posible ‘tiranía de las mayorías’.
Se diseñó así la arquitectura demo-liberal que, durante los casi tres siglos de vigencia del capitalismo, garantizó la propiedad privada y los negocios de quienes ostentaban el poder, bajo la excusa de que con ese régimen las masas obreras también alcanzarían cierto grado de prosperidad. Ese proceso atravesó diversos momentos, algunos de ellos de tal autoritarismo y violación de derechos, que recuperar las libertades civiles que el sistema establecía (siempre en pos de permitir la libre circulación y acumulación del capital de la burguesías devenidas en oligarquías) pasó a ser un objetivo también para los trabajadores, aun cuando fueran explotados económicamente.
Sin embargo, esa arquitectura llena de mediaciones cada vez más complejas, terminó por distorsionar la voluntad expresada por el pueblo a través de su voto. Los pueblos votan, pero no deciden. El sistema derivó mucho más en la concentración de poder económico, que en la distribución de poder político, y eso mella el fin último declarado, que es conseguir cuotas cada vez mayores de felicidad y autonomía. Se sigue votando, pero se es cada vez menos feliz. Es decir, el sistema de representación demo-liberal se agota históricamente, en paralelo con el agotamiento moral del irracional modelo de concentración financiera del cual es su pilar institucional. Si se quiere superar a este último, habrá que poner en cuestión también a aquel, a través de nuevas formas de ejercer el poder popular. .
¿Esto significa volver a viejos esquemas autoritarios? No. ¿Significa renunciar al concepto de distribución del poder a expensas de un poder concentrado? No, precisamente lo contrario. Se trata de re-democratizar el poder, hoy absolutamente concentrado gracias a la debilidad del sistema institucional heredado del liberalismo y conocido como la república en términos clásicos. Se trata de retomar la idea más profunda de la democracia, más antigua y más genuina aún que la república, porque proviene de la expresión pública en el ágora.
Para la democracia moderna, el voto de la mayoría es el punto de origen de la legitimación de los gobiernos. Pero el alma del sistema se apoya en un conjunto de valores que implican la conquista de derechos para esas mayorías, el que alcancen de un mayor bienestar, el acercarse a pautas de una vida más placentera, la construcción de una sociedad más igualitaria, más soberana, el incrementar sus niveles de desarrollo. .
Cuando un gobierno sólo cumple con el requisito del voto, pero viola todos los demás componentes democráticos, se convierte en un gobierno con un único elemento de legitimidad, desligándose de todos los demás, como los derechos, la soberanía o la igualdad. Legítimo en su origen, se des-democratiza a lo largo de su desarrollo. Además, esta deslegitimación social genera disconformidad y las consiguientes protestas, lo que activa y enardece el aparato represivo, con lo que se amenaza el pleno y libre ejercicio de los derechos y garantías constitucionales. Se trata de una suerte de círculo vicioso que deteriora la calidad institucional: los poderes instituidos durante la fase procedimental de la democracia incurren en el incumplimiento del mandato recibido.
Es así que, cuando se obturan los canales institucionales tanto en el campo económico, el campo laboral, como en el de los derechos civiles, los sectores más perjudicados llegan a un punto de inflexión en cuanto a su hartazgo, y no les queda otra posibilidad que salir a la calle, movilizarse y re-ocupar el espacio público, que es, finalmente, el lugar que alumbró a la democracia. Lejos de amenazar a las instituciones democráticas, la movilización popular, la ocupación de las calles y las plazas públicas re-sitúan a la democracia en el territorio que le diera origen, en su institución más genuina: el foro, la asamblea. Se trata de la democracia activa, protagónica, frente a la democracia fósil, insincera, simulada. Lejos de desestabilizar, el pueblo la reencauza, la re-democratiza.
La calle, la asamblea pública fue la primera sede de la democracia. Y, clausurados los canales formales más tradicionales para ejercerla, vuelve a ser su sede más auténtica, hasta tanto las nuevas autoridades, como la noción más profunda de la democracia lo indica, cumplan con la voluntad popular a través de sus decisiones políticas.
Buenos Aires, 27 de Enero de 2018
*Ex diputado FpV, secretario general del Partido SI.
Publicado por La Tecla