Carlos Girotti *
¿Murió la democracia con el surgimiento nacional de Cambiemos?
¿Nació con la presidencia de Macri una dictadura de nuevo tipo?
¿Fue tomado el Estado por asalto?
¿Qué clase de Estado es el que gobierna el Macrismo?
Si se considera el título de este artículo, se podrá interpretar que las preguntas precedentes son retóricas o, peor aún, innecesarias, sobreabundantes. Pero no es así porque, precisamente, las respuestas no son obvias, ni siquiera hay una sola respuesta a cada interrogación. De hecho, el debate acerca de si el macrismo es una nueva “derecha democrática”, iniciado por la nota de José Natanson, alerta sobre los riesgos de dar por obvio aquello que, en verdad, reclama de una profundización[1].
Igualitarismo: noción popular de la democracia representativa.
Las elecciones legislativas del 22 de octubre próximo iluminan una escena que, durante los doce años de gobierno popular, había permanecido a la sombra de los inocultables logros de las tres experiencias gubernamentales del kirchnerismo. Esa escena es la de la base histórica que dio lugar al Estado configurado durante los dos primeros gobiernos de Juan Perón y que, a lo largo de más de medio siglo, posibilitó que las diversos intentos de la clase dominante no consiguieran arrancar de raíz aquello que fue la marca fundante de todo un horizonte de época: el igualitarismo como esencia de la noción popular de la democracia representativa.
La base histórica del Estado peronista de la posguerra estuvo dada por la confluencia práctica de un conjunto de sectores cuyos intereses diversos y hasta contradictorios no les impidieron constituirse como una fuerza social actuante que tuvo en Perón a su conductor y representante y en el peronismo a su identidad política. La articulación entre la nueva clase trabajadora urbana e industrial, surgida durante la primera fase del proceso de sustitución de importaciones; los sectores burgueses dependientes del mercado interno de consumo, demandantes y generadores de empleo; y la revitalizada burocracia estatal, potenciada más tarde con las nacionalizaciones y el fuerte crecimiento del área productiva pública, dieron lugar a un tipo de Estado -y a una relación entre éste y la sociedad- cuyas vigas principales recién comenzaron a agrietarse a partir del 24 de marzo de 1976.
En efecto, el Estado nacional y popular que se extiende desde 1946 hasta 1955, introdujo en la sociedad argentina un tipo de regulación en la pugna entre los intereses antagónicos que la conformaban entonces, consistente en un piso de derechos para los trabajadores y el pueblo que, hasta ese momento, no existía. Tan es así que, desde la época de la Independencia y durante el siglo y medio posterior, no hubo una acabada expresión de ciudadanía, tan contundente y universal, como la que se instituyó en los primeros gobiernos peronistas. Ese piso de derechos, además, se proyectó en la propia superestructura del Estado, que experimentó una notable expansión a partir del destacado papel de los sindicatos, las sociedades de fomento, las colonias de vacaciones, los clubes deportivos y otras entidades sociales y culturales que, de conjunto, actuaron como aparatos de hegemonía reforzando la acción del mero aparato de gobierno. Así, la Constitución de 1949 fue el reflejo jurídico de la nueva ciudadanía popular alcanzada y, por ende, del papel protagónico de las grandes mayorías obreras y populares en la sustanciación de aquel período histórico, sin que este rol desmintiese ni cuestionara la hegemonía que ejercía la fracción burguesa interesada en el mercado interno de consumo.
Sin temor a la simplificación, puede decirse que el bloque nacional y popular -que como tal se unifica, se identifica y se realiza en la materialización y plenitud de aquel tipo de Estado- forjó la matriz de ciudadanía que hizo que, a partir de ahí, la democracia se convirtiese en un sinónimo de peligro para la clase dominante
Tan hondo caló en la moralidad popular aquella impronta estatal que luego, tras el golpe de 1955 y el exilio de Perón, todas las luchas de resistencia y todas las banderas reivindicativas hicieron pie y se referenciaron en la necesidad de volver a las condiciones que habían imperado antes y que regulaban toda la vida social.
De este modo, el horizonte de época instituido durante el primer peronismo, pervivió durante dos décadas, sin que las brevísimas experiencias de gobiernos electos que le sucedieron, ni los golpes militares que las interrumpieron, lograran alterar de fondo el equilibrio inestable que caracterizó a la correlación de fuerzas durante ese período. A tal punto esto fue así que entre el Cordobazo, en 1969, y la elección de Héctor Cámpora, en 1973, la estrategia popular de poder pudo ser sintetizada en una consigna omnicomprensiva y omnipresente: “Luche y vuelve”.
La formidable ofensiva de masas que se registró durante esos veinte años, tuvo en la clase trabajadora a su motor indiscutido. A su vez, alentados y hasta cubiertos por el paraguas resistente de los conflictos obreros, diversos sectores sociales de la ciudad y el campo se sumaron a la lucha, configurando en la práctica la refundación de la fuerza social orgánica que había irrumpido como principal actor estatal durante la década de 1946/1955. Claro que las condiciones materiales que entonces habían posibilitado el cambio en la correlación de fuerzas y, por ende, el surgimiento del Estado nacional y popular, ya no eran las mismas, pero la ofensiva popular inaugurada con la llamada Resistencia Peronista volvió a poner en el orden del día la cuestión de una radicalización extrema de la democracia tantas veces escamoteada. Se trataba de una situación prerrevolucionaria en la que los sectores más dinámicos y politizados de la clase trabajadora, en conjunción con fuerzas revolucionarias peronistas y de izquierda -influidas de modo dispar por la revolución cubana- pugnaban por hacer avanzar todo aquel proceso de movilización creciente.
El breve período democrático conocido como “la primavera camporista” sirvió para que propios y extraños entrevieran las consecuencias que podrían registrarse si el proceso popular persistía en ese curso de profundización inusitada de la democracia. La masacre de Ezeiza en junio de 1973, urdida y ejecutada por la derecha peronista, fue la antesala de la creciente violencia paraestatal -que no se detendría después de las elecciones presidenciales de septiembre del mismo año, ni tampoco después de la asunción de Juan Perón a la presidencia- y el preludio del Estado terrorista que a sangre y fuego inauguraría el largo período de la valorización financiera del capital y la entronización del neoliberalismo como su modo de gestión.
Sin embargo, el anhelo igualitarista como sinónimo popular de democracia no pudo ser radicalmente modificado ni, desde luego, suprimido por la ofensiva neoliberal, a pesar de que la dictadura cívica, eclesiástica y militar no trepidó en aplicar el terrorismo y consumar un genocidio, tanto para desagregar la base histórica del Estado surgido con el primer peronismo, como para imponer un nuevo patrón de acumulación fundado en la valorización financiera del capital. Vale decir, no es que no hubo una profunda y gravosa derrota popular; desde luego que sí. Pero lo que aquí se procura enfatizar es que el período dictatorial no pudo resolver para el bloque burgués en el poder las tareas propias de la dirección política, esto es, de la hegemonía sobre el conjunto social. Al contrario, la derrota de la aventura militarista en Malvinas sirvió para redoblar los esfuerzos de la resistencia popular que aún bajo el terrorismo estatal se había mantenido intermitente. El Estado de la dictadura, convertido por definición en un mero aparato represivo, jamás pudo superar los límites de la dominación pura y dura y proyectarse como educador de la moralidad de las más amplias capas y sectores populares. Esta imposibilidad de origen, sumada al efecto de la creciente conciencia social acerca del ominoso significado de las treinta mil desapariciones forzadas, esto es, del genocidio, hicieron que la vieja matriz de ciudadanía forjada durante el primer peronismo adquiriese una reactualización de su valor con el precepto alfonsinista “Con la democracia, se cura, se come y se educa”.
Pero en 1983, al momento de la restauración democrática, el bloque en el poder -integrado por el capital financiero internacional, pero hegemonizado por los grandes grupos económicos locales- tampoco podía tolerar el más mínimo deslizamiento hacia una situación que, por la vía democrática, volviera a ponerle coto a los objetivos autopropuestos por la comunidad de negocios que conformaba. Agotada la vía del partido militar e imposibilitado de resolver desde sí la dirección política de la sociedad, el bloque en el poder apeló a la vía del “transformismo”. Tal como acertadamente lo recupera Eduardo Basualdo de Antonio Gramsci, el transformismo “(…) constituye una estrategia de poder que no pretende lograr consenso, sino integrar las conducciones políticas y sociales de los movimientos populares, pero sin otorgarles solución y ni siquiera concesiones secundarias a ninguna de las necesidades y aspiraciones de los representados, aunque sí de los representantes”[2] . De hecho, el ideario reformista del alfonsinismo no compensaba ni equilibraba, a nivel popular, las políticas neoliberales que el gabinete económico aplicaría con las primeras privatizaciones. Esto generó resistencia y, por lo tanto, el bloque en el poder, así como durante el período dictatorial había empleado a fondo el terrorismo estatal, ahora no dudaría en utilizar a fondo la picana de la hiperinflación para intentar domesticar a una clase trabajadora que, una vez más, volvía por sus fueros. En este punto no estará demás subrayar que el movimiento obrero organizado, antes de la renuncia de Alfonsín –empujada por la caótica situación generada por la hiperinflación- había realizado trece paros nacionales, en franca oposición a las medidas económicas hasta ahí adoptadas.
El panorama no podía ser más preocupante para las fracciones de la clase dominante que, desde 1976 en adelante, y aplicando todas las fórmulas posibles de la dominación, todavía carecían de la capacidad para contener por completo la insubordinación manifiesta de los trabajadores y de una parte significativa de los sectores populares que, de un modo u otro, volvían a la lucha sosteniendo como bandera el pliego de derechos conquistados entre 1946 y 1955. Fue así que el menemato se convirtió en la pieza maestra de la estrategia transformista.
En efecto, montado en la liturgia peronista e imitando burdamente el papel de caudillo popular y federal, Carlos Menem profundizó las políticas garantes de la valorización financiera del capital. Sólo para ilustrar este concepto cabe consignar que entre 1991 y 1999, la deuda externa total del sector privado no financiero –excluidos los préstamos de los organismos internacionales- fue (en millones de dólares) de 3831 a 41399 [3]. Y todo ello en simultáneo con una ola de privatizaciones, despidos (que en el sector público superaron el medio millón de afectados) y cierre de servicios esenciales en salud y transporte. Sin lugar a dudas, estas medidas afectaban directamente al mundo de los asalariados, mientras generaban un espejismo de progreso entre las capas medias que se ilusionaban con la convertibilidad del peso en dólar y los viajes a Disneyworld. Recién en julio de 1994, con la confluencia de la Central de Trabajadores Argentinos, el Movimiento de Trabajadores Argentinos y la Corriente Clasista y Combativa, pudo realizarse la primera gran demostración de resistencia con la Marcha Federal, ya que los principales conflictos precedentes (ferroviarios y telefónicos) habían sido derrotados estableciendo así un horizonte de impotencia para el conjunto de los trabajadores.
El segundo mandato constitucional de Carlos Menem afianzó la impronta neoliberal, sólo que esta vez la máscara del transformismo habría de ir derritiéndose al calor de las nuevas luchas. La más significativa de todas ellas fue la de los docentes quienes, el 2 de abril de 1997, instalaron en la Plaza de los Dos Congresos la llamada Carpa Blanca y por ella pasaron, hasta el 30 de diciembre de 1999, tres millones de visitantes, entre los que estaban delegaciones de 6.700 escuelas de todo el país. El rasgo central de esta potente lucha fue que los 1500 docentes que durante más de 1000 días se turnaron para ayunar y vivir dentro de la Carpa Blanca, lograron concitar un altísimo consenso en la sociedad. Deportistas, artistas, científicos, sindicalistas extranjeros, diplomáticos, amas de casa, jubilados, estudiantes y, de modo particular, los protagonistas directos de los centenares de conflictos laborales que se referenciaban en la lucha docente, volvieron a construir desde esa plaza el laborioso edificio de la posibilidad de la victoria. Es que cuando la CTERA decidió levantar la ya histórica Carpa Blanca, la impostura menemista había quedado develada como tal por la larga lucha de los maestros y su posterior triunfo; un triunfo que no sólo saldaba la reivindicación sectorial sino que abría las puertas para relegitimar el anhelo del igualitarismo y, tozudamente, actualizarlo una vez más, para todo el pueblo, como el deber ser de la democracia.
También fue clave la lucha de la Carpa Blanca para las elecciones presidenciales del mismo año de su levantamiento. Menem ya no podía aspirar a un tercer mandato y fue Eduardo Duhalde el encargado de tomar la posta desde el PJ, pero fue derrotado en primera vuelta por Fernando de la Rúa quien obtuvo más del 48% de los votos contra el 38% de su oponente.
Crisis de la representación. Crisis del Estado en su conjunto.
Pero el gobierno de la Alianza comenzó mal y terminaría peor. En la primera semana de gestión, cuando todavía de la Rúa se ajustaba la banda presidencial, intervino la provincia de Corrientes el 15 de diciembre y el 17 ordenó reprimir a los trabajadores que ocupaban el puente Gral. Belgrano. La violencia de la Gendarmería dejó el saldo de dos jóvenes asesinados: Mauro Ojeda y Francisco Escobar, y más de 50 heridos. Era la señal de que el gobierno, lejos de ceñirse al origen popular de sus mandantes, acataría sin hesitar las disposiciones del bloque en el poder aunque este último no careciera de contradicciones manifiestas. La crisis terminal del patrón de acumulación de la valorización financiera acentuó la disputa por la hegemonía interna. Esta lucha de fracciones de la clase dominante se expresó a propósito de cómo se saldría del sistema de la Convertibilidad. Las fracciones vinculadas a los acreedores externos y al capital extranjero con intereses en los servicios públicos privatizados durante el menemismo, propusieron la dolarización de la economía; mientras que las fracciones de los grupos económicos locales y el capital extranjero industrial clamaban por la devaluación[4]
Con el telón de fondo de esa disputa “en las alturas”, las fuerzas del campo popular adoptan, por primera vez después del terrorismo de Estado, una política de ofensiva que les permite elegir el terreno, la modalidad y el tiempo para encarar un nuevo tipo de lucha. Se trata de la cuestión del desempleo, que afecta a vastas capas de la población y que ante la imposibilidad de discutir condiciones de resarcimiento en una paritaria, la Central de Trabajadores de la Argentina impulsa el llamado Seguro de Empleo y Formación mensual para jefes y jefas de familia de hogar desocupado, y un salario familiar por cada hijo para todos los trabajadores (el antecedente de lo que luego sería la Asignación Universal por Hijo del kirchnerismo). No conforme con ello, la CTA propone, además, de dónde sacar el dinero: el Estado debe dejar de subsidiar los peajes, los ferrocarriles y los operadores fluviales de las empresas privatizadas; debe restituir la obligatoriedad de los aportes patronales de los bancos, hipermercados y empresas privatizadas; debe eliminar exenciones en los impuestos a las Ganancias; debe gravar los consumos no esenciales; debe reasignar recursos presupuestarios a la implementación de políticas sociales. En suma, todo un programa democrático que se traducía, en cada acto y en cada material propagandístico con una consigna que, además, se anticipaba a la crisis orgánica de diciembre de 2001: “Ajuste o democracia”.
El 26 de julio de 2000, con esa iniciativa como bandera, la CTA organiza la Marcha Grande por el Trabajo y una columna de más de 500 caminantes se lanza desde Rosario, capital nacional de la desocupación en ese momento, para arribar el 9 de agosto a la Plaza de los Dos Congresos, tras recorrer a pie 300 km y reunir más de 400.000 firmas para apoyar la Iniciativa Popular por el seguro de empleo y formación.
Un año más tarde, el 14 de julio de 2001, ese programa democrático le sirvió a la Central para conformar el Frente Nacional contra la Pobreza (Frenapo), integrado por movimientos sociales, estudiantes, organismos de derechos humanos, partidos políticos, artistas populares, cooperativistas y asociaciones gremiales de las Pyme. El 11 de septiembre de 2001, cuando todo el mundo asistía conmovido al atentado contra las Torres Gemelas, la CTA y el Frenapo convocan a la II Marcha Grande y esta vez siete columnas se dirigen a otros tantos lugares de frontera para volver el 21 a la Plaza de Mayo, en medio de un acto multitudinario, con la consigna de realizar una Consulta Popular por el seguro de empleo y formación. Finalmente, sin contar con ninguna respuesta de los partidos parlamentarios ni mucho menos del gobierno, el Frenapo convoca a la realización de la Consulta Popular para los días 14, 15 y 16 de diciembre. Y entonces ocurre un hecho sin precedentes: por afuera del aparato estatal y ejecutando una acción de democracia directa, más de 60.000 militantes organizan, en casi 600 localidades de todo el país, la friolera de 17.425 mesas de votación en las cuales se manifestaron más de 3.000.000 de votantes a favor del seguro de empleo y formación, el salario familiar por cada hija o hijo de trabajador de hasta 18 años y una asignación especial para adultos mayores de 65 años que no percibieran jubilación ni pensión.
El 20 de diciembre de 2001, cuando aún la CTA y el Frenapo estaban contando los últimos votos de la Consulta Popular, el edificio de la representación institucional cayó en medio del estrépito de la crisis de hegemonía y al compás de la movilización de miles de personas que exigían “¡Que se vayan todos y no quede ni uno sólo!”. Un día después, la huida del presidente de la Rúa en helicóptero, en medio de un baño de sangre popular y bajo el estado de Sitio que él mismo había decretado, pusieron al desnudo el carácter orgánico de la crisis.
Desde luego que no fue a consecuencia de la Consulta Popular -ni única, ni exclusiva ni preponderantemente por ella- que se produjo dicha crisis de la representación. Ésta sobrevino en medio del colapso del patrón de acumulación de la valorización financiera y cuando, por segunda vez consecutiva, un partido con raigambre popular fracasaba en la consecución de los objetivos trazados con la estrategia de dominación del transformismo. Sin embargo, lo que sí es imperioso destacar es que ese fracaso no fue por un mal manejo administrativo de la gestión de gobierno; fue porque aquella anticipación morfológica de la crisis, “Ajuste o democracia”, estaba fundada en una práctica de masas que había recuperado para sí el decálogo histórico del igualitarismo y desde éste confrontaba con la raíz antipopular de la formalidad democrática. La dirección del movimiento popular -particularmente la CTA a la que le cupo un rol destacado y reconocido por todas las fuerzas- no se había propuesto poner en crisis al Estado, pero el agotamiento del ciclo de acumulación, sumado a la disputa intestina en el bloque de poder y el acelerado desmoronamiento de la estrategia transformista por efecto de la incorporación a la lucha de vastos sectores sociales que antes se habían mantenido en la pasividad por la ilusión óptica del peso convertible, redundaron en una crisis de hegemonía de la clase dominante y, por ende, una crisis del Estado en su conjunto[5]
Es sabido, además, que los cuadros de conducción más legitimados del movimiento popular se sumieron en la perplejidad y atonía frente al curso que tomaba la crisis, perdiendo así una oportunidad histórica para lograr que se configurara una fuerza social orgánica y en condiciones de profundizar aún más la agenda democrática que se había establecido con el Frenapo. Por otra parte, el componente de antipolítica, expresado en la consigna espontánea con la que se clamaba que “se fueran todos”, redujo la potencia de movilizaciones ulteriores (como la de febrero de 2002, cuya consigna era “Piquetes y cacerolas, la lucha es una sola”) mientras se sucedían los interinatos de la burocracia política que, diligentemente, había salido en resguardo de los sacrosantos intereses del bloque granburgués.
Así, la escena principal es ocupada por los ahorristas defraudados por el “corralito”, por los piqueteros, por los sectores más combativos de los trabajadores organizados, por los jóvenes sin partido ni horizonte, por las amas de casa, por los jubilados y por una masa de argentinos de a pie que, sin orden ni concierto, ganan las calles y las plazas inorgánicamente y en éstas encuentran al único vehículo que les permite transitar la crisis. Pero, detrás de la escena, refugiados en los oscuros bastidores del aparato estatal, los siempre atentos caciques del PJ, los mismos que acompañaron a Menem y más tarde lo contradijeron cuando la política se despeñaba en el abismo de la crisis económica, jugarían a suerte y verdad el comando de la inusitada ingobernabilidad. De hecho, el pueblo apenas cuenta con las organizaciones nacidas durante los años de la resistencia y, por lo tanto, moldeadas en el heroico oficio de resistir pero definitivamente incapaces de superarse a sí mismas –traspasando su corporativismo- y conducir una ofensiva. No hay un proyecto de poder, orgánico, que resignifique la acción callejera y la dote de lo que ostensiblemente le falta: una comprensión global de la situación y un nuevo sentido para la práctica colectiva. Al contrario, abundan las viejas recetas de la izquierda paleolítica, las del maximalismo obtuso que tanto puede propiciar un inverosímil gobierno de las asambleas barriales como replegarse sin explicaciones hacia el electoralismo más oportunista. Tampoco faltan los llamados a la serenidad, a la acumulación de fuerzas sin tiempos ni espacios concretos de realización, a “no convocar aquello que no se conduce”[6] que, en definitiva, resulta ser la enfermedad paralizante que aqueja, en esos difíciles momentos, a las principales organizaciones de masas.
Nadie en la Argentina puede dimensionar, salvo la burocracia política a cargo del Estado, que la crisis tal vez adquiera un cariz favorable si la sociedad en su conjunto es llevada a un punto en el que la noción de caos y anarquía la retrotraiga hacia los contrafuertes del mismísimo aparato estatal, es decir, hacia la institucionalidad vigente que no es otra que la de la clase dominante.
Esa operación se concreta por medio de dos vías simultáneas. Por una parte, la burocracia política rearticula la relación clase dominante/Estado decretando la devaluación del peso, pesificando asimétricamente la deuda bancaria con los ahorristas atrapados en el corralito y traspasando a los bancos una compensación de 12.500 millones de dólares. Con esto asegura la supervivencia del sector financiero evitando su quiebra, le garantiza a la fracción agroexportadora una diferencia sustancial en sus ingresos con la devaluación y contiene al sector industrial con la depreciación de los salarios aunque la devaluación afecte a la fracción importadora.
Por otra parte, pero siempre en simultaneidad con la vía anterior, el gobierno provisional de Eduardo Duahalde rearticula la relación Estado/sociedad. Se vale para ello de la implementación del Plan Jefes y Jefas de familia, un eco sordo y apagado de lo que fuera la propuesta del seguro de empleo y formación que la CTA legitimara con la Consulta Popular de más de tres millones de votos en las vísperas de la caída de De la Rúa. Se trata de una fabulosa válvula de contención del conflicto en los sectores excluidos que involucra progresivamente a más de un millón y medio de beneficiarios directos. Es, sin más ni más, un momento de dominación estatal al interior de las organizaciones piqueteras que, de ahí en adelante, tendrán que movilizarse para exigir más Planes para más beneficiarios y siempre la cantidad será insuficiente. También Duhalde anunciará la paulatina liberación de los fondos atrapados en el “corralito” y con ello aliviará la presión que ejercen millares de pequeños ahorristas.
Pero el punto culminante de esta extendida operación restauradora se concreta con la masacre en el Puente Pueyrredón. Los asesinatos a mansalva de los piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, perpetrados por la policía a la vista de millares de televidentes, ponen al conjunto de la sociedad ante la evidencia del abismo. Demasiada muerte, demasiada violencia, demasiada miseria para un horizonte cada vez más borroso, lejano y aterrador. Y entonces el gobierno ilegítimo anuncia el recorte de su espurio mandato y convoca, para el 27 de abril de 2003, a elecciones sólo para presidente y vicepresidente. Es la mejor de las maniobras que ejecuta esta diligente burocracia política porque, a pesar de que se suceden los repudios masivos a los asesinatos y de que la convocatoria electoral es restrictiva, la única línea de defensa que la sociedad avizora es la de la propia legalidad burguesa[7].
He aquí el papel del Estado que, desde la densidad y complejidad de sus estructuras y timoneado por una burocracia que reemplaza la cuestionada gestión de los representantes “naturales” del pueblo, avanza en una contraofensiva restauradora del orden. Es el Estado el que desagrega, con su accionar sistemático, la potencialidad expresada en el levantamiento popular de diciembre de 2001 y, al hacerlo, pone de relieve que allí no hubo una fuerza social capaz de neutralizar el poder del aparato estatal de dominación. Por debilidad de sus conducciones parciales, por impericia, o por la primacía de concepciones reformistas y economicistas, el movimiento social de diciembre no alcanza la estatura de una nueva fuerza social en condiciones de desagregar la base histórica del Estado al que se enfrenta en medio de la crisis.
Sin embargo, el Estado no es todo y la burocracia no está llamada a reemplazar indefinidamente al partido del orden. Mientras este último no exista como tal, la doble relación dialéctica entre clase dominante/Estado y Estado/sociedad discurre en un plano de crisis no saldada. O lo que es igual: la hegemonía no remite únicamente al control del aparato de gobierno, sino al conjunto de las superestructuras y, por ende, a la capacidad de dirigir a la sociedad desde el poder que emana de las relaciones sociales de producción. La totalidad social, por lo tanto, es el ámbito en el cual las clases antagónicas miden su relación de fuerzas, y el Estado, en tanto que tal, aunque atravesado por esa relación de fuerzas, expresa la relación de poder y primacía existente entre esas fuerzas en pugna.
De allí, pues, que la convocatoria a elecciones para el 27 de abril plante un hito en la restauración del orden, pero diste mucho de resolver la crisis de hegemonía abierta a fines de 2001. Y esta evidencia se torna dramática cuando, al interior del PJ, la disputa que instala Menem dispara una atribulada búsqueda de candidatos para enfrentarlo. Primero naufraga Reutemann, en parte gracias a su sempiterna condición de irresoluto, y en parte porque la inundación que afecta a la ciudad de Santa Fe le pone el agua al cuello a su incapacidad de gestión. Después se quiebra De la Sota, abrumado por el peso de los condicionamientos que le imponen los caciques menores y la desconfianza manifiesta de los caudillos bonaerenses adictos a Duhalde.
Para la tradición aparatista y punteril del PJ post 76, la situación equivale a no tener a nadie, a no ser que se repare en Néstor Kirchner, el solitario gobernador patagónico que no desiste de la disputa presidencial. Es poco menos que un ignoto, y si no lo es del todo es porque junto a un equipo de santacruceños ha venido tejiendo desde hace tiempo una laboriosa red de contactos en distintos puntos del país. Finalmente, ante la sequía de candidatos, Duhalde se inclina por darle el apoyo y tras de sí encolumna todo el soporte del aparato bonaerense. A todas luces es una solución de compromiso, que tanto debe remar contra la insólita candidatura extrapartidaria de Adolfo Rodríguez Saá, como enfrentar decididamente a Menem. Si a esto se le agrega la postulación de López Murphy como candidato de la ortodoxia neoliberal, es fácil comprender que las fracciones más preeminentes de la clase dominante reanudan sus disputas intestinas para dirimir, en definitiva, cuál ha de ser la salida a la crisis y, por lo tanto, quién la conduce.
Gobierno popular y fuerza social orgánica.
El resultado electoral del 27 de abril muestra, como ningún otro hecho anterior, la fragilidad relativa de todas y cada una de las opciones que emergen a instancias de la crisis. La escasa ventaja que Menem le saca a Kirchner; el desplazamiento de López Murphy a mano de los anteriores; el pálido desempeño de Carrió y la inexpresividad de la izquierda tradicional, ponen de manifiesto que, tanto las diversas fracciones burguesas, como las pretendidas alternativas populares, carecen por sí mismas de una propuesta política que anude un nuevo consenso social. En estas condiciones, será el pueblo, por segunda vez consecutiva, quien talle inorgánicamente en la disputa y con su actitud –adelantada por las encuestadoras de opinión- empuje a Menem a abandonar el ballotage antes de que éste se concrete. De una manera inusitada, pues, el levantamiento popular de diciembre contra Fernando de la Rúa logra un nuevo triunfo con la huida de Menem y, con ella, reinstala las condiciones materiales para que la crisis no se cierre por el lado de sus enemigos más acérrimos.
Es asombroso que este pueblo, que fracturado resistiera durante más de un cuarto de siglo, que una y otra vez abonara las calles y las plazas con la sangre de sus muertos, que carente de cualquier dirección expulsara al gobierno de la Alianza, ocupase ahora protagónicamente la escena política asestándole “un golpe formidable al símbolo más odiado del neoliberalismo” [8] . Ni el más brillante estratega de la clase dominante, ni el más agudo de los habituales comentaristas políticos ni, por supuesto, el más encumbrado defensor de la teoría de la trampa electoral, podían imaginar que, a pesar de la sistemática tarea de desagregación que la burocracia política y el Estado emprendieran, el pueblo conservaría intactas las reservas que se habían potenciado en diciembre de 2001.
Con sólo el 22% de los votos, el 25 de mayo asume la presidencia Néstor Kirchner. Lo hace en medio de una suerte de alegría popular expectante. La derrota de Menem alienta un clima esperanzado, pero no hay alborozo en las calles, ni las masas se vuelcan hacia los espacios públicos para adueñarse de un triunfo que sólo a ellas les pertenece. El lugar vacante que deja la inexistencia de una verdadera fuerza social, agrandado en su vacío por la incapacidad manifiesta de todas las fracciones de la clase dominante para resignificar el cuestionado sentido de la política, habilita a una fracción minoritaria de la intacta burocracia estatal para emerger y poner en práctica un sorprendente programa democrático, nacional, popular y latinoamericanista.
Mucho se ha dicho –y falta mucho para decir todavía- sobre el gobierno popular de Néstor Kirchner; por razones de espacio y objetivos, aquí nos limitaremos a señalar que la aplicación de aquel programa primero, y luego su profundización y ampliación durante los dos mandatos de Cristina Fernández de Kirchner, reinstalaron con una firmeza inusitada la impronta del igualitarismo que tantas veces habían intentado suprimir, a lo largo de décadas, las diversas variantes del bloque de poder de la clase dominante.
Sin embargo, el kirchnerismo, que como ya fue señalado antes surge como una opción popular sin que las luchas que lo preceden hubieran cuajado en una fuerza social de nuevo tipo, tampoco atina a impulsar y promover una construcción con esta característica. La acción de gobierno supera todas las expectativas del campo popular, pero se mantiene inscripta en una relación en la cual la ausencia de un protagonismo directo de las fuerzas populares en la fijación de la agenda pública, acaba dándole primacía a la iniciativa gubernamental quedando ésta sobreexpuesta al paulatino ataque de los poderes fácticos.
El conflicto de 2008 con el agro por la aplicación de las retenciones a las exportaciones, y al año siguiente la derrota en las elecciones legislativas, comenzaron a mostrar que una parte del campo popular quedaba atrapado, en términos políticos e ideológicos, en las mallas de la restauración conservadora. Si bien estas fuerzas de la derecha granburguesa carecían por entonces de un partido, contaban en su poderoso arsenal con la acción sistemática de los grandes medios de comunicación que les pertenecían genéricamente y desde los que persistían en el objetivo ideológico de desacoplar una fracción del campo popular de la órbita de influencia del gobierno. La reelección de Cristina en 2011 por una mayoría incontrastable, eclipsó momentáneamente los intentos restauradores, pero es innegable que el proceso de desplazamiento de la base histórica que posibilitara el sorprendente surgimiento del kirchnerismo ya se había iniciado en 2008 y se aceleraría en el tramo final del segundo mandato de Cristina. Baste citar como ejemplo de ello la cuestión del impuesto a las ganancias, que apenas afectaba a una porción minoritaria de los trabajadores registrados y, sin embargo, fue asimilada como reivindicación propia por una enorme mayoría sin que el gobierno atinara a modificar esta situación, mientras que una porción significativa de la dirigencia sindical fogoneaba el descontento.
Hoy parece inconcebible que sectores sociales pertenecientes al campo popular, que resultaron beneficiarios directos de la mayoría de las políticas de los gobiernos populares kirchneristas, se hayan pasado al polo ideológico y político de la clase dominante. Pero este pasaje no ha sido apenas por eventuales errores de conducción, ni tan solo por la acción sistemática del dispositivo mediático y comunicacional; en verdad, se trata de fracciones del campo popular que, huérfanas de la contención y del sentido de pertenencia a una fuerza social orgánica – a la sazón inexistente a lo largo de los doce años y medio de gobiernos populares- quedaron a expensas de la cooptación ideológica, y luego política, de la restauración conservadora. Convertidos en masa de maniobra y fungiendo como “clase de apoyo” del bloque en el poder, estos sectores terminaron por darle su voto al exiguo triunfo de Macri en 2015.
Es la primera vez, desde 1955, que el actual bloque en el poder de la clase dominante arriba a la dirección política del Estado sin intermediarios molestos ni violencia institucional alguna. Ha sido por la vía del voto – y en particular de una porción nada despreciable del voto popular- que la restauración conservadora coloca en los puestos de decisión y mando estatal a los representantes directos y orgánicos del gran capital. Desde luego que esto no significa que dentro del bloque en el poder no haya contradicciones. Por supuesto que las hay, al punto, incluso, que mientras los grupos económicos locales se recuestan políticamente en la opción de Sergio Massa, aquellos otros vinculados a la hegemónica fracción financiera lo hacen en Macri. Pero en una cuestión están de acuerdo sin fisuras: es preciso remover de raíz todo instrumento que posibilite “un retorno al pasado”, o sea, los mecanismos legales, organizacionales y hasta de prácticas consuetudinarias que remitan al piso de derechos ciudadanos logrados durante el primer peronismo. Saben que allí, en ese caldo de cultivo que durante más de setenta años no consiguieron anular del todo, ni modificar sustancialmente, reside la fuente de realimentación de todas las luchas y resistencias.
Por eso precisan ganar las elecciones del 22 de octubre en la provincia de Buenos Aires. Necesitan derrotar a Cristina Fernández de Kirchner para superar el último obstáculo político que les impide avanzar hacia una profunda reforma laboral y previsional que altere de tal modo la relación entre los trabajadores y las patronales en el seno de las unidades productivas que torne imposible un horizonte de conquistas orgánicas al conjunto de la clase.
Dicho de otro modo, la restauración conservadora que encarna Macri debe encaminarse hacia otro tipo de Estado que en su doble relación con la sociedad y con la clase dominante no presente ningún tipo de fisuras como para que se cuele, otra vez, una experiencia nacional, popular y latinoamericanista. Por eso es que el actual Estado es de transición. Es un Estado gendarme, pero no en el sentido de las dictaduras, sino en el de asegurar al bloque de poder un tránsito -entre medio de los conflictos actuales- hacia un futuro sin sobresaltos. No reniega del régimen democrático (¿a título de qué lo haría ahora cuando las urnas le han deparado la mejor de las sorpresas?), pero su democracia ya no puede ser cualquier democracia sino una en la que el viejo piso de la conciencia ciudadana de las mayorías populares haya sido detonado.
Natalio R. Botana, en un artículo de página completa para el diario La Nación[9] pinta como nadie esta situación: “La acción cotidiana de este tipo de oposiciones (se refiere al kirchnerismo y a las movilizaciones populares) erosiona el régimen representativo fundado en elecciones y en mayorías fluctuantes que se expresan en las urnas. A la vista de esta contradicción, el diseño de un régimen político con gobiernos y oposiciones mutuamente responsables está todavía por hacerse”. Y más adelante, para despejar cualquier duda, dice: “En este sentido, es imprescindible aceitar el resorte del sistema representativo. Si este sistema llegase a fallar, presa de una faccionalismo acrecentado en el Congreso (aquí insinúa la posibilidad de un triunfo de Cristina) o de unos partidos que no atinan a renovarse, seguirán creciendo las otras oposiciones que apuntan a la contestación directa y a empujar el país hacia la política de lo peor. Estos dualismos, que el lenguaje de moda denomina grieta, tienen entre nosotros antiguo arraigo, no van a dejar la escena y, para no exagerar, fueron en el pasado mucho más violentos que en el presente. Razón suplementaria para sacar provecho de estas lecciones que trae las historia y no la praxis de la memoria”. ¿Por qué tantos resguardos? Porque Botana sabe que “Aún nos falta recorrer el trecho que conduce a una legitimidad compartida en la que la alternancia no traduzca una lucha entre proyectos excluyente y la legislación pueda al cabo encaminarse hacia un núcleo consensuado de políticas públicas”.
Frente a este panorama, los trabajadores, con o sin empleo, no podemos dejar de promover el voto a las listas de la Unidad Ciudadana y la Unidad Porteña porque necesitamos del triunfo de Cristina, Jorge Taiana y de todas las compañeras y compañeros que, como Hugo Yasky, nuestro secretario general de la CTA, están dispuestos a frenar el ajuste macrista para poder construir de nuevo una mayoría nacional, popular y latinoamericanista. Otra vez vuelve a ponerse en el orden del día aquella consigna de inicios de este siglo: ajuste o democracia, sólo que ahora la democracia no puede ser la del gran capital sino la de todo el pueblo movilizado.-
*Carlos Girotti, integrante de la Junta Interna de Delegados de ATE-CONICET Capital Federal. Secretario de Comunicación de la CTA de los Trabajadores.
[1] Ese debate se vio enriquecido con los aportes de Martín Granovsky; Jorge Alemán, Glenn Postolski y Daniel Rosso; María Pía López; Diego Tatián; Rocco Carbone y Nuria Giniger; Horacio González; Ricardo Forster, para mencionar algunos de los autores que rápidamente intervinieron para sustanciar la polémica.
[2] Basualdo, Eduardo M. (editor); Endeudar y fugar: Un análisis de la historia económica argentina, de Martínez de Hoz a Macri.- 1ª. Ed., Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2017, pp.183. Ver también del mismo autor: Sistema político y modelo de acumulación en la Argentina, Bs.As., Flacso-Unqui-Idep, 2001; y también: Sistema político y modelo de acumulación. Tres ensayos sobre la Argentina actual.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Cara o Ceca, 2011.
[3] Basualdo, Eduardo M. (2017), op.cit. , pp.37
[4] Basualdo, Eduardo M. (2017), op.cit ,pp.79
[5] La definición de la crisis orgánica como crisis del Estado en su conjunto puede consultarse en Gramsci, Antonio: Note sul Machiavelli sulla política e sullo Stato moderno (Nuova edizione riveduta e integrata sulla base dell’edizione crítica dell’Instituto Gramsci a cura di Valentino Gerratana) .- Editori Riuniti, Torino, 1975, Osservazioni su alcuni aspetti della struttura dei partiti politici nei periodi di crisi organica, pgs. 61/62
[6] Así lo formulaba entonces el sector de la conducción nacional de la CTA que más tarde, durante el kirchnerismo, dedicaría sus mejores esfuerzos a oponerse al gobierno popular.
[7] La consigna “Que se vayan todos” estaba dirigida a los representantes, pero dejaba incólume la institucionalidad y la legalidad vigentes.
[8] Palabras de Fidel Castro en el discurso pronunciado en las escalinatas de la Facultad de Derecho de Buenos Aires el 26 de mayo de 2003, al día siguiente de la asunción de Kirchner.
[9] Botana, Natalio R.: Contra la erosión de la convivencia democrática; en La Nación, Bs.As. 29 de septiembre de 2017, pp 33