Jorge Gaggero*
Las presentes circunstancias de nuestro país plantean desafíos a la política fiscal en tres planos igualmente cruciales: el macroeconómico; el de los bienes públicos y la redistribución de ingresos; y el de la competitividad. Se desarrollará aquí un breve esbozo de una reforma orientado a encarar estos desafíos, siguiendo los lineamientos de un texto redactado por mí para el “Plan Fénix” (2006) a partir de una reflexión colectiva de un grupo de especialistas nacionales en cuestiones fiscales [ integrado por Orlando Braceli, Jorge Gaggero (coordinador), Jorge Macon, Marcos Makon, Alejandro Otero, José Sbatella, Angel Sciara y Salvador Treber].
Creo que es necesario primero, para una mejor comprensión de la propuesta, plantear algunas breves referencias acerca de la cuestión de la redistribución de los ingresos, en sus fases “primaria” y “secundaria” (y de sus intervinculaciones).
Las fases “primaria” y “secundaria” de la distribución de los ingresos
Los procesos redistributivos han resultado en Occidente, en general, de una larga y ardua tarea de construcción histórica por parte de las sociedades que han logrado altos estándares de bienestar y equidad, como consecuencia de la activa (pertinaz, puede decirse) participación de sus clases, segmentos sociales y asociaciones de diverso tipo. En suma, un proceso de edificación y defensa de nuevas instituciones que permitieron alcanzar y sostener tales estándares en un arduo proceso de avance y consolidación de tipo cultural. Resultan poco frecuentes, en cambio, los casos de “saltos históricos” que hayan logrado subsistir.
En cuanto al conjunto de políticas públicas apropiadas, varían de acuerdo a los respectivos procesos y diferencias estructurales de las sociedades nacionales. En aquéllas donde los mercados juegan un papel de alguna relevancia resulta importante, a efectos tanto analíticos como argumentativos, distinguir entre los procesos y políticas que definen la distribución denominada “primaria” de los que operan en la fase “secundaria”. La “primaria” es la fase de la distribución que resulta de la interacción de los mercados, la “sociedad civil” (u “organizaciones del pueblo”) y el Estado, con sus intervenciones y regulaciones de todo tipo, excepto la “propiamente fiscal” (vale decir, la que se realiza a través de la recaudación de impuestos y otros ingresos públicos y de la asignación del gasto público). La segunda, la “secundaria”, se refiere entonces a la “corrección” –usualmente progresiva, proequitativa- que realiza la acción fiscal del Estado a la “distribución primaria”, bastante inequitativa en todas partes.
Ahora bien, resulta vital para alcanzar un cierto grado de equidad que se opere con vigor en ambos planos de la distribución. Ello es así porque la historia parece mostrar que allí donde la “distribución primaria” tiene características extremas (“salvajes”) es más limitada la corrección “secundaria” posible. Muy esquemáticamente, esto se explicaría por dos razones principales, en planos diferentes. Por un lado, se plantea un problema de limitación instrumental dado que la capacidad de “corrección fiscal” no es ilimitada (en cuanto a la medida en que resulta capaz de modificar la regresividad “primaria”). Por el otro, en las situaciones de extrema inequidad “primaria” se plantea usualmente un problema de “correlaciones de fuerza” en el plano socio-político muy desfavorables para las mayorías, ya que los actores y procesos que definen tal grado de regresividad “primaria” tendrán también capacidad para bloquear las eventuales reformas fiscales (tributarias y del gasto público) que podrían mitigarla, al menos en parte, en la fase de redistribución “secundaria”.
Una agenda relevante de las políticas públicas proequidad en el plano de la “distribución primaria” debería incluir, entre otros temas relevantes, los siguientes: control democrático y diversidad en el área de los medios masivos de comunicación; regulación eficiente de los mercados no competitivos y eficaces políticas antimonopólicas; políticas laborales progresivas; control de la concentración de la propiedad de la tierra y de la propiedad empresaria; redistribución de riqueza donde sea necesario (debe tenerse muy en cuenta, sin embargo, que una vez concentrada la propiedad resulta muy difícil redistribuirla); una política educativa que privilegie a los sectores más desprotegidos, sobre todo en los niveles básicos; y una política de salud de alcance universal, a partir de la constitución de un sistema racional e integrado (que supere el actual esquema: antieconómico, desigual, irracional y desintegrado, sujeto al arbitrio de poderosos intereses económicos y corporaciones). Una cuestión crítica central en la definición de la distribución “primaria” en una sociedad es, “antes” del rol que puedan jugar las políticas públicas mencionadas, la de los valores predominantes en tal sociedad, la propiamente “cultural” antes mencionada (una esfera que resulta de la historia previa y en la cual, usualmente, se verifican muy lentos procesos de cambio).
Para completar esta introducción a la propuesta propiamente dicha, debe recordarse que en la fase “secundaria” lo que resulta clave para lograr más equidad es el nivel y la estructura del gasto público (lo que define, en buena medida, su impacto distributivo). Obviamente, el nivel del gasto está determinado por el nivel de la presión tributaria. A su vez, este último resulta – en última instancia- función del grado de progresividad de la estructura de los ingresos públicos: a mayor progresividad, más alto nivel de recaudación potencial. En síntesis, la estructura de la recaudación tributaria hace posible una mayor equidad, no tanto como consecuencia directa de la misma –su aporte “directo” es relativamente menor o inexistente, como es el caso de la mayor parte de los países de América Latina-, sino a través de la gestión del gasto público, cuyo nivel resulta por ella determinado.
Una reforma posible
Ahora sí podemos abordar -sobre bases conceptuales firmes- la cuestión de los cambios fiscales necesarios en Argentina para hacer frente a los tres desafíos mencionados al principio de este texto: el macroeconómico; el distributivo; y el de la competitividad.
En primer término debe situarse, sin duda, el indispensable aporte que la política fiscal debe hacer a la sustentabilidad macroeconómica de mediano y largo plazo. Los éxitos logrados, en los años posteriores a la caída del régimen de convertibilidad, en la mejora de los ingresos públicos y la consecuente generación de fuertes excedentes fiscales -que han permitido, a la vez, hacer frente a los servicios de la deuda, al gasto social y a crecientes inversiones en infraestructura- deben consolidarse hacia el futuro. Esto supone la necesidad de políticas de mediano plazo que puedan anticiparse a las reversiones del ciclo económico. La aceleración inflacionaria del bienio 2007-2008 hubiese requerido, por otra parte, una especial revisión de la política fiscal, que apuntase a un tiempo a intentar que la misma contribuyese con alguna eficacia a su control y a definir cambios graduales en su estructura que asegurasen que tal orientación no resultase en impactos regresivos sobre la distribución del ingreso. Ello suponía encarar diversas reformas, tanto en el campo de los ingresos como en el de la estructura y la gestión del gasto. El compromiso estratégico que han asumido de modo explícito las autoridades nacionales es el de reducir –en la medida de lo posible- el endeudamiento neto y, a la vez, resituar al Estado como palanca de desarrollo, regulador y árbitro eficaz e instrumento clave para alcanzar las metas estratégicas de equidad sin las cuales no habrá progreso económico ni bienestar. En las condiciones de Argentina el cumplimiento simultáneo de estos objetivos sólo resulta posible con una política fiscal consistente, especialmente vigorosa y eficaz.
En segundo lugar, la revalorización del conjunto de bienes públicos que el Estado debe proveer -en particular, los asociados a la salud, la educación, la protección laboral y la previsión social- y más allá de ellos, la de las transferencias adicionales indispensables para alcanzar mayor equidad socio-económica, plantean demandas especialmente exigentes al sistema fiscal. Tanto como consecuencia de la mayor presión tributaria necesaria y de los cambios en la estructura de la imposición que deberían encararse, en un horizonte de mediano y largo plazo, como de los específicos desafíos que supone para la gestión presupuestaria y la administración pública (en todos los niveles de gobierno). El imperativo de reequilibrar la distribución de los ingresos y la demanda de mayor gasto consolidado futuro apuntan, necesariamente, en la misma dirección en materia de ingresos públicos: debería fortalecerse la imposición sobre las rentas personales y los patrimonios (reintroduciéndose, además, el impuesto “a la herencia” y las donaciones a título gratuito) y, por el contrario, atenuarse la carga sobre los consumos de carácter masivo (los suntuarios serían gravados en mayor medida). Deberían integrarse las rentas de cualquier origen en cabeza de las personas físicas con el objeto que el impuesto a las ganancias recaiga sobre todas ellas (sin excepciones relevantes). Un proceso de este tipo demandaría el previo “cierre” de los canales de elusión hoy existentes que son usados por los sectores de mayores ingresos para eludir sus obligaciones tributarias, muchos de los cuales descansan en las debilidades de la gestión orientada a la efectiva aplicación del criterio de “renta mundial” vigente en Argentina (un ejemplo relevante es el brindado, en los últimos años, por la proliferación de “fideicomisos” de todo tipo, incluidos los que se constituyen en “paraísos fiscales”).
En tercer término, las reformas fiscales resultan ineludibles para darle mayor competitividad a la economía, en todos los planos en los que la gestión estatal resulta sustantiva. En el tributario, a través de una reducción sustancial de la evasión y la elusión que permita –a la vez- terminar con un proceso histórico de “selección perversa” de agentes económicos basado en una alta “brecha de deslealtad empresaria” y, vía reducción de alícuotas (en especial en el IVA), estimular las actividades económicas internas. Complementariamente, la eliminación de las exenciones que hoy benefician a las actividades financieras y especulativas y el aumento de la presión sobre las personas con alta capacidad contributiva, permitiría terminar con la asimetría que hoy afecta a las empresas (en especial a las pequeñas) y a las actividades productivas. En el plano del gasto, una mayor eficacia administrativa y reguladora del Estado, una dirección más eficiente y racional de sus subsidios, una más alta y mejor direccionada inversión pública y una ambiciosa y equilibrada coordinación regional constituirían otras tantas asignaturas estratégicas indispensables.
Los agentes “retardatarios” y algunos requisitos a cumplir
Para que reformas tributarias de este tipo puedan practicarse en Argentina se plantean, en principio, dos requisitos insoslayables y estrechamente vinculados entre sí: legitimar la imposición a través de una mayor eficacia y transparencia del gasto público, como ya se dijo; y afirmar gradualmente, al mismo tiempo, la “ciudadanía fiscal”, tan débil en Argentina. Resulta insoslayable la simultánea afirmación, en los hechos, de la disposición (y capacidad) estatal para “imponer”, en última instancia y quebrando, dentro de la ley, la resistencia de los más “remisos”.
Como muestra evidente de las dificultades que deben ser enfrentadas a este respecto, valen:
i ) el levantamiento de los grandes propietarios “del campo” (2008), con el auxilio de los pequeños, bajo la consigna “sectorial” de que no se permitirá que el Estado “les meta la mano en el bolsillo”;
ii ) la silenciosa pero eficiente tarea de desaliento de toda reforma de carácter progresivo por parte de los grandes bancos privados y de las agrupaciones que representan a los titulares de las más importantes empresas; y
iii ) de modo paradojal, los sucesivos embates de algunos dirigentes de la Confederación General del Trabajo (CGT) y ambas fracciones de la otra central, la CTA, contra el tributo sobre las ganancias con el argumento de que se trata de un “impuesto sobre el salario” y por lo tanto debería ser eliminado (en el caso de una de ellas, que ha impulsado incluso una acción judicial para intentar impugnar legalmente su vigencia) .
No resulta, por cierto, una cuestión menor que la objetiva necesidad de mayor progresividad en Argentina aparezca desafiada a la vez por las patronales agropecuarias -y, con intensidad variable, por los restantes sectores de la actividad productiva-, por importantes actores del sector financiero privado e, incluso, por algunas direcciones sindicales.
Una necesaria contracara de los cambios tributarios requeridos son, entonces, las reformas orientadas a dar mayor eficacia y transparencia a la gestión presupuestaria en todos los niveles de gobierno, en el marco de un escrupuloso cumplimiento de las estipulaciones constitucionales (incluyendo la posible apelación, en ciertos casos de particular importancia, a las nuevas instancias de consulta habilitadas por la reforma de 1996) y el adecuado funcionamiento del régimen republicano y federal de separación de poderes.
Los presupuestos públicos no alcanzan a reflejar hoy siquiera lo que se gasta (ofrecen un parcial panorama “financiero”), cuando deberían expresar con claridad qué se hace con los recursos públicos asignados (la perspectiva de las “necesidades públicas”). Resulta entonces indispensable un cambio en la visión del Estado: el paso del “Estado gastador” al “Estado prestador de servicios”.
Se requiere, para ello, de un sistema de planificación que brinde un marco a la definición de las políticas a impulsar y a la posterior asignación de los recursos necesarios. Junto con una mayor flexibilidad gestional en la administración, adecuada a la singularidad de cada organismo. Y la introducción de sistemas de premios y castigos para las instituciones y los funcionarios, los “gerentes públicos”. En cuanto a la evaluación de los resultados, resulta también indispensable el buen funcionamiento de un sistema de seguimiento y monitoreo que verifique si el impacto previsto de la prestación de los bienes y servicios públicos se ha alcanzado y que, en caso contrario, permita introducir a tiempo rectificaciones (y también penalidades, cuando corresponda
*Jorge Gaggero, economista; miembro del Plan Fénix, del CELS y de Tax Justice Network