El acuerdo con el Fondo no tiene otro objetivo más que evitar la vuelta al “populismo” pero con un compromiso que nadie pueda romper.
El regreso de la Argentina al FMIno necesita números para ser explicado. Su objetivo no consiste en “la convergencia de las metas de déficit”, el nuevo nombre para el viejo “ajuste”, a cambio de desembolsos que permitan hacer frente a los compromisos externos, como aparece a simple vista, sino en introducir cambios de largo plazo en el funcionamiento de la economía. En particular cambios que condicionen también a futuros gobiernos, incluidos los de signo opositor al actual.
Como no se cansan de repetir los funcionarios cambiemitas en sus giras internacionales, de lo que se trata es de evitar a toda costa el regreso del “populismo”, calificativo con el que se intenta degradar la condición de los gobiernos nacionales y populares partidarios del desarrollo autónomo con inclusión social creciente.
Que estas transformaciones sucedan hoy bajo un régimen democrático es un hecho extraordinario, de tintes orwellianos, que confirma el éxito de la colonización de la subjetividad como contrapartida en la vida privada de la dominación del capital en el mundo de la producción.
La referencia a la democracia tiene sentido, porque el actual intento de transformación del funcionamiento de la economía ocurrió también en el pasado, pero bajo dictaduras. Si bien es todo un síntoma que el ingreso del país al FMI haya ocurrido bajo la autodenominada “revolución libertadora” que derrocó al primer peronismo, el organismo no es la clave, sino un mero instrumento. Fue Alfredo Martínez de Hoz con la reforma financiera de 1977 quien consolidó la primera tanda de transformaciones cuasi irreversibles. Esta legislación dio origen a la preeminencia del capital financiero, que regula desde entonces el funcionamiento de la economía local, y avanzó en paralelo con la reforma arancelaria y el potente endeudamiento externo.
El naciente neoliberalismo de la dictadura militar, que años más tarde se plasmaría en las ideas del Consenso de Washington, terminó de cuajo con el modelo de la ISI, la Industrialización Sustitutiva de Importaciones, un modelo que no estaba en absoluto agotado y que entre 1965 y 1975 había generado un crecimiento promedio del 5 por ciento anual prácticamente con pleno empleo. No fue fácil destruir el peso de las nuevas clases sociales surgidas bajo la ISI, demandó 30 mil desaparecidos.
La herencia de la dictadura para el largo plazo se sintetizó, además de las transformaciones institucionales, en la nueva deuda externa como instrumento de subordinación para todos los gobiernos de la restauración democrática. La deuda fue la razón última del estancamiento de los ’80, del desguace del Estado en los ’90 y de la profunda crisis de 2001-2002. Finalmente, la primera década del siglo fue un paréntesis, una ruptura de esta continuidad, un intento de recuperación de la autonomía que se expresó en el desendeudamiento y en la expulsión del FMI como policía de la política económica.
Conceptos como “imperialismo” y “lucha de clases”, que fueron estigmatizados como antigüedades por la prensa hegemónica, conservan un gran poder explicativo. Nótese que son los que están por detrás de otras ideas también consideradas viejas, como la liberación nacional y social, tan setentistas ellas. Pero lo que importa rescatar aquí es el rol estructural de la deuda. Lo que define una relación imperial es la extracción del excedente colonial. Hasta principios de los años ’70 esta extracción se concretaba a través del comercio, estaba implícita en “los términos del intercambio” entre “el centro y la periferia”, más ideas setentistas. Ya en tiempos de hegemonía del capital financiero, la extracción se produce fundamentalmente a través del endeudamiento. Comenzó con el reciclaje de los petrodólares y desde entonces no se detuvo. Pagar la deuda externa cuando esta es elevada se lleva el excedente generado por la economía colonial e impide su desarrollo, es decir, los limita a una inserción internacional de meros proveedores de commodities. Esta idea del lugar de Argentina en los mercados globales fue sintetizada por el macrismo con la frase“tenemos que ser el supermercado del mundo”, la visión siglo XXI del viejo “granero”.
Una de las “pesadas herencias” del kirchnerismo fue un país desendeudado. Desde su comienzo mismo, la administración de Cambiemos se abocó a la reconstrucción acelerada del endeudamiento externo. Durante los primeros dos años largos de gestión se tomó deuda neta por alrededor de 70 mil millones de dólares. La deuda en divisas, que es la que importa, pasó de 76 mil a más de 140 mil millones. Si se suma el programa anunciado con el FMI y otros organismos financieros internacionales quedará pronto cerca de los 200 mil millones. Lo notable es que estos pasivos se asumieron a una velocidad inusitada y bajo la indiferencia mayoritaria de la población, a la que se le explicó que el endeudamiento en divisas se tomaba para financiar el supuesto “gradualismo”, es decir el déficit interno provocado por gastos en pesos.
Mientras todo ello ocurría los economistas profesionales, verdaderos cómplices del proceso, explicaban que endeudarse en dólares no tenía la menor importancia porque total la relación deuda/PIB era baja, todo ello en un país con déficit estructural de la cuenta corriente del Balance de pagos. Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, el poder financiero global comenzó a advertir la inconsistencia ya desde 2017 y la fiesta se terminó de golpe. El programa con el FMI es precisamente el fin de fiesta, pero representa también la restauración del status quo pre 2001, un anhelo de las clases dominantes locales y globales. El objetivo de largo plazo de las elites es el mantenimiento de la actual estructura productiva basada en las exportaciones de commodities, importando todo lo demás, y la progresiva disminución del peso del Estado en la economía. Eso y no otra cosa es lo que significa la muletilla de “reducir el gasto”. A la vez se persigue que este modelo sea irreversible, por eso el objetivo de volver atrás con la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, buscando una absurda autonomía cuyo único fin es desfinanciar al Tesoro, o peor obligar al Tesoro a endeudarse más caro con el sector privado.
El mecanismo que permitirá el sostenimiento del proceso en el largo plazo, entonces, fue el reconstruido por Cambiemos desde el primer día: el nuevo peso de la deuda en divisas que obligará, como en el pasado, a continuas renegociaciones y a planes económicos “muy buenos, pero dolorosos” –ya se sabe para las espaldas de quien– pero “que pide el FMI”. Cualquier gobierno que suceda al de Mauricio Macri deberá enfrentar esta nueva gran limitación creada, un reaseguro para la extracción del excedente colonial y la dominación social. Romper este orden será cada vez más difícil, el verdadero gran éxito de Cambiemos.-
Tomado de El Destape