Héctor Palomino*
La alternativa planteada por los nuevos movimientos sociales en Argentina puede ser formulada, sintéticamente, como la del acceso colectivo a los medios de producción. Este objetivo tiene un carácter netamente contracultural, que confronta tanto con los valores predominantes como con las tradiciones políticas.
La estrategia actual del Estado frente a las magnitudes inéditas de la pobreza y la desocupación se orienta por las respuestas canónicas aportadas por los economistas convencionales. Para ellos, estos problemas sólo podrán superarse en la medida del crecimiento económico y, por lo tanto, sólo a muy largo plazo. Entretanto, los pobres y desocupados deberán ser asistidos a través de subsidios, política cuya puesta en práctica, aún limitada a jefes y jefas de hogar implicó la incorporación de dos millones de desocupados a un programa administrado por el Estado.
Las críticas a este programa se concentran en el reducido monto de 150$ que no resulta suficiente para cubrir una canasta de bienes básicos, en excluir a una cantidad similar de desocupados que no reciben subsidios (sobre todo jóvenes y mujeres), en los mecanismos clientelares de asignación de una parte de los subsidios y, finalmente, en el impacto social de generar una clase administrada por el Estado. A estas críticas cabría agregar la distorsión que genera sobre las propias políticas estatales, dedicadas a resolver los problemas emergentes de la aplicación de este plan más que a los problemas estructurales del empleo. Pero, más allá de estas críticas, este programa revela los problemas de la economía capitalista en Argentina, en particular su incapacidad para cumplir con una regla básica de funcionamiento: la de posibilitar el acceso de la población a medios de vida a través del trabajo asalariado. Dada esta imposibilidad, que se puede resumir en la fórmula “no hay trabajo para todos”, el Estado provee –de manera limitada- subsidios a los desocupados.
Las propuestas formuladas como alternativas a esta política de subsidios limitados, postulan la necesidad de generar nuevos mecanismos de redistribución de ingresos. Una de esas alternativas busca vincular los subsidios estatales con la generación de empleos a través de un seguro de desempleo o de “empleo/formación” financiado con fondos presupuestarios e impositivos. Este enfoque se sustenta en el derecho al trabajo, consagrado por nuestra Constitución. Otra alternativa pasa por la sustitución de la regla del acceso a medios de vida a través del trabajo asalariado, por otra regla que promueve la universalización de ese acceso a través de un ingreso “ciudadano”, cuyo monto debería ser suficiente para asegurar la subsistencia. Ambos enfoques se orientan hacia la redistribución de ingresos, concebida como política estatal y como medio privilegiado de garantizar la inclusión social. Estas propuestas elaboradas en el seno del sistema político institucionalizado no agotan, sin embargo, el campo de alternativas. Existen también otras provenientes de los excluidos del sistema, que encaran emprendimientos autogestionados como respuestas a las necesidades de subsistencia y, a la vez, buscan su articulación en un nuevo paradigma económico.
Los movimientos sociales en Argentina se orientan actualmente hacia la construcción de redes de economía alternativa. Esta orientación es concebida en términos de una política basada en necesidades, que impulsa la generación de actividades en el marco de una nueva economía social. Esta estrategia plantea una respuesta al problema central que ni el funcionamiento de la economía formal ni las iniciativas estatales pueden resolver en el corto plazo: la generación de empleos. Precisamente, los movimientos sociales extraen buena parte de su legitimidad de las carencias de la economía de mercado y aportan soluciones originales para la pobreza y el desempleo “por afuera” del sistema económico “normal” o institucionalizado. El desarrollo de una nueva economía social impulsada por los movimientos sociales constituye una orientación netamente política, diferente de la que prevaleciera en la década de los ’90.
Durante los ’90, las actividades de la economía social aparecían como complementarias del retiro del Estado de la actividad económica, y fueron impulsadas por los organismos multilaterales que alentaban su desarrollo al mismo tiempo que la instalación de mercados que sustituyeran la prestación estatal de servicios. El BID y el Banco Mundial promovieron el apoyo a micro-emprendimientos autónomos, destinado a consolidar un “amortiguador” social de lo que en esos organismos se conceptualizaban como los “costos de la transición” hacia una moderna economía de mercado. Esos mecanismos, inspirados en una ideología empresarialista, tenderían a converger finalmente con los productos de las reformas de mercado que consolidarían el modelo neoliberal. El colapso de esta ilusión encuentra a los actores sociales más afectados por el modelo en la dura lucha por la supervivencia, formulando estrategias alternativas a ese modelo.
Las estrategias actuales de los movimientos sociales se orientan sobre todo a sustituir el mercado. Las actividades de la economía social son demandadas e impulsadas como alternativas frente al fracaso de una economía basada en las empresas privadas, insuficiente para responder a las necesidades de la población. De paradigma alternativo a la intervención estatal, ahora la economía social comienza a ser concebida como paradigma alternativo a la economía de mercado.
La novedad del surgimiento de formas autogestionarias en Argentina y su fuerte expansión reciente se relacionan obviamente con el contexto de crisis del denominado “modelo neoliberal” vigente en los 90 y colapsado en 2001. Los proyectos de economía social surgen del propio proceso de movilización y participación, son casi inescindibles de éstos y del componente contracultural de los movimientos sociales, que reflejan la emergencia de nuevos valores con respecto a los prevalecientes en los ‘90: igualitarismo, solidaridad, cooperación, como opuestos al individualismo egoísta del ‘empresarialismo’ predominante en la pasada década.
El componente contracultural se extiende a todas las dimensiones de esta nueva economía donde la producción, la distribución y el consumo se tornan esencialmente políticos: es materia de discusión abierta entre sus miembros, se vincula con necesidades de los participantes, se generan en el seno de movimientos políticos. Esta reorientación choca también con la concepción tradicional de actividades en el que las necesidades eran resueltas “automáticamente’ en la esfera económica a través del salario articulado, en el período previo a la devastación neoliberal de los ’90, con servicios sociales –de salud o previsionales.
Las representaciones del trabajo en la nueva economía social cuestionan las modalidades del trabajo asalariado basadas en la “explotación” del trabajo bajo relaciones de dependencia contractual y subordinación organizativa como condición para la subsistencia. Si bien el acceso a medios de vida sigue constituyendo un objetivo central de las nuevas redes alternativas, éstas incorporan actores colectivos con motivaciones diferentes y organizados a través de modalidades de autogestión y cooperación en el trabajo. En las iniciativas de los grupos de desocupados, los trabajadores de empresas recuperadas y las asambleas barriales, se formulan objetivos de articulación de las experiencias afines. La solidaridad constituye a la vez un objetivo de los movimientos y una condición de su existencia aunque, obviamente, en cada experiencia particular se detectan diferencias dadas por el grado de participación e involucramiento por un lado, y políticas por el otro.
La nueva economía social abarca el desarrollo de actividades de trabajo en un espacio público, en el que la retribución de los agentes no es necesariamente, ni tan sólo, de carácter monetario. Las actividades de la economía social son públicas y se diferencian de las del espacio privado correspondiente al mercado o a la esfera doméstica. También se diferencian de las actividades estatales, donde la retribución de los agentes estatales es centralmente salarial (monetaria).
Pero además de la pobreza y la desocupación, un rasgo notorio del contexto económico y social contemporáneo es la enorme extensión de la informalidad impulsada por la crisis. Esta “latinoamericanización” creciente de Argentina no está exenta, sin embargo, de cierta especificidad: si por un lado la creciente “informalización” de la economía tiende a alinearla con buena parte del resto de los países de América Latina, la enorme tasa de desocupación abierta que permanece desde hace nueve años por encima de los dos dígitos, sigue emparentando nuestro mercado de trabajo con el de los países centrales. Es como si Argentina combinara, con la crisis, los dos tipos de mecanismos de ajuste del mercado de trabajo, o sea el ajuste por desocupación -como en Europa, digamos- y el ajuste por informalidad -como en América Latina, digamos. Algo que se parece a una sumatoria de problemas.
En la medida que no todas las formas de la economía social están legitimadas, su desarrollo no llega a diferenciarse plenamente de la difusión de la informalidad, e incluso ésta parece favorecer la difusión de la economía social, al menos en el corto plazo. Sin embargo sería necesario distinguir la economía social de la economía informal, sobre todo de las definiciones de la informalidad que hacen de ésta una suerte de perversión de la economía formal frente a la cual las políticas estatales oscilan entre criminalizarla, canalizarla o tolerarla.
Dado que la economía social cuenta con una legitimidad creciente, aún cuando comparta algunas de las características de la economía informal, la recurrencia a una “economía social y solidaria”, aparece crecientemente como una nueva utopía de desarrollo, capaz de resolver lo que los esquemas clásicos de la economía no pueden solucionar. Más allá de su carácter (utópico o no), lo que interesa es que los actores sociales en Argentina parecen suscribir en parte esta utopía, menos por su capacidad para imaginarse un “nuevo mundo feliz”, que por estar sometidos a la urgencia de las necesidades: para quienes están sumergidos en la pobreza y el desempleo, la autogestión asociada aparece como un mecanismo capaz de resolver de modo eficaz la provisión de alimentos y el uso de su fuerza de trabajo. Esta urgencia se convierte en un motor de las experiencias de autogestión: los obreros que recuperan fábricas abandonadas por sus patrones, lo hacen porque no encuentran trabajo en otra parte; los desocupados que se incorporan a emprendimientos autogestionados que impulsan algunos movimientos piqueteros, lo hacen por su condición y para proveerse el sustento.
Las organizaciones de desocupados aparecen motivadas en primera instancia por las necesidades de subsistencia básica. En este terreno deben afrontar la contradicción entre apelar sistemáticamente a subsidios, o bien la de impulsar emprendimientos auto sustentables que les posibiliten independizarse de aquellos. La primera estrategia tiende a reproducir las condiciones de origen del movimiento, surgido a través de la movilización social en reclamo de subsidios. La segunda estrategia conduce a las organizaciones de desocupados a abandonar este reclamo o, al menos, de sumarlo a la estrategia de articulación en redes para ampliar la escala de sus emprendimientos e, incluso, para “competir en el mercado”. Al mismo tiempo, estas modalidades de autogestión promueven la participación y la horizontalidad en la toma de decisiones, lo que las diferencia de las formas delegativas y jerárquicas de gestión que prevalecen en las cooperativas tradicionales. Los trabajadores de empresas recuperadas buscan consolidar su comunidad de trabajo, y la articulación en redes con otros actores se realiza con las finalidades de ampliar la escala de sus actividades –proveedores y clientes-, y para fortalecer los lazos solidarios y políticos que compensen su precariedad jurídica y económica. Para las asambleas barriales el impulso de la nueva economía social y solidaria adquiere un decidido matiz político, como modo de articulación con otros movimientos sociales, como forma de intervención en el espacio urbano, y como desarrollo alternativo al del sistema económico vigente.
La alternativa planteada por los nuevos movimientos sociales en Argentina puede ser formulada, sintéticamente, como la del acceso colectivo a los medios de producción. Este objetivo tiene un carácter netamente contracultural, que confronta tanto con los valores predominantes como con las tradiciones políticas. El acceso colectivo a los medios de producción aparece limitado por un sistema que sólo lo acepta con la condición de mantener a sus gestores en el plano de la mera subsistencia e, incluso en este plano, privilegia el acceso individual y privado a los mismos. De allí que en la formulación de las políticas sociales del Estado, tanto como en el discurso prevaleciente al respecto, la economía social aparezca asociada mucho más con las “microempresas”, los “microcréditos”, o los “pequeños emprendimientos”, que con la apropiación colectiva de medios de producción. Pero tampoco las tradiciones políticas de izquierda trascienden este enfoque, ya que condicionan el acceso colectivo a los medios de producción a la previa transformación del Estado a través de una revolución social. Además, tampoco las corrientes surgidas en Argentina con el auge del asociativismo hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, y que se consolidaron luego a través del movimiento cooperativo, lograron sostener su carácter alternativo e, incluso, tendieron a velarlo a través de un discurso “pro-empresarialista”.
Las fuerzas políticas y sociales institucionalizadas que promueven medidas contra la pobreza y el desempleo se orientan actualmente por soluciones “distributivistas”, sea que se articulen a través del salario o de nuevas modalidades no salariales (como el ingreso ciudadano universal), pero sin afectar más que indirectamente, por la vía del aumento de la demanda y del consumo, la esfera productiva. En este contexto, ¿en qué medida los movimientos sociales podrán sostener y profundizar las nuevas orientaciones que postulan el acceso colectivo a los medios de producción? Es posible que este interrogante sólo pueda responderse a través de la acción, aunque también parece necesario abrir un debate que posibilite construir nuevos términos y conceptos para formularlo.
*Héctor Palomino – Profesor de Relaciones de Trabajo, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.