El joven oriundo de Pedro Luro fue visto por última vez esposado, siendo ingresado a un móvil de la Policía Bonaerense en abril. La familia y las organizaciones de derechos humanos provinciales señalan a la fuerza como la principal responsable de su desaparición forzada.
Facundo Astudillo Castro, de 22 años, militaba en la agrupación Jóvenes con Memoria de Villarino, asociada a la denuncia de casos de violencia institucional. Hincha de Boca, había organizado junto a sus amigos una cancha donde jugar al futbol en el barrio, a la cual la policía asistía para amedrentarlos. Como en tantos otros barrios del conurbano, donde un arma en la mano es pretexto suficiente para imponer la ley del más fuerte. Ese, el más fuerte, el pasado 30 de abril esposó a Facundo y lo subió a un patrullero, cuando iba rumbo a Bahía Blanca desde su Pedro Luro natal, alrededor de las 16 horas. Nunca más se lo volvió a ver. Desde ese mismo momento, su madre, Cristina Castro ha insistido en el único dato certero que hay respecto de su paradero: la Bonaerense es la responsable.
El pasado 13 de julio, el Ministerio de Seguridad decidió desafectar a la propia fuerza de la investigación, desplazando al subcomisario de la comisaría de Mayor Buratovich, luego de que éste amenazara al abogado de la familia Castro. En el destacamento fueron secuestrados la camioneta donde Facundo habría sido trasladado, celulares de los policías de guardia al momento del arresto, y los libros de actas, que estuvieron desaparecidos pero luego misteriosamente reaparecieron. Por este motivo, es más que factible pensar en un altamente probable adulteramiento de los mismos, como ha sucedido tantas veces. También fue detectada la presencia de manchas hemáticas en dos móviles policiales, y en el baúl de un auto particular perteneciente a una oficial de la fuerza, que deberán ser peritados.
La desaparición forzada de Facundo no es un caso aislado, ni producto de excesos: más bien, forma parte del extenso prontuario que cargan muchos de los agentes que integran las distintas fuerzas, en todas las jurisdicciones, y es parte de una suerte de “protocolo” heredado de la dictadura militar que jamás ha llegado a desmantelarse completamente. Hay dos casos emblemáticos que nos devuelven el mismo reflejo, las mismas prácticas. En 1993, cuando iba a denunciar un allanamiento ilegal a su morada en La Plata, Miguel Bru fue apresado, torturado por Walter Abrigo y Justo López, y posteriormente desaparecido. Los libros de la guardia, donde fueron ingresados los datos de Miguel, fueron adulterados por el Suboficial Ramón Ceresetto. Otro de los policías denunciados por torturas a prisioneros en la misma comisaría fue Rubén Fabián Perroni, premiado con la Jefatura de la Policía Bonaerense durante la gestión de María Eugenia Vidal. Un poco más acá en el tiempo, Luciano Arruga fue apresado en Lomas del Mirador, torturado por Julio Torales, y posteriormente perseguido hasta la General Paz, donde murió atropellado por un auto. Su cadáver fue enterrado como NN en el cementerio de Chacarita y le llevó seis años a su familia dar con él, luego del traspaso del expediente al fuero federal y de la intervención del Centro de Estudios Legales y Sociales.
Lo más llamativo de esta oscura realidad –en la que convive el hostigamiento callejero, los aprietes, los apremios ilegales, el gatillo fácil, y como corolario la desaparición- es que no sólo ha perdurado durante los sucesivos gobiernos democráticos, sino que incluso se la ha alentado desde el poder político. Basta remitirse a los discursos de Eduardo Duhalde, gobernador de la provincia en los noventa, cuando sindicaba a la Bonaerense como “la mejor policía del mundo”. Eran tiempos del asesinato del periodista José Luis Cabezas, en el que hubo involucrados varios miembros de la fuerza:la maldita policía, como acertadamente la apodó el periodismo de la época. En el 2002 Duhalde era ya presidente, y Felipe Solá gobernador, cuando se autorizó la represión en Puente Pueyrredón que concluyó con el asesinato de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, capturado por una serie de fotografías en que Alfredo Franchiotti y Alejandro Acosta posaban frente a sus víctimas, baleadas, como si se tratara de cazadores en un safari. La continuidad de todo ello es la “Doctrina Chocobar”, el visto bueno al asesinato a mansalva de cualquier persona en “actitud sospechosa” fogoneado por la ex Ministra de Seguridad Patricia Bullrich. La misma que hoy llama a la madre de Facundo, para ponerse a su disposición, pero que jamás contactó a la familia de Santiago Maldonado ni de Rafael Nahuel cuando estaba en funciones.
El esclarecimiento de la desaparición forzada de Facundo Astudillo Castro dependerá de la capacidad (y de la voluntad) del Estado nacional de cortar con la cadena de encubrimientos que tanto la Policía Bonaerense, sus reponsables en la provincia, los medios de comunicación de Bahía Blanca ansiosos por embarrar aún más la causa, y algunos funcionarios en el Poder Judicial intentaron e intentarán reforzar, eslabón a eslabón. Desaparecedores y encubridores deberían ser apartados preventivamente de sus cargos, para evitar el entorpecimiento de la investigación; y la sociedad tiene que acompañar el pedido de justicia, porque quienes están encargados de cuidarnos, nos están matando. Según la Comisión Provincial por la Memoria, la Bonaerense produjo la muerte por uso de la fuerza de una persona cada cuarenta horas, en el mes de junio. Entre ellos, el fusilamiento de Lucas Verón, quien cumplía 18 años cuando recibió un disparo en el pecho en La Matanza cuando viajaba en moto con un amigo. ¿Cuántos pibes más tendremos que seguir perdiendo para que la actuación de la maldita policía sea condenada y desarticulada, de una vez y para siempre?
Lic. Manuela Expósito (Lic. Ciencia Política – UBA)