Por: Horacio Ramos.
Este hijo de ferroviario y maestra, había nacido el 12 de julio de 1904. Lo inscribieron con el nombre de Ricardo Eliézer Neftalí Reyes Basoalto, pero su pueblo, los obreros y los campesinos, los estudiantes y las muchachas en flor, así como todos los enamorados del mundo, lo han reconocido siempre con su nombre de pluma y de combate: Pablo Neruda. En plena adolescencia, a los dieciséis años, Pablo arriba a Santiago, solo, oscuro. Él mismo lo cuenta: “yo iba vestido de poeta, de riguroso luto, luto por nadie, por la lluvia, por el dolor universal”. Estudiaba francés en el Instituto Pedagógico. Era una etapa de gran crisis: desocupación, miseria y ese clima espeso que envolvía a los estudiantes de la Universidad. Todos compartían los vientos saludables de la Reforma Universitaria nacida en la Córdoba argentina; el lema era: “Acercándose al obrero, mano a mano, corazón a corazón, para realizar una obra de justicia social”.
Esos años tormentosos fueron el crisol donde se forjaron los poetas de su libro “Crepusculario”, abiertos a las inquietudes sociales, pero que además rompen con la formalidad establecida, utilizando la palabra poética como elemento transformador de la realidad. Aquí comienza Pablo a desbrozar la maleza, agrietando la vieja barca de la poesía anacrónica, con el escalpelo de su metáfora. Corre 1924 y Neruda estremece el aire de Chile: nace su libro “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”.
Aquí no hay epopeya, ni siquiera un pedazo de subjetivismo ilusorio. Sólo el amor, gritando, diciendo su verdad con los colores de un tiempo sin reposo; son las mujeres concretas con quienes habitar la tristeza, la sensualidad, la caricia indescifrable, acunada en la dulce melancolía de palabras dichas en secreto por el poeta, las que suenan como una tarde herida, casi como un gemido: “Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, / mi alma no se contenta con haberla perdido. / Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, / y éstos sean los últimos versos que yo le escribo”.
Un día de mayo de 1934, sus ojos se llenaron del paisaje de la patria de Federico y Rafael, de Miguel Hernández. Ninguna tierra, fuera de Chile, fue tan amada para Pablo; y así lo dijo:“A mí me hizo la vida recorrer los más lejanos sitios del mundo, antes de llegar al que debió ser mi punto de partida: España”. Su deuda con ella, Pablo la sintetizó de este modo en Montevideo en 1939, luego de soportar la crueldad de la derrota de la República: “Comprendí entonces que a nuestro romanticismo americano, le hacía falta esa primera alianza que en España, antes de esta guerra terrible, vi a punto de realizar juntándose el misterio con la exactitud, el clasicismo con la pasión, el pasado con la esperanza”. En 1952 aparece en Napolés, un libro que resume el amor apasionado de Pablo por una mujer que ha sido y hasta el final, junto a la poesía y a la militancia política, la sombra de su canto: Matilde Urrutia. El libro al que nos referimos, “Los versos del capitán”, se publicó al principio, y en distintos países, como de autor anónimo, debido a circunstancias especiales que existían en la vida del poeta. Posteriormente, las múltiples ediciones fueron encabezadas por el nombre de quien lo forjara con todos los estallidos de su sangre.
En él se conjugan el amor individual, la ternura a la mujer con quien se comparte el pan y el lecho pese a todos los obstáculos, con la actitud insobornable de quien siente como propio el dolor de sus hermanos y que, con ellos, no titubea en recorrer el ríspido tiempo que vendrá: “¿Quiénes son los que sufren?/ No sé, pero son míos. / Ven conmigo. / No sé, pero me llaman/ y me dicen: sufrimos. / Ven conmigo”. Así fue también como al inicio de la década del `60, las barbas que comenzaron a iluminar el Caribe, ganaron el interés y el afecto del poeta. La Revolución Cubana, con su olor de juventud y de reivindicación latinoamericana, hizo nacer en Pablo el antiguo romance castellano, heroico y lúcido, para cantar así a la entrañable isla del azúcar, el ron y la esperanza: “… y me voy a bailar por los caminos, / con mis hermanos negros de La Habana”.
En 1971, y ya embajador en París del gobierno presidido por su amigo y compañero de luchas Salvador Allende, Neruda recibe el Premio Nobel de Literatura. Aquella amistad, tan chilenísima y popular, vinito por medio en Isla Negra, arrancó de Pablo estas palabras grabadas a cincel en el mármol de la historia: “Con Allende está lo mejor del pasado, lo mejor del presente, y todo el futuro”.
Pero una mañana, la del 11 de septiembre de 1973, las radios anuncian al mundo el comienzo de una sublevación militar en Chile. Pablo, ya muy enfermo, escucha las noticias por Radio Magallanes, la única que aún transmitía, y que le trajo la voz de su amigo de siempre, “el Chicho” diciendo: “… pagaré con mi vida, mi fidelidad al pueblo”. Ahí comenzó la agonía de Pablo; goteando Chile de sus ojos por tanto muerto querido, él se echó a morir. Era el 23 de septiembre de 1973. Pero dicen los pobres, los que sudan, los que piensan, que Pablo resucita cada día. Y que regresan sus versos que van de boca en boca, anunciando buenaventura por las calles de Santiago, incitando, insistiendo con su poesía de amor y de victoria: “Yo conocí a Bolívar una mañana larga en Madrid, en la boca del Quinto Regimiento. Padre, le dije: ¿Eres o no eres o quién eres? Y mirando el cuartel de la montaña, dijo: Despierto cada cien años, cuando despierta el pueblo”.