Por Eduardo Sigal (*)
En la época en que vivimos, un proyecto de sociedad a desarrollar en los marcos de un Estado nacional, es indivisible de la política de relacionamiento externo del país del que se trate. No existe la alternativa de un proyecto autárquico, divorciado del mundo global, a no ser que estemos dispuestos a pagar el precio del atraso, la miseria y la agravación de todas las desigualdades sociales.
En la época en que vivimos, un proyecto de sociedad a desarrollar en los marcos de un Estado nacional, es indivisible de la política de relacionamiento externo del país del que se trate. No existe la alternativa de un proyecto autárquico, divorciado del mundo global, a no ser que estemos dispuestos a pagar el precio del atraso, la miseria y la agravación de todas las desigualdades sociales.
Lo que se discute es el modo de inserción en el mundo global. Asistimos a la crisis de la gran promesa neoliberal de la última década. Una ilusión ideológica que supo alimentarse, paradójicamente, de la afirmación del fracaso de las grandes narrativas modernas: fue un relato cerrado, dogmático y reduccionista el que sirvió de soporte discursivo a una profunda reforma estructural que profundizó la fragmentación de nuestras sociedades, agravó la pobreza y la indigencia, y profundizó de modo inédito las inequidades sociales. El colapso de la experiencia autoritaria del llamado “socialismo real” sirvió de telón de fondo contra el cual prosperó un discurso que hizo del mercado el dador fundamental de sentido. Además, se fomentó un consumismo desenfrenado en las clases más altas y produjo una fenomenal segmentación cultural y social que está en la base de la violencia y la inseguridad urbana que escandaliza cotidianamente a los mismos promotores de ese ilimitado individualismo posesivo.
Los argentinos vivimos una versión radicalizada y desmesurada de esa nueva agenda de época. Las fuerzas hegemónicas de la época redujeron la enorme y creciente complejidad del mundo a un par de fórmulas sencillas y vulgares: la “apertura al mundo” traducida en términos de desregulación y liberalización irrestricta del comercio, el alineamiento automático con la única superpotencia del mundo después del fin de la guerra fría, la promoción de grandes negocios en la cumbre del poder económico bajo el pretexto de que la concentración traería el derrame que aseguraría la prosperidad colectiva.
¿Cómo se pensó la integración regional en ese contexto ideológico? Naturalmente como una oportunidad de ampliación de la escala de los intercambios comerciales que, importante desde el punto de vista del crecimiento del intercambio intrazona, terminaba reproduciendo los patrones de desigualdad y concentración económica característicos del modelo. Así y todo, el Mercosur sobrevivió y tuvo repercusiones positivas para sus países miembros; se convirtió en una “política de estado” de todos sus socios y quedó abierta la posibilidad de una nueva concepción para su construcción y desarrollo.
Es posible afirmar que en ningún otro lugar de la región, esta ideología fundamentalista de mercado arrojó resultados tan catastróficos como la nuestra. Argentina supo ser, en el contexto latinoamericano, el país de la plena ciudadanía social, de la educación universal, del pleno empleo. Aun en medio de insolubles conflictos políticos que caracterizaron sus últimas décadas, atravesadas por golpes de Estado, persecuciones y proscripciones, Argentina fue hasta mediados de la década del setenta un país comparativamente igualitario en el contexto regional. Si es cierta la sentencia bíblica de que el árbol puede reconocerse por sus frutos, el neoliberalismo ha perdido todo atractivo como construcción ideológica y como proyecto político. Lo que no significa negar que en la década del setenta, nuestro país asistía al agotamiento de una matriz productiva, social y cultural que se conoció como el proceso de sustitución de importaciones. Pero lo que siguió desde el rodrigazo de 1975 y, sobre todo, de la dictadura militar instalada en 1976 fue un salvaje proceso de desindustrialización y sometimiento de nuestro país a los dictados del capital financiero internacional. De todos modos no fue sino hasta 1989, con el incendio hiperinflacionario, que nuestro país sufrió la más grande transformación desde la década del treinta del siglo pasado.
Los resultados de esas reformas están a la vista en los índices de desocupación, pobreza y marginación en la sociedad argentina. El problema no está en el diagnóstico de nuestros dramas sino en el camino a emprender para superarlos. No es con apelaciones voluntaristas ni con la apelación a fórmulas del pasado como se enfrenta esta situación. Es necesario partir de la definición de un proyecto de país y, a partir de ahí, avanzar en el tipo de inserción mundial que puede hacerlo posible.
Hacia una integración productiva
La política del gobierno asumido en 2003 ha permitido la recuperación económica y un balance muy positivo en materia macroeconómica: tenemos superávit fiscal y de balanza de pagos, crecimiento de las exportaciones en volumen, una creciente diversificación de sus destinos y un mayor valor agregado en su composición. El gran desafío es el del desarrollo, entendido no simplemente como crecimiento sino como mejoramiento de los indicadores centrales de la calidad de vida.
Planteado así el problema, es inevitable pensar en términos regionales. Argentina no puede – como tampoco ningún otro país de la región- pensar un proyecto de desarrollo en términos exclusivamente nacionales. La lógica nacional presupone una competencia sistemática por la atracción de inversiones externas, sobre la base de liberalizar las condiciones de circulación del capital; es decir ausencia de regulación, precarización laboral y abandono de toda preocupación por la dimensión medioambiental del desarrollo. La regionalización no es, en estas condiciones, una opción entre otras sino una condición de partida para cualquier proyecto de desarrollo sustentable.
Cuando hablamos de integración, entonces, hablamos, ante todo, de integración productiva; de cadenas de valor, de especialización y complementación, de aprovechamiento común de las ventajas comparativas de cada uno de los socios, de proyectos comunes de infraestructura, de fondos regionales de financiamiento, de compensación de asimetrías, de coordinación macroeconómica para evitar perjuicios mutuos en el comercio intrazona.
Y la integración productiva nos lleva inevitablemente a la dimensión política del proceso. Porque tal enfoque no puede quedar librado a la espontaneidad de las fuerzas del mercado. Es necesario el gobierno político de la integración. El acuerdo de los socios para establecer normas comunes claras y precisas para asegurar que el desarrollo productivo sea sustentable en términos sociales. Integración, en este sentido, significa igualación ascendente de las condiciones de vida y de trabajo de los ciudadanos de todos sus países miembros, libre circulación de personas, facilitación para el ejercicio profesional en el interior de la región, en una palabra: la creación de una ciudadanía regional.
Hoy, la derecha está haciendo circular la profecía de la muerte del Mercosur. Tratan de darle tono descriptivo a un deseo, a un proyecto ideológico. El objetivo neoliberal es la frustración de un programa de desarrollo alternativo al que rigió en la década pasada. Tiene muchos hechos en los cuales apoyarse: sobreviven viejas tensiones entre nuestros países y surgen otras nuevas. Gran parte de estos problemas tienen anclaje en los procesos de reforma de la década pasada: ¿cómo entender si no, el conflicto creado alrededor de la recuperación por parte del Estado boliviano de su renta hidrocarburífera?, ¿vamos a interpretar los problemas que surgen de esa decisión en una clave mezquinamente nacionalista o a abordar la complejidad con diálogo y espíritu favorable a la integración?
No hay que confundir una coyuntura difícil con el agotamiento de un proyecto. La idea de que el Mercosur debe “renovarse” facilitando los acuerdos bilaterales de sus países miembros con Estados Unidos no es sino una concesión a la visión mercantilista de la derecha neoliberal. El Mercosur debe renovarse real y francamente en dirección a la coordinación productiva, al fortalecimiento de su institucionalidad política supranacional y a la promoción de la participación de las organizaciones sociales en un proceso cada vez más transparente de integración.
Hablamos de una integración regional pragmática y abierta al mundo. No es la intransigencia del Mercosur lo que obstruye los acuerdos con Europa y Estados Unidos sino el obstáculo que presupone la persistencia de restricciones a nuestras exportaciones agrícolas a esos mercados. Hay una gran cantidad de arenas de negociación abiertas para el Mercosur; se avanza en acuerdos comerciales con Israel, con Cuba, con Pakistán y con Japón. Negociar como bloque regional da más fuerza a nuestras posiciones; y eso no se limita al aspecto comercial. Incluye la coordinación de posiciones en defensa de un orden internacional multilateral, pacífico y democrático; el abordaje de la grave amenaza del terrorismo fundamentalista por vías principalmente políticas; la consideración del desarrollo y la igualdad entre países y regiones como condición inescindible de un mundo más seguro y pacífico.
Por encima de circunstancias coyunturales que sabremos ir superando, la integración regional es parte sustantiva del nuevo proyecto de país al que aspira el pueblo argentino.
(*)Eduardo Sigal, Subsecretario de Integración Económica, Americana y Mercosur