Editorial de La Jornada, Mejico
El mayor proceso judicial en la historia argentina, llamado la megacausa de la ESMA (abreviatura de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, en cuyas instalaciones miles de opositores fueron recluidos en secreto, torturados y asesinados durante la última dictadura militar en el país sudamericano), culminó con la condena a prisión perpetua para 29 ex militares represores, entre ellos Alfredo Astiz, conocido como El Ángel de la Muerte y Jorge Eduardo Acosta, alias El Tigre, por los delitos de secuestro, torturas, privación ilegal de la libertad, homicidio, sustracción y ocultación de identidad de menores. Otros 19 recibieron sentencias de cárcel de entre ocho y 24 años, en tanto que seis fueron absueltos, no porque se dudara de su culpabilidad sino porque resultó imposible sustentar las acusaciones con pruebas tras cuatro décadas de ocurridos los crímenes que cometieron.
Entre los condenados a cadena perpetua se encuentra el tristemente célebre Ricardo Miguel Cavallo Sérpico, quien tras el fin del régimen militar se dedicó a actividades delictivas en varios países latinoamericanos y acabó como director, en el nuestro, del extinto Registro Nacional de Vehículos (Renave) durante el gobierno de Ernesto Zedillo hasta que en 2000 la justicia española pidió su extradición bajo el principio de jurisdicción universal.
En la megacausa, que comenzó hace cinco años, en noviembre de 2012, declararon más de 800 personas, fueron imputados 68 represores –14 de los cuales murieron durante el juicio– y se examinaron delitos contra la humanidad perpetrados en contra de 789 víctimas, una pequeña fracción de los miles de argentinos que fueron conducidos a la ESMA entre 1976 y 1983 para ser obligados a trabajos forzados en el gobierno, sometidos a torturas y eliminados en los tristemente célebres vuelos de la muerte. Decenas de recién nacidos fueron sustraídos a sus madres presas para entregarlos a parientes de mandos militares.
El proceso y las sentencias confirman la efectiva separación de poderes y la voluntad del Estado argentino –más allá de los gobiernos en turno– de hacer justicia por las violaciones a los derechos humanos cometidas desde el poder público. Esa voluntad empezó a esbozarse desde 1985, cuando, tras el retorno del país sudamericano a la democracia, se sometió a juicio sumario a los nueve mandos castrenses que integraron las juntas militares de la dictadura, aunque por iniciativa del entonces presidente Raúl Alfonsín se aprobaron las leyes llamadas de Punto Final y de Obediencia Debida, con las que pretendía poner fin a más procesos y exonerar a los uniformados que alegaron haber actuado por órdenes superiores.
Más tarde, Carlos Menem otorgó el indulto y plena impunidad a los responsables del terrorismo de Estado y a partir de 2003, ya durante la presidencia de Néstor Kirchner, los procesos por crímenes de lesa humanidad fueron retomados y ampliados, y desde entonces la justicia argentina ha sido capaz de procesar y sancionar a ex gobernantes por tales delitos, un caso prácticamente único en el mundo.
El hecho contrasta con la incapacidad de impartir justicia que ha caracterizado a España tras el fin de la dictadura de Francisco Franco, en la cual se cometieron innumerables atrocidades; y contrasta también con México, cuyas autoridades no han podido o no han querido emprender procesos penales por las gravísimas violaciones a los derechos humanos cometidas durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y en el periodo de la guerra sucia (1970-1982), cuando las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo realizaron centenares de desapariciones forzadas y torturaron y asesinaron a centenares de opositores; algunos de ellos eran militantes de organizaciones armadas y otros, luchadores políticos, sindicales y agrarios.
El ejemplo argentino debe cundir en el mundo si es que se aspira a establecer la vigencia plena de los derechos humanos. Para ello, el primer paso es poner fin a la impunidad para garantizar que los atropellos y los crímenes perpetrados desde el poder público no vuelvan a repetirse nunca más.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2017/11/30/opinion/002a1edi