Cuando se ha conquistado el alma de un pueblo no existe nunca despedida posible, ni verbo en pasado que amilane la legítima presencia de un hombre de luz en todo tiempo. Es el mérito ganado para quien supo amar y fundar. Un hombre por encima de su época y de su obra
Cuando se ha conquistado el alma de un pueblo no existe nunca despedida posible, ni verbo en pasado que amilane la legítima presencia de un hombre de luz en todo tiempo.
Es el mérito ganado para quien supo amar y fundar. Un hombre por encima de su época y de su obra. Un hombre que no cabe en una crónica, ni en un libro. Un hombre que es una Isla y un continente. Un hombre verdad y justicia.
Un hombre que, sencillamente, no admite elogios triviales ni recuento sin honra, porque hace mucho que dejó de ser solo un hombre para volverse historia, soberanía, aire, mar… futuro.
Y aunque el calendario nos recuerde que ya son cuatro noviembres de su ausencia física, por las venas de esta nación sigue transitando, la herencia genética rebelde del Héroe del Moncada, del guerrillero de verde olivo, del Gigante de barba blanca y del guía de todos los cubanos, que es lo mismo que decir nuestro padre mayor.
Porque no solo las hazañas tremendas como las de su desafío a la tiranía, su alegato de autodefensa, su desembarco en el yate Granma, su lucha de rebelde en la Sierra Maestra, o su liderazgo en Girón y por más de 50 eneros al frente del país, le ganaron el cariño y el respeto de millones, dentro y fuera de Cuba.
No. No fueron solo esas proezas. A nuestro «Quijote americano», como lo bautizara su amigo Hugo Chávez, con esa coraza de moral inquebrantable que nunca pudieron doblegar sus enemigos, y un corazón de caguairán forjado más por 90 cedros, que por 90 agostos, les bastarían para saber que no ha muerto, que vive en la gratitud de los campesinos, en las medallas de los deportistas, en la dignidad de los galenos y en la sonrisa de nuestros niños.
Late aún en tierra africana, en los cerros de Caracas, en las pupilas de los que volvieron a ver la vida en colores; en el sentir de los que vienen a aprender Medicina y se van amando a una Isla, y en los que no olvidan de cuando estuvo junto a ellos en el surco, en un huracán, o en la trinchera de cualquier tipo de combate.
Ese sigue siendo nuestro Comandante en Jefe. La epopeya de un hombre que se reinventó para la historia con el rescate de un niño de siete años y el retorno a la Patria de sus Cinco Héroes.
Gracias por todo, y por tanto. Esta obra inacabada, imperfecta y humanista que es la Revolución, sigue tu legado a partir de lo que hoy llamamos continuidad. La continuidad que tú querías, Comandante, esa que no deja de soñar, de querer y de forjar un país mejor.
Por eso se dice que en el Mausoleo de Santa Ifigenia, muy cerca de Martí, desde 2016, una piedra enorme de granito guarda en su «corazón» el tesoro de los cubanos. Allí, está visible para todos, y grabado con letras de bronce, el nombre que ya es eterno: Fidel.