Gerardo Codina*
El martes 17 de setiembre tomó estado público una declaración firmada por más de un centenar de intelectuales argentinos en la que postulaban la necesidad “perentoria” “de sostener el camino de una lengua cosmopolita, a la vez, nacional y regional”. Bien planteaban la “soberanía lingüística como pregunta crucial de la época”; un cambio de épocas sustancial para nosotros suramericanos, que estamos reconstruyendo las condiciones de nuestra autonomía, a la vez que forjamos el destino común, transitando el sendero de la integración regional.
La oportunidad del debate es notoria, sobre todo aquí y ahora cuando estamos estableciendo los nuevos pasos requeridos para proseguir nuestra empresa emancipatoria continental, luego de una década ganada. Aunque a los oídos más profanos pudiera sonar ajena y extemporánea la pregunta por la lengua que hablamos, quienes trabajamos a diario con las palabras sabemos que en ellas se define mucho de nuestra identidad y de nuestro futuro. No es pregunta de escritores o intelectuales solamente, sino también de maestros, periodistas y, sobre todo, de políticos, pues en su respuesta reside una de las claves definitorias del destino americano.
El documento describe las razones que llevaron al estado español a intentar apropiarse en exclusiva de la lengua compartida. Son razones internas y externas. Algunas correspondientes con el propósito de afianzar un poder centralizado sobre una realidad plurinacional; tendencia que atraviesa largos siglos y que todavía no está definida, como lo evidencia el conflicto actual por la demanda catalana de mayor autonomía.
Otras se enlazan con la necesidad del gran capital español de conformar un campo favorable a la internacionalización de sus empresas, aprovechando la herencia idiomática compartida, que convierte a nuestra lengua en la segunda más hablada en el mundo y de proyectar a España como una potencia emergente en el complicado panorama europeo y mundial. Sueños de glorias coloniales pasadas que no terminan de esfumarse de algunas cabezas, pese al duro chubasco de la crisis.
Los españoles compiten en ese terreno, bueno es notarlo, antes que nada con los Estados Unidos. En efecto y como lo hizo notorio otro artículo, publicado un par de días después en el mismo periódico, “el término “spanish” es impuesto por la avasalladora masificación de los medios digitales (que tampoco son ingenuos)”, abrumadoramente provistos por empresas norteamericanas.
Quien contestaba así la primera declaración, el poeta Rodolfo Alonso, explicaba que no la había firmado, no por estar en desacuerdo, sino porque en ella se daba por cierto que el nuestro era el idioma “español”, siendo que se trata solo de uno de los originados en España, el castellano.
Más allá de la precisión histórica y como es sabido, la propia identidad resulta de un doble movimiento. De cómo uno se construye y de cómo los demás lo reconocen. El “otro” que nos conforma en una fuerte medida en este tiempo es el gran amigo “americano”, que desde temprano en la historia se asignó una posición dominante en nuestro continente, hasta el punto de pretender ser excluyentemente América.
Ahora resulta que además es una de las naciones más productivas culturalmente hablando en nuestra lengua. Claro que la magnitud reconocible de esa producción resulta a condición de ampliar la idea de cultura, abarcando el vasto continente de las comunicaciones y el espectáculo. La canción, la televisión, internet, el cine, las redes sociales, por hablar de algunas de las manifestaciones actuales más significativas y masivas, son producto o están mediadas por la industria anglosajona.
En cierta medida esta presencia norteamericana en el campo de nuestro idioma resulta de la significativa vitalidad de las comunidades de residentes mexicanos, caribeños, centro y sudamericanos que habitan Estados Unidos, exiliados por el empobrecimiento crónico de nuestros países y encandilados por la esperanza de ser parte del “sueño americano”. Pero ello no amengua las consecuencias que derivan para la identidad cultural de nuestra región de la apropiación de nuestra lengua, realizado por la industria del entretenimiento de masas radicada en el país del norte.
De más está decir que los españoles también sufren ese avasallante dinamismo de la producción cultural norteamericana. Y no hay que olvidar que es un fenómeno que tiene su historia. Ya en la época de oro de nuestro tango, en los bailes populares se daban cita al menos tres orquestas “típicas”, entre ellas la que interpretaba jazz. Sin embargo, esa persistente presencia no inhibió el desarrollo de nuestra propia producción. Desde antaño el cine por antonomasia se facturó en Hollywood y ello no fue en desmedro de la vitalidad de nuestras expresiones culturales.
Rastrear lo complejo del cuadro no disminuye su significación, la agiganta. Mucha de la posibilidad de autonomía se afinca en la capacidad que tengamos de hacer valer nuestra singularidad en el mundo, empezando por aquel que comparte la lengua en la que nos hablamos y pensamos. La propuesta de un Instituto Borges de la cultura argentina es notoriamente seductora en ese sentido. Pero limitarnos a difundir, sería ceñirnos al horizonte de las realizaciones hechas. La cuestión es además producir, pensando que existe un horizonte creciente de interlocutores con los que compartimos una herencia común, que cotidianamente ensanchamos y actualizamos entre todos.
Nuestra singularidad no puede ser obstáculo para pensar que la adquisición de mayores márgenes de independencia en estas materias sensibles sea producto de una empresa compartida, americana en principio y por definición, pero en intenso diálogo con todo el mundo. Para no irnos más allá del estricto terreno idiomático, un Diccionario Americano de la Lengua podría ser un aporte sustancial, que resulte de la colaboración comprometida de tantos recreadores del acervo común que pueblan nuestro continente.
La integración política, la creación de mercados regionales, la proyección internacional compartida de nuestras naciones no sólo puede nutrirse de la capacidad de provisión de materias primas, alimentos o combustibles. Tenemos una vital identidad propia, amasada en una intensa historia de mestizajes, nutrida por aportes provenientes de todas partes del mundo, que nos perfila de modo distintivo y original. Resaltarla también es una decisión política.
*Gerardo Codina, licenciado en psicología, escritor, miembro del Consejo Editorial de Tesis 11 y del espacio político “Confluencia”