Isaac Grober*
La meritocracia, la valoración del éxito, en particular en lo material, como producto exclusivo del esfuerzo individual, es un derivado natural de un sistema socioeconómico cuyas leyes de funcionamiento se nutren y desarrollan teniendo como norte la acumulación individual de capital, de riqueza, en el marco de la competencia. Para sobrevivir hay que crecer y para crecer hay que someter o desplazar al otro. Por eso aquí competencia, individualismo y valoración del ascenso personal van de la mano. Son valores culturales antagónicos con los de la vivencia de lo solidario, con la del ser como parte de un común y por tanto de la suerte de ese común.
La concepción e ideología individualista se refleja en las relaciones interpersonales y sociales. Penetra la emocionalidad y la subjetividad de los miembros de la sociedad sin que éstos lo perciban y se plasma en razonamientos y conductas que concluyen formando parte de lo que termina siendo el“sentido común”, de “es lo natural” en el ser humano y en la aprehensión acrítica, naturalizada, de las reglas que rigen el funcionamiento de la sociedad.
Por eso en épocas de incertidumbre o de crisis, cuando este individuo emocional y subjetivamente aislado, penetrado de individualismo, no logra armarse de certezas o de superar los efectos de la crisis, esa subjetividad de la que está impregnado lo lleva a derivar en un tercero la responsabilidad causal de los problemas que lo afectan y delega en otros la obligación de restaurar las condiciones que hagan viable el despeje de las restricciones y le permitan, a partir de allí, dar curso a la afirmación de su autoestima por los méritos que le “son propios”.
Desde lo racional es obvio que el individualista se sabe parte de un conjunto colectivo, sea su lugar de trabajo, sociedad, sindicato, cooperativa, etc., pero emotivamente no se vive como parte de él. El colectivo, con sus contradicciones internas, está fuera de él, emotivamente le es ajeno, aun siendo parte de él. Por eso en situaciones de contradicción y de conflicto –y en cualquier organización social la contradicción y el conflicto es inseparable de su existencia y desarrollo- la concepción individualista inhibe a sus miembros involucrarse, de comprometerse junto a los demás en la construcción de un camino que conduzca a la solución del conflicto, camino que hasta podría redundar en su propio interés.
De resultas de esta falta de participación, de interacción con la realidad de por sí conflictiva, hay una primera consecuencia: el debilitado conocimiento de la esencia de los fenómenos en los que está inmerso, que hacen a la vida y al futuro, lo que da base para la conformación de una conciencia degradada y por lo general más expuesta a absorber el bombardeo mediático propalado por quienes respaldan intereses contrarios a los de él. Es un bombardeo que tanta mella hace en él que lo induce a actuar, a veces hasta violentamente, en contra de su propio interés y el de los suyos.
Pero la falta de involucramiento en la solución de los problemas que le atañen a él y al colectivo del que forma parte, la cultura del desentenderse y delegar en otros, generalmente la cúpula, no sólo posibilita la concreción de “salidas” que pueden no condecir con las posibilidades y necesidades de los teóricamente representados, de expresar los genuinos deseos del conjunto.
El resultado de esta falta de participación se traduce inexorablemente también en la degradación institucional de la democracia de la organización. Debilita al colectivo como fuerza organizada con posibilidades de ir forjando una nueva conciencia, más elevada, una subjetividad capaz de impulsar cambios más avanzados y de sostener derechos ya conquistados. Capaz de infundir en el colectivo la convicción, la vivencia de que los derechos existentes le son propios y le pertenecen, porque fueron ganados gracias a luchas desplegadas con la participación activa de sus miembros. Participación y lucha que incorpora al intelecto y a la emoción la conciencia de que lo ganado son conquistas. No son producto de dádivas, ni graciosamente cedidos por la benevolencia y consideración de terceros, ni por la iluminada visión del gobierno de turno.
Al pasar revista a los análisis que abordan la caída de gobiernos democráticos y populares, en Argentina y en el mundo, es frecuente ubicar como causales centrales fallas o insuficiencias en las políticas socioeconómicas y a la acción del adversario político.
Sin entrar al debate de la validez de estas causales, es notorio la falta de abordaje de un aspecto que por su trascendencia política es central: el insuficiente desarrollo de la democracia al interior de las organizaciones políticas, sociales, gremiales y la vinculación de esta insuficiencia con la débil y a veces inexistente participación del pueblo en la construcción de una sociedad alternativa.
De lo que se trata pues es de subsanar esa falencia, integrando al programa de acción política las tareas que hagan a esa transformación cultural, porque hace a la construcción del sujeto político que hará posible la conquista del gobierno, su sostenimiento y la transformación del poder real hacia una sociedad de nuevo tipo.
*Isaac Grober, Contador Público, Magister en Economía Política, miembro de Consejo Editorial de Tesis 11.