Por: Félix Roque Rivero – Telesur TV
Todo estaba consumado. El Congreso Admirable de Colombia había concluido. Bolívar, derrotado por aquella cuerda de brincatalanqueras santanderistas había renunciado a la presidencia y el 8 de mayo de 1830 dio comienzo al tránsito de su gesta independentista que culminó físicamente en Santa Marta el 17 de diciembre de ese año. Allí, el sublime General, sumido en un intrincado laberinto, dio inicio a la inmortalidad de su grandeza interminable.
Todo estaba consumado. El Congreso Admirable de Colombia había concluido. Bolívar, derrotado por aquella cuerda de brincatalanqueras santanderistas había renunciado a la presidencia y el 8 de mayo de 1830 dio comienzo al tránsito de su gesta independentista que culminó físicamente en Santa Marta el 17 de diciembre de ese año. Allí, el sublime General, sumido en un intrincado laberinto, dio inicio a la inmortalidad de su grandeza interminable.
El Mariscal de Ayacucho, el soldado brillante de tantas victorias, ante la desintegración de la Colombia Bolivariana, se dispuso regresar a Quito. Ansiaba reencontrarse con su esposa Mariana Carcelen de Sucre. Antes, va a la Quinta de Bolívar a despedirse de su Jefe y la encuentra vacía, Bolívar se había marchado. Sucre escribe entonces, tal vez su última carta…”Adiós, mi general, reciba Ud. por gaje de mi amistad las lágrimas que en este momento me hace verter la ausencia de Ud…cuente con los servicios y con la gratitud de su más fiel y apasionado amigo”.
En una mansa mula, Sucre inicia su cabalgata final sobre la tierra libertada por su espada invencible. Parte de Bogotá que lloraba a gotas de lluvia lo vio su partir sin retorno. Se dirige a Quito pasando por Popayán. En una jornada de tres días endiablados de barro hasta la cincha de la mula, su primera parada es en La Mesa y al cuarto día está en Purificación. El sendero era escabroso y muy angosto. Los peligros se dejaban sentir al atravesar el río Bogotá y el Magdalena y Sucre debió nadar como cuando niño chapoteaba en el Manzanares de su querida Cumaná.
Ya finalizando el mes de mayo, Sucre llega a Nieva donde degusta una taza de rico chocolate y se entera por boca de los vecinos de los planes que tenían sus enemigos para asesinarlo. Era 26 de mayo de 1830 y Bolívar le responde su carta y le dice…”Yo me la olvidaré de Ud. cuando los amantes de la gloria se olviden de Pichincha y de Ayacucho”.
De Neiva, Sucre inicia el ascenso de la tupida montaña. Alcanza las cumbres del pico Guanacas y tititirando de frío, envuelto en su capa de General, Sucre contemplaba aquella geografía inmensa donde se estaba cavando su sepultura. En ese camino, Sucre contemplaba cuerpos destrozados, carabelas amarillas con las cuencas vacías y los maxilares desdentados de miserables que habían rendido sus vidas en aquellos Montes, tal vez presagios siniestros de su destino insalvable.
Ya en Popayán, el jefe militar le ofrece apoyo y acompañamiento militar que Sucre rechaza. Una señora de apellido Mosquera lo previene de no seguir, que cambie de rumbo y Sucre, altivo le responde “lo que va a suceder escrito está”. Le dicen que no siga por tierra, que se embarque por Buenaventura y llegué a Guayaquil directamente. En Aguas Blancas le vuelven a ofrecer resguardo militar. Un juez de Paz en Mercaderes le suplica que cambie de ruta y tome el camino de Mercaderes. En Petia le insisten nuevamente que no continúe hacia Berruecos pero Sucre, terco en no permitir la torcedura de su destino les dice “Solo Dios sabe lo que puede sucederme”.
El 2 de mayo, Sucre duerme en Río Mayo en casa de la mestiza Desideria Meléndez. Al despuntar el alba del 4 de junio de 1830, Sucre, montado en su mula, acompañado por dos arrieros, dos sargentos y un congresista se adentra en el espeso bosque de la montaña de Berruecos. Sucre se queda un poco rezagado, clava las espuelas en el costillar de su mula y de manera vigorosa continúa ascendiendo, cuando de pronto, desde la espesura escucha que le llaman. Sucre voltea y su mirada de varón se clava retadora en la boca de un fusil asesino que vomita fuego y le destroza la cabeza y el pecho. La mula relincha y su capitán valiente cae pintando de rojo el verde bosque. Uno de los sargentos recogió el cuerpo del Mariscal, le limpio la sangre y al día siguiente, en medio de aquel bosque lluvioso donde todo era tristeza, le dió sepultura. Una tosca cruz atada con bejucos marcó el lugar de la siembra del Abel de América. Allí quedaron los restos del joven revolucionario que había rendido las armas opresores del imperio español en Ayacucho, el último reducto realista en la América Meridional. El 2 de julio, Bolívar, en carta la esposa de Sucre escribió “Todo nuestro consuelo, si es que hay alguno, se funda en los torrentes de lágrimas que Colombia entera y la mitad de la América deben a tan heróico bienhechor”.
A los 190 años del asesinato de Antonio José de Sucre, los pueblos del mundo rinden honores a este paladin de la independencia, de la libertad, de la justicia, de la soberanía y de la paz.
Félix Roque Rivero
Escritor, poeta y profesor universitario