Revista Tesis 11 (nº 112)
(Análisis/Política/Sociología)
Juan Chaneton*
Los “movimientos sociales” irrumpen y disparan toda clase de reflexiones ya sea acerca de su significación y/o relevancia como conjunto o actor social, como sobre su aptitud para erigirse en componente sustantivo de nuevas estrategias de poder o, por fin, como motor colectivo de una dinámica que permita acceder a nuevas y mejores formas de organización social, que todo eso, en fin, es el “sujeto histórico”.
I.-
Los “movimientos sociales” irrumpen y disparan toda clase de reflexiones ya sea acerca de su significación y/o relevancia como conjunto o actor social, como sobre su aptitud para erigirse en componente sustantivo de nuevas estrategias de poder o, por fin, como motor colectivo de una dinámica que permita acceder a nuevas y mejores formas de organización social, que todo eso, en fin, es el “sujeto histórico”.
El movimiento social ha ingresado en la escena cual subitánea epifanía que sorprende no tanto por lo mucho que tiene de aparición inesperada sino, más bien, porque el fenómeno es casi nuevo, heteróclito y distinto y entonces, algo hay que hacer con ese “presente griego” que tanto se aleja de aquellos clásicos actores que constituían, antaño, las “fuerzas motrices de la revolución”, a saber, la clase obrera industrial y sus aliados en la “alianza básica”, es decir, los sectores medios y pobres de la ciudad y el campo.
En efecto, un concepto caro a la reflexión política del siglo XX fue el de “consigna de poder”. Tal consigna no podía ni debía faltar en ningún programa revolucionario que, en tanto tal, se propusiera la conquista o toma del poder político del Estado.
La consigna de poder expresaba una relación social, más precisamente, una relación entre clases sociales. En las revoluciones rusa y china, la consigna de poder expresaba la alianza entre el proletariado industrial y la clase campesina, inmensamente dominante, esta última, desde el punto de vista cuantitativo, en esos países. Lenín se inclina, en las Tesis de Abril, por la “dictadura democrática de obreros y campesinos”. Esa era la forma concreta que asumía, en la Rusia de 1917, el nuevo Estado revolucionario.
No sería ese el caso durante la insurrección de Hamburgo de 1918. Alemania no era, por cierto, un país campesino. No lo era España durante la guerra civil por la República. En ambos casos, el “gobierno obrero y popular” -no ya obrero y campesino- era el objetivo explícito de los respectivos partidos de la revolución proletaria; y de modo semejante fueron las cosas en algunos países urbanizados de América Latina en los años de la insurgencia armada durante el siglo pasado.
Es la necesidad de contar con este tipo de consignas ordenadoras de la acción política lo que está en cuestión con la aparición de los “movimientos sociales”. Pero no sólo eso.
II.-
Una primera observación que dispara la evaluación de los múltiples ensayos teóricos acerca de los “movimientos sociales” es que ese discurso se estructura como crítica más o menos implícita al leninismo en sus conceptos de “poder dual” como figura preformativa de un Estado de nuevo tipo, y de “centralismo democrático” como metodología de toma de decisiones en el seno del movimiento popular.
Así, Franck Gaudichaud brinda elementos para una definición del objeto en los siguientes términos: “Urge así proponer vías no burocráticas y no autoritarias para democratizar radicalmente el Estado y –al mismo tiempo- «revolucionar» la sociedad; que tod@s tomemos y transformemos el poder. Es decir, encontrar los caminos de una democracia de comunas autogestionadas basada efectivamente en la libertad individual y en la autonomía colectiva, la autodeterminación y la participación política plena de hombres y mujeres libres, la distribución del trabajo emancipado del yugo del capital y con derecho al ocio, a la cultura, a la diversidad sexual, respetando la naturaleza, etc.” (AlaiAmlatina, 21/1/2015; reportaje concedido a Bryan Seguel).
Francamente, como conatus spinoziano o deseo no está nada mal. Se infiere que el sujeto que nos permitiría arribar a esa “ciudad del sol” que ni Campanella pudo describir mejor, se halla constituido por las múltiples orgánicas de que han sabido dotarse los desocupados y los subocupados, las minorías étnicas y nacionales, los colectivos en defensa del género y contra la discriminación de todo tipo, los ecologistas y denunciadores contumaces del “extractivismo”, las fábricas recuperadas, el zapatismo de Chiapas, los feriantes callejeros del tipo La Salada en Argentina, los variopintos emprendimientos de orden fabril-comercial-financiero que alumbran en las villas como la 1-11-14 o la 31 en Buenos Aires, la comuna de Oaxaca en México, los consejos comunales en Venezuela, los organismos de defensa y promoción de los derechos humanos, los frentes barriales, organizaciones como la Darío Santillan o Tupac Amaru en Argentina, iguales o similares orgánicas en Brasil, Chile o Uruguay, y la lista no es taxativa sino meramente enunciativa ya que son muchos y muy variados los movimientos sociales que han nacido a lo largo y a lo ancho del continente centro y sudamericano e, incluso, en Europa y los Estados Unidos, y en este último país reportamos aquí las asonadas de Seattle, de 1999, contra la OMC y de Washington, en 2011-2012 (Occupy Wall Street).
Dejando de lado la llamativa anomalía de que el zapatismo no logró detener -ni tan siquiera retrasar- la dinámica que, a estas horas, arrastra a México hacia el estatus de Estado fallido, el problema que encierra el párrafo anterior aparece enseguida como obstáculo epistemológico bachelardiano. Gaudichaud se da cuenta y aclara: “…ninguna de estas experiencias puede evadir la discusión estratégica sobre cómo ese poder popular constituyente local construye también capacidad de cambiar la sociedad y proponer un proyecto-país alternativo anticapitalista” (ibídem).
Nótese que lo que exige Gaudichaud a ese “poder popular constituyente local” es, por un lado, positividad práctica (cambiar la sociedad) y, por otro, positividad meramente teórica. En efecto, no hay que construir sino que con proponer alcanza. Lo dice así: “…proponer un proyecto … etcétera”. Hasta hoy, ningún proyecto de país se discutió en el fragor de la lucha. Ni en 1917 en Rusia, ni en 1949 en China, ni en 1959 en Cuba. Allí, de entrada, el objetivo explicitado o no, era el socialismo.
Pero aquí surge otra curiosidad. Los técnicos del poder líquido miran hacia atrás en la historia sólo para reivindicar las derrotas del proletariado. Holloway, por caso, coincide con Tony Negri en que las experiencias del proletariado francés en 1848 y en 1871 (Comuna) “…son los grandes períodos en los cuales puede encontrarse la única base adecuada para un primer trabajo de conceptualización en la teoría del Estado contemporáneo” (John Holloway: Del grito de rechazo al grito de poder; Instituto de C. Sociales y Humanidades, U. Autónoma de Puebla). Volveremos sobre el punto.
Lo cierto es que, en la Argentina por lo menos, para parar el país hay que recurrir a la CGT. Y esto debería decirnos algo acerca de la necesidad de articular las nuevas construcciones con el siempre básico movimiento obrero o proletariado industrial. Más adelante veremos que Verónica Gago, una de las teóricas de los movimientos sociales, parece dejar un resquicio abierto para estas colusiones.
III.-
Como la genealogía de los fenómenos es central para entender su significado actual y el de todo el movimiento de la sociedad en su conjunto, deberíamos preguntarnos si en el origen de los movimientos sociales ha jugado algún papel el tránsito del capitalismo, en escala global, desde la economía de producción o “economía real” hacia la hegemonía del capital financiero en su manifestación especulativa y parasitaria.
Los movimientos sociales, en sentido lato, han existido siempre, pero con su naturaleza, características, programas y número actuales sólo cuentan con algunas decenas de vida. Se trata de un fenómeno relativamente nuevo.
Una rápida pincelada para dibujar el adn de los movimientos sociales nos lleva a 1971. En ese año, Milton Friedman logró que Nixon declarara la inconvertibilidad del dólar en oro. A partir de ese momento, todo el comercio mundial se transó en la divisa estadounidense.
Con la dupla Thatcher-Reagan (1979-1980) comienza la desregulación de las tasas de interés bancarias y en 1999 el presidente Clinton deroga la ley Glass-Steagall (promulgada por Roosevelt) que impedía la fusión de la banca comercial o de crédito con la banca de inversión. Operada esta fusión e incorporando, además, a este negocio unificado a la banca de seguros, la especulación financiera comenzó su definitiva hegemonía en la dinámica de funcionamiento del sistema capitalista mundial. El credo neoliberal se sintetizaba en una consigna: los mercados se regulan solos. La apertura indiscriminada de las economías periféricas fue un hecho y la desocupación masiva fue hija de aquel aperturismo y del consecuente proceso de desindustrialización.
En cada país el neoliberalismo financiero tuvo efectos distintos. En Argentina, por caso, nacieron los piquetes. Corrían los primeros años ’90.
En la medida en que la base material de la hegemonía política mundial ya no está en la economía real sino en la “nube” de la especulación financiera, el conflicto social también se desplaza desde la fábrica hacia el espacio público de las ciudades y del campo. El “movimiento social” se vincula, así, “en espejo” con un “proletariado” siempre afincado en las fábricas pero cuya presencia es menos visible pues la crisis de representación de las formaciones políticas que subsiguió a las derrotas setentistas ha operado un reflujo en la actividad de la clase.
La relación antagónica obrero patronal (trabajo-capital) tiene su correlato en otra relación, de presencia aún débil pero que ya insinúa sus polos. Éstos son el movimiento social, por un lado y, por el otro, el actor que conduce, en la globalización, el proceso de concentración bancaria, es decir, el capital financiero.
El movimiento social, inorgánico y borroso, lucha contra un enemigo que también exhibe perfiles difuminados pues no se sabe nunca muy bien quién es ni dónde está. La especulación financiera y sus productos más genuinos (derivados) generan ganancias virtuales pero no crean fuentes de trabajo. Lo primero es positividad capitalista; lo segundo es negatividad proletaria. En su positividad, el capital financiero castiga, ahora, y niega entidad a la inmensa masa de desempleados y de minorías de todo tipo y programa que agitan sus consignas por el mundo. En su negatividad, el movimiento social impugna al capital financiero dominante que, precisamente por ser dominante y no crear fuentes de trabajo y financiar proyectos que depredan el ecosistema, deviene enemigo objetivo del movimiento social que sufre, masivamente, la agresión del capital financiero.
Si en la economía “real” la contradicción se tensa en torno de los polos capital productivo-trabajo asalariado (burguesía-proletariado), en la economía virtual aquella contradicción ha mutado hacia un capital especulativo que desposee, pauperiza y desplaza al “pueblo” en general y esta relación se expresa en la tensión burguesía financiero-especulativa versus movimientos sociales.
El “sistema mundo” capitalista (Wallerstein), así, aparece como escindido en una economía “real” y otra “financiera”, cada una de ellas estructurada en torno a su contradicción fundamental específica.
Pero esto es fenoménico, es decir, es sólo apariencia, de ahí el destacado en negrita del párrafo anterior. En realidad, la hegemonía mundial del capital financiero especulativo se despliega en acto en ambas dimensiones de la vida económica y tiene, por ende, un único enemigo: el movimiento sindical unido a los movimientos sociales y, en Centro y Sudamérica, a los gobiernos soberanistas.
Se trata de una articulación problemática, pero los actores sociales con potencial antisistémico son esos y constituyen, por ende, las fuerzas motrices de la revolución en esta época del desarrollo capitalista (hegemonía financiera), que es una suerte de fase superior del imperialismo.
Ello es así porque la dominación del capital financiero es de tal carácter que subordina, incluso, a la economía real. Así, Chevron es una empresa que depreda el ecosistema pero, en realidad, Chevron no podría existir hoy si su conglomerado financiero no la sostuviera, de modo que cuando los movimientos sociales y el gobierno ecuatoriano se enfrentan a esta empresa para impedir la deforestación y el envenenamiento del suelo, en realidad y en última instancia, ambos actores soberanos están haciendo frente al capital especulativo concentrado que actúa bajo la “persona” (máscara) de una empresa petrolera.
Algunos “movimientos sociales” han dicho que, en realidad, el Estado ecuatoriano no es enemigo sino cómplice de Chevron en la depredación del ecosistema, y esto ya comienza a echar alguna luz acerca de la complejidad del asunto, ya que no todo lo que reluce es oro ni es tan fiero el león como pintan.
IV.-
Establecido de este modo el origen de los movimientos sociales, nos resta avanzar en algunas precisiones acerca del vínculo que tienen estos movimientos con el proletariado fabril. No se puede hablar de movimientos sociales en general pues cada caso nacional es distinto. En particular, las diferencias se establecen, de un modo muy principal, en lo referido al nexo unitivo que los movimientos mantienen, en lo político-ideológico, con los gobiernos que, en el contexto regional, enfrentan la agresión imperialista, agresión que se expresa en formatos diversos, entre otros, la cooptación de algunos de estos movimientos para la causa de la desestabilización de gobiernos desafectos con Washington.
Estamos señalando que algunos movimientos sociales apoyan a sus gobiernos soberanistas frente a la agresión imperialista y otros, en cambio, los combaten, ya sea bajo la forma de organizaciones no gubernamentales que trabajan sobre legítimas aspiraciones de sectores urbanos o campesinos obteniendo apoyatura social con la cual enfrentan políticas estratégicas de los gobiernos alejados de la ortodoxia del consenso de Washington; o bien integrados, de hecho y en la calles, al bloque opositor de las derechas,
En el caso argentino, decimos, los movimientos sociales no produjeron cambios sustantivos en las políticas públicas del Estado burgués hasta -tiempos más o menos- los años de la crisis (2001-2002) que desembocaron en el pronunciamiento popular de 2003. Kirchner optó por la heterodoxia y radicalizó su programa en medida considerable debido a la presión de la sociedad civil. Los movimientos sociales influyeron, por ejemplo, en medidas del kirchnerismo como la derogación de las leyes de impunidad o el desarme de las policías en las manifestaciones.
A Duhalde lo había desestabilizado la movilización callejera en repudio a la muerte de Kostecki y Santillán y en demanda de investigación y justicia. Kirchner supo tomar buena nota de ello.
Pero lo esencial del programa reivindicativo de los movimientos en demanda de castigo a los genocidas, de matrimonio igualitario, de igualdad de género, de crédito a cooperativas de microemprendimientos textiles y otras medidas, tuvo que esperar a las políticas heterodoxas impulsadas, a partir de 2003, desde espacios concretos del Estado, básicamente, de las funciones ejecutiva y legiferante.
Es claro que esta vinculación benéfica entre sociedad civil y gobierno es más evidente en procesos como el boliviano o el venezolano. Pero ello deja a salvo lo afirmado antes. Y lo afirmado antes es lo siguiente: es posible no sólo concebir sino también instrumentar una relación políticamente fructífera entre movimientos sociales y gobiernos progresistas a los fines superiores de acumular fuerza y organización que permitan avanzar hacia orgánicas mayores y de objetivos políticos más ambiciosos, verbigracia, de superación del horizonte capitalista.
Otro caso. Los piquetes nacieron en Cutral Co y Plaza Huincul como respuesta a la privatización y desguace de YPF. El jefe piquetero de aquel entonces, Ramón Rioseco, lideró un movimiento que obtuvo un primer objetivo: romper con la invisibilización a que el desempleo masivo y la desaparición de la fuente de trabajo había reducido a los trabajadores del petróleo. Pero Rioseco nada más pudo hacer hasta que enderezó la proa hacia el poder del Estado: fue intendente de Cutral-Co reelegido; y hoy se halla a las puertas de la gobernación de Neuquén como uno de los candidatos con posibilidades. Cutral Co es, hoy la ciudad neuquina con menos pobreza, con menos violencia, con mejor escuela y con salarios (petroleros) más altos. No es lo óptimo posible. Sólo es lo mejor en una provincia donde la pobreza y la marginación constituyen un epifenómeno de más de medio siglo de dominio electoral de un partido familiar: el MPN. Rioseco lo hizo. Pero lo pudo hacer desde el Estado, no desde el movimiento social.
Una primera conclusión es que los movimientos sociales, por sí solos, pueden menos que buscando aliados con otros actores de la sociedad civil (partidos) o en colusión con unos gobiernos antineoliberales.
En el ejemplo, vale la consideración de que el piquete tiene, siempre, posibilidades acotadas. Pero también es posible concluir que, mutatis mutandis, la alianza del movimiento social con, por ejemplo, el proletariado industrial sindicalizado, potenciaría su eficacia corrosiva del sistema.
V.-
La teoría de los movimientos sociales puede asumir formas diversas, cada una de ellas con propósitos y/o efectos también diversos. Una dirección posible de teorización de estos movimientos avanza en el sentido de complicarse en un cuestionamiento implícito a la teoría clásica del doble poder desarrollada por Lenín, como señalábamos al principio de esta nota. Y ese cuestionamiento –decíamos- incluye también el concepto de “centralismo democrático”, también de cuño leninista.
Los nuevos gurúes de una presunta impugnación capitalista tienen nombres propios. A los ya mencionados Holloway y Gaudichaud se agregan Boaventura de Sousa Santos, de Portugal; Raúl Zibecchi, de Uruguay; Verónica Gago, de Argentina; Liliana Cotto-Morales, de Puerto Rico y siguen las firmas. En todos ellos se encontrarán siempre significantes, sintagmas y sintaxis referidos a la “autonomía”, a la “subjetividad”, a la libertad individual, a la construcción “desde abajo”, a la “disolución” del capitalismo, a las “alternativas libertarias” y otras cuantas imprecisiones con aroma y reminiscencias a Marcuse y al “mayo francés”.
En el caso de Cotto-Morales sorprenden sus afirmaciones en el sentido de que lo medular de la lógica neoliberal es la guerra económica, monetaria y comercial (Los movimientos sociales: portadores de otra mirada a las crisis; A.Latina en movimiento on line; 5/1/2015). La sorpresa se debe a que esto no es así en modo alguno. Las guerras económicas, monetarias y comerciales constituyen un fenómeno del capitalismo ya desde su etapa inicial de libre competencia y, luego, en su fase monopolista de Estado. En esta misma nota se alude a la opción que, en 1971, hizo Nixon en contra de Samuelson y a favor de la opinión de Friedman, opción que consistió en declarar una guerra monetaria de alta intensidad contra el oro y contra todas las divisas extranjeras para instituir al dólar como divisa patrón del mundo.
Y antes, en el siglo XIX, las guerras del opio, por caso, fueron guerras típicamente económicas. De modo que Cotto-Morales debería saber que no hay vía regia para la ciencia, y que todo aquel que quiera arribar a sus cumbres luminosas no deberá temer fatigarse escalando sus escarpados senderos, Marx dixit. En otras palabras: hay que estudiar.
En efecto, creemos que el núcleo duro de la ideología neoliberal o, como dice Cotto, “lo que está en el centro mismo” de la lógica neoliberal, no es lo que ella dice sino la convicción de que la democracia ha dejado de ser útil para la reproducción del capital. Lo que está en el centro es Hayek. Lo que está en el centro es esta afirmación que puede leerse en Principios de un orden social liberal, biblia ochentista de los neoconservadores: “… llamar ley a cualquier cosa que decidan los representantes elegidos de la mayoría … no pasa de ser una broma”. Y agrega el autor de Camino de servidumbre: “prefiero un gobierno no democrático sometido a la ley a un gobierno democrático sin limitaciones”.
Por eso, la democracia y la paz son los valores morales de la revolución anticapitalista en el siglo XXI y, a un tiempo, constituyen las consignas políticas que deben impregnar todo programa que aspire a construir no una “alternativa libertaria” ni ensoñaciones por el estilo, sino un contrapoder hegemónico y alternativo al poder que ejerce el capital financiero en el mundo. Y la democracia y la paz sólo las garantizarán, en escala global, los movimientos sociales, claro está, pero en confluencia con actores estatales que, a favor de su estatura estratégica, se hallan en condiciones de reconfigurar el mapa mundial en clave multipolar.
Las protestas callejeras contra el foro de Davos supieron ser funcionales, muchas veces, a la geoestrategia de potencias como Rusia y China (que son, hoy, un obstáculo para que EE.UU. se apodere del mundo), lo cual constituye un hecho auspicioso que merece ser tomado en cuenta para precisar su significado y relevancia para las luchas sociales de nuestro tiempo.
Por otra parte, Cotto-Morales atribuye a Marx conceptos que Marx jamás sostuvo. Dice Cotto: “Hace más de un siglo Marx descubrió, en su incisivo análisis del sistema capitalista, que éste finalizaría sólo luego de haberse convertido en una fuerza global… cuando desaparezcan las naciones…”.
En realidad Marx observó que las fuerzas productivas del capitalismo estaban más desarrolladas en Inglaterra que en ningún otro país y que, por ello, las primeras formas socialistas de organización de la sociedad deberían aparecer, con alguna probabilidad, allí, en Londres, Manchester y alrededores. Y esto es muy distinto a decir lo que dice Cotto. Pero Cotto lo dice -al leer las notas al pie de su artículo nos damos cuenta- porque repite a Jacques Attali (ex asesor de Mitterand). Es decir, Cotto-Morales dice que Marx dijo lo que Attali dice que dijo. La cita textual es: “… what he (“he”, acá, equivale a Marx) has written is not a theory of what socialism should be like, but how capitalism would be in the future… he considered that capitalism would end only when it was a global force… when nations disappeared, when technology was able to transform the life of a country…”.
Pero eso lo dice –o lo tergiversa- Attali, no Marx. Y Cotto se equivoca al repetir lo de Attali atribuyéndoselo a Marx. Cotto-Morales es una reconocida adalid del movimientismo social de Puerto Rico, su país natal.
VI.-
Esto viene a cuento porque nos encaminamos a considerar los fundamentos últimos de las posiciones autonomistas y libertarias de algunos entusiastas de los movimientos sociales como nuevo sujeto histórico. Así, Holloway ha elaborado un relato más sofisticado acerca de las nuevas formas de lucha que es, a la vez, una propuesta de contenidos de la lucha.
Distingue, el profesor irlandés, entre teoría “contra la sociedad” y teoría “de la sociedad”; entre, “lucha” y “condiciones objetivas de la lucha”; entre “grito de rechazo” y “grito de poder”; entre “poder hacer” (potentia) y “poder sobre” (potestas). Él está, siempre, a favor del primero de los términos de la ecuación.
Holloway intenta una operación teórica que le permita concluir que lo único que existe es el movimiento de los victimizados por el capital y que, en última instancia, serían verdugos del capital, no sus víctimas, presente, aquí, una clara reminiscencia de la dialéctica del amo y del esclavo, de Hegel. Y su operación teórica le habilitaría, también, la aserción de que los movimientos sociales se hallan estructuralmente constituidos por estas víctimas/verdugos.
Para ello, parte de la dualidad capital-trabajo y sostiene que no se trata de invertirla sino de disolverla. El capital, ubicado en el primer término de la ecuación (capital-trabajo) subordina y domina al trabajo. Puesto en el segundo término (trabajo-capital), resulta dominado por éste. Y no se trata de lo uno ni de lo otro. Se trata –repetimos- de disolver la dualidad.
Holloway cita mucho a Marx y, a su modo, lo interpreta. Ocurre que de la derivada de que el capital no puede existir sin el trabajo Marx no sacó la conclusión de que el poder burgués no existía. Por el contrario, el valor histórico de la Comuna de París (1871) –nos dice- reside en que, por primera vez, los obreros crearon una forma concreta de poder estatal alternativo al poder estatal de la burguesía.
Por eso hemos dicho ya que ciertas teorizaciones de los movimientos sociales en realidad devienen cuestionamiento implícito a la teoría del poder dual desarrollada por el propio Marx y por Lenín en El Estado y la revolución y otros escritos.
Holloway ve algo que Marx no vio y dice cosas que Marx no dijo. Para “disolver” la ecuación (fuente de sometimiento) procura una traslación hacia la filosofía de la dualidad trabajo-capital. Esta dualidad tiene su correlato –dice- en la filosofía. Tal correlato es el par conceptual sujeto-objeto. Pero como el capital no es nada sin el trabajo, la existencia del capital es, en realidad, una ilusión. Lo único que existe es el trabajo, es decir, el sujeto. Ha desaparecido el objeto. En el plano de la política, el sujeto es el movimiento social que, al expandirse y generalizarse, ocupa los lugares vacíos de que, ilusoriamente, dispone la burguesía.
El sujeto es ahora, entonces, sujeto de sí mismo y de la propia historia que vendría a ser el único “objeto” que ha quedado en pie. Ésta se halla, por así decir, a merced del sujeto. Es su hechura, es su producto, es su obra. El sujeto hace la historia. Los movimientos sociales, libertarios y autónomos y libres de toda normatividad heterónoma, hacen la historia.
Este punto de vista es tan nítidamente idealista que no puede sino recordar a Hegel. Holloway ha puesto al hombre, nuevamente, cabeza abajo. A ese mismo hombre que Marx había parado sobre sus pies. Para Holloway, como para Hegel y sin que aquél pare mientes en ello, el búho de Minerva levanta vuelo al atardecer. La filosofía tiene como misión interpretar el mundo y no transformarlo. Holloway ha hecho tabla rasa con el materialismo filosófico y se ha apartado completamente de la dialéctica materialista lo cual no sería grave si no fuera que, por esa vía, el movimiento social sería arrastrado a las más completas derrotas, una y otra vez, y a la desmoralización masiva que subsigue a esos fracasos de magnitud histórica.
VII.-
Fundamentos similares parecen guiar a Verónica Gago en su La razón neoliberal. Aquí estamos frente a una amalgama de Spinoza con Bakunín, original por cierto, pero que permanece dentro de los límites del idealismo filosófico. Y tal vez esa circunstancia no le preocupe a la autora sino que los preocupados deberíamos ser nosotros pues el diversionismo ideológico es veneno suministrado al movimiento popular, veneno que lo desarma teóricamente y lo enfrenta a los mismos escenarios de derrota que vimos en Holloway.
Discurre Gago sobre las causas del repliegue neoliberal que comenzó a fines de los ’90 y comienzos de los 2000. Y sobreestima, en ese rol destituyente del neoliberalismo, a los movimientos piqueteros, a las fábricas recuperadas y a las asambleas barriales, experiencias, todas estas, pletóricas de limitaciones e insuficiencias que mal las pueden instituir como etiología cuasiexcluyente de la irrupción de los modelos soberanistas.
Gago se refiere a la Argentina pero, en todo caso, su teorización tiene alcance geográfico y, sobre todo, conceptual, más vasto. En efecto, establecida la premisa de que los movimientos sociales jugaron un papel presuntamente determinante en el origen de la nueva ola antineoliberal que comenzó a vivenciar América Latina, queda expedito el camino para impugnar a “un grupo de gobiernos que son los superhéroes del «posneoliberalismo»”.
Pero luego y un poco desconcertantemente, la investigadora argentina anota una visión de las cosas que ya no polariza la tensión gobiernos soberanistas-movimientos populares sino que vislumbra la posibilidad de una colaboración fecunda entre ambos actores. Ello ocurre cuando, a su juicio, se piensa la realidad latinoamericana de hoy “…bajo la idea de porosidad (el destacado es nuestro, no de Gago) de las instituciones, en tanto que ellas, para recrearse y reorganizarse se abren a estas experiencias populares bajo diversas modalidades de reconocimiento y negociación. “Esto supone admitir que incluso las instituciones que hoy se animan a revitalizarse con los términos del lenguaje de la soberanía sacan su energía de lo que fueron los descontentos multitudinarios” (ver www.anarquiacoronada.blogspot.com.ar reportaje a V.Gago por Amador F. Savater, Marta Malo y Débora Ávila; blog Lobo Suelto). Estamos completamente de acuerdo con esto.
Nos parece que Gago se desdice, en el párrafo anterior y en buena hora, de lo que ha afirmado antes. Pues ella no vacila en referirse a los procesos soberanistas de América Latina como “gobiernos supuestamente antineoliberales” al tiempo que -y esto es más relevante en su visión de las cosas- sostiene que el estrato social “de abajo” se halla penetrado profundamente por lógicas y valores neoliberales, de modo que es preciso comprometerse “…en los planos donde se juegan las relaciones de fuerza para ganar espacios, ganar tiempo y defender esa posibilidad expansiva que es la política emancipativa”.
Tal vez una manera de resolver esta aparente contradicción sería la de considerar que el potencial expansivo del movimiento social aprovecha de la porosidad institucional de los procesos soberanistas para penetrarlos y, en mutua sinergia, avanzar hacia la emancipación, ya que no hacia la “toma del poder”, locución explícitamente sancionada de anacrónica por los teóricos del poder líquido.
Pero, aun en el caso de que las cosas fueran así (y no decimos que no lo sean), siempre queda abierta, todavía, la cuestión de saber a qué actor le corresponderá, en la práctica, la función ordenadora, de dirección y de toma de decisiones en la gestión de los asuntos públicos de un país. Tenemos dos instrumentos a mano: el mecanismo asambleario -como en la antigua Atenas- o algún sistema institucional controlado por alguna instancia que garantice el rumbo anticapitalista. En Cuba es el partido; en Venezuela se pretende que lo sea; en Bolivia, el gobierno de Evo Morales sigue embretado en ganar y perder elecciones alternativamente. Y los teóricos del poder líquido parecen cifrar todo en el deus ex machina de la espontánea creatividad de las masas fragmentadas en múltiples “movimientos sociales” que procuran “un mundo donde quepan todos los mundos”, como supo decir el subjefe Marcos ni bien salió a recorrer México con miras a revolucionarlo “desde abajo”.
VIII.-
Hemos aludido más arriba a una colusión socialmente novedosa y benéfica que se establece entre movimientos sociales y gobiernos y que ha constituido el eficaz motor de las transformaciones sociales ocurridas al interior de algunas formaciones sociales latinoamericanas, por caso, Bolivia y Venezuela. Pero hay que reparar en la especificidad del fenómeno.
Un ejemplo de lo que decimos lo encontramos en la reciente Declaración de la III Conferencia Internacional de Vía Campesina realizada en Brasilia. La colaboración entre movimiento social y gobierno queda de manifiesto en este párrafo: “En 2012, el gobierno de Bolivia, bajo la presidencia de Evo Morales, quien participó de los inicios de la CLOC Vía Campesina, asumió el desafío, presentando el “Proyecto de declaración de los derechos campesinos y otras personas que trabajan en las zonas rurales” en el Consejo de Derechos Humanos (nota: se refiere al organismo de la ONU), logrando una resolución que dio inicio a un proceso formal y la creación un “Grupo de Trabajo (GT)”.
Lo que llamamos nosotros aquí colusión fructífera entre sociedad civil y gobierno funcional a la gestación de embriones de poder popular, para los teóricos del movimientismo social constituirá, probablemente, un caso de cooptación, por parte del siempre maligno Estado, de un movimiento social originariamente puro pero, a posteriori, inficionado por la burocracia estatalista seudoprogresista.
Puntualizamos, entonces, que no sólo el apoyo sino también las impugnaciones a esos procesos soberanistas han emergido del seno mismo de esos movimientos sociales. Y no se trata tanto de saber qué ocurrió con esos intentos desestabilizadores, como de saber por qué tomaron la forma de legítimas protestas con signos de aparente espontaneidad o bien conducidos por “oenegés” de aparición súbita y origen oscuro.
Nadie apela a las reglas y a la exigencia de disciplina sólo por pura vocación autoritaria. Cuando un gobierno de los llamados progresistas rompe un modelo de alineamiento internacional y hace rancho aparte con los enemigos estratégicos de los EE.UU. (que también son los propios), ese es el punto en que la cuenta regresiva de la infiltración y la desestabilización adquieren su “para sí” como obstáculo que es preciso superar para seguir avanzando. Y cuando la lupa se posa en los movimientos sociales se descubre que muchos de ellos han constituido o constituyen el sujeto activo de la operación plantada. Si la teoría no se teoriza a sí misma sino que es -o debería ser-siempre, teoría acerca de una práctica concreta, estos problemas que plantea la gestión antiimperialista de un programa de gobierno también reclaman ser atendidos.
Se trataría, en este caso, de una teorización sobre la libertad y su tensión, siempre conflictiva, con la planificación. Es el desafío que nunca parece interpelar al anarco-spinozismo que enarbola la consigna “¡todo el poder a los movimientos sociales!” (poder líquido) como forma de huir de las asperezas y, más aún, de las violencias de la política y de abdicar de una aproximación al problema del poder que sea realista y sirva para hacer retroceder al enemigo imperialista.
IX.-
Autogestión, espíritu libertario, horizontalidad y un impreciso “desde abajo” constituyen voces de orden en la épica de los teóricos del poder líquido. Su narrativa evoca a Cohn Bendit, aquel célebre agente sionista al servicio del poder anglosajón (poder sólido) que lideró la desestabilización de De Gaulle en las glamorosas barricadas parisienses de 1968. De Gaulle quería a Francia fuera de la OTAN y aquella estudiantina bullanguera y transgresora y también fuertemente antisoviética creó las condiciones para el alejamiento definitivo del general nacionalista de la política francesa. Aquel movimiento social había logrado su objetivo.
Y, si bien se mira, aquella gesta mediática que tuvo a la Sorbonne como epicentro derivó hacia otras geografías. El movimiento hippie californiano y las movilizaciones por la paz y contra la guerra en Vietnam vieron surgir a la consideración pública a otro intelectual de la horizontalidad y el “antidogmatismo” llamado Herbert Marcuse.
Y la pregunta que surge es: ¿cuánto hay de vino viejo en odres nuevos en la actual oratoria de ciertos teóricos de los movimientos sociales? Porque Marcuse teorizó sobre “el fin de la utopía” metiéndose de lleno en problemas vinculados al sujeto de los cambios sociales revolucionarios. Y, refiriéndose al futuro de la revolución socialista, supo pontificar que la energía revolucionaria en los países capitalistas desarrollados, en particular en los Estados Unidos, se hallaba en “las minorías raciales y nacionales”, es decir, en los afrodescendientes y en los hispanos principalmente, pero también en los estudiantes y en las mujeres en tanto género. Declaraba, en esa línea, que todo trabajo político en el seno del proletariado industrial, era inconducente y, por ende, tiempo perdido. La asimilación del proletariado al Estado de bienestar y su epifenómeno, la alienación/cosificación de su conciencia, vaciaba a la clase -según Marcuse- de todo potencial eficazmente antisistémico.
No es una falta inspirarse en él. Sólo aseveramos, en este punto, que si concebimos la práctica política divorciada de la centralidad del Estado y del poder nos estamos dejando robar la esperanza.
Y Marcuse, en la línea del pesimismo frankfurtiano, nunca ofreció a las fuerzas motrices del cambio antisistémico ningún concepto teórico susceptible de operar como apoyatura para aspirar a la esperanza.
La conclusión provisoria es que hoy resulta imperioso distinguir quién es quién en los movimientos sociales ya que -lo hemos dicho ya- no es oro todo lo que brilla.
Es imprescindible advertir -y sacar de ello las correspondientes conclusiones- que las protestas sociales contra los gobiernos progresistas de Centro y Sudamérica no echan raíces, a lo que parece, en el seno del proletariado industrial. No son las fábricas el escenario de la protesta generalizada y con aptitud para colocar a esos gobiernos ante una situación de crisis. El fenómeno impugnatorio cobra vida en la calle y azuzado por las campañas mediáticas y de redes sociales. Y aquí ya no señalamos sólo a nuestra región; recuérdense escenarios tales como el Maidán, en Kiev o los “paraguas” de Hong Kong.
Esto tendería a establecer una primera diferencia atingente a la composición social y, por ende, a la ideología del sujeto potencialmente víctima de políticas estatales perjudiciales. Si el obrero no se suma esto ha de deberse a que su clase sigue siendo el sector ideológicamente más sólido de todos cuantos configuran la constelación de fuerzas que le imprimen su dinámica el movimiento social.
En las recientes protestas de Brasil, un sector minoritario de los manifestantes reclamó el “impeachment” contra Dilma, es decir, su destitución. La central obrera (CUT) y el partido de gobierno (PT) apoyaron sin reservas a la mandataria. Lo cual confirma la tesis de la diferencia cualitativa existente entre proletariado industrial y movimientos sociales. Éstos son más proteicos, cambiantes, multiformes, con dominante presencia en ellos de clases medias y del factor rural e influibles -en medida que no padece el obrero industrial- por la propaganda mediática. No decimos que ésta no llegue a la fábrica. Sí decimos que la cultura de la disciplina y de la pertenencia de clase que presupone el encuadramiento en la organización sindical y en los cuerpos de delegados y en las comisiones internas opera como factor que, en medida considerable, filtra aquellas influencias nocivas propaladas por los monopolios mediáticos.
En fin, nos parece que dar la batalla al interior del movimiento sindical para arrebatar las centrales obreras de alcance nacional a las burocracias que las gobiernan en ilegítimo concúbito con las patronales, es una experiencia que nos llama como militantes sociales y cuyo alcance es de valor definitivamente estratégico.
Algo de esto parece entender Gaudichaud cuando escribe: “Pienso que es necesario restaurar un pensamiento dialéctico y comprender que el concepto de poder popular abarca la noción de poder obrero, la contiene, siendo más amplio. Personalmente asumo plenamente que en ningún caso podemos pretender disolver las contradicciones de clases y el papel central del sujeto-trabajo, con la constitución de formas de poder popular: si el poder popular pretende al anticapitalismo, entonces tendrá que articularse en torno a las luchas de l@s que viven la dominación del capital…” (ibídem).
Digresión
La singularidad del proceso brasileño obliga a considerar sus límites políticos, ideológicos y culturales, tema que excede esta nota. Por lo demás, no se trata sólo de un fenómeno brasileño, sino que atañe a todos los procesos soberanistas de la región. La primera medida trascendente que tomó Dilma al comenzar su segundo mandato fue nombrar ministro de economía a Joaquim Levy, un hombre de la ortodoxia cuyo programa era y es “ordenar las cuentas fiscales”, esto es, empezar con el ajuste. Las marchas callejeras recientes fueron contra el “giro a la derecha” de Dilma y contra la corrupción en Petrobrás. El movimiento obrero de Brasil supo separar la paja del trigo. Defendió la estabilidad de la Presidenta pero le exigió cambiar de programa y de métodos de gestión. Hay giro a la derecha en Brasil y O’ Globo y Folha de Sao Paulo (que es como decir La Nación y Clarín) apoyan la continuidad de la Presidenta contra el impeachment. La razón es clara: que el progresismo haga el ajuste desprestigia al progresismo y eso le viene a la derecha como anillo al dedo. Hasta Marina Silva piensa eso y apoya a Dilma.
Esto nos enfrenta a la debilidad congénita de los procesos soberanistas. Sin duda, Dilma sabe que hay otra opción: profundizar la transformación social con miras a que su correlato político comience a perfilarse en el horizonte. Este correlato político es la gestación embrionaria de órganos de poder popular en Brasil. Pero con unas fuerzas armadas como las brasileñas y con una burguesía industrial como esa que tiene base en San Pablo, aspirar a algo distinto al ajuste no es más que una utopía que conduce al suicidio. Fin de la digresión.
Conclusión
Concluimos -con las limitaciones de espacio que le impone a este tema una nota periodística- en las siguientes constataciones:
1.- En las últimas cuatro décadas, un nuevo sujeto histórico se halla en proceso de autoconstrucción principalmente, aunque no de modo excluyente, en el espacio occidental.
2.- Este nuevo sujeto histórico tiene en los llamados “movimientos sociales” a un componente sustantivo, original, creativo y portador de un altísimo potencial de democratización de las nuevas formaciones sociales (los nuevos mundos a construir).
3.- En el origen de estos movimientos sociales se hallan, a un tiempo:
a) la transformación del capitalismo desde un sistema de economía real productiva a un sistema hegemonizado por el capital financiero en su versión más concentrada y parasitaria (especulación financiera).
b) la transformación de la base material de la reproducción capitalista mediante su ensanchamiento y extensión hacia las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.
4.- El nuevo sujeto histórico en formación está, como concepto, reñido con aquella “multitud” que auspiciaron Hardt y Negri (v. Imperio, libro de autoría de ambos) y tampoco se agotará en los movimientos sociales (Holloway), sino que se hará uno en lo múltiple ante la imposibilidad de clausurar, teórica y prácticamente, el protagonismo del proletariado industrial como actor político antisistémico.
5.- La clásica clase obrera constituyó el sujeto de las transformaciones sociales anticapitalistas del sigo XX y ese bagaje político y moral no está llamado a cantar como el cisne en un sedicente tránsito civilizatorio hacia ensoñaciones libertarias.
6.- Las concepciones teóricas de los movimientos sociales como sujetos activos y exclusivos de las futuras transformaciones son de inspiración spinoziana, kantiana y hegeliana y, por ende, se inscriben en la tradición del idealismo filosófico y se resumen en la premisa el individuo hace la historia.
7.- Sujeto histórico y poder son términos inescindibles. El poder debe ser un atributo del sujeto para que éste sea sujeto. No hay sujeto sin poder y no hay poder en abstracto, es decir, sin un sujeto que lo ejerza.
8.- La lucha por el poder para la construcción de un Estado de nuevo tipo, el que, a su vez, está llamado a extinguirse paulatinamente en la medida en que la burguesía y su sistema sean desplazados, también paulatinamente, del escenario histórico, no es un “deseo” sino una exigencia impuesta por la naturaleza agresiva y guerrerista del capitalismo en su fase superior imperialista y, aun más allá, en la actual realidad mundial de hegemonía del capital financiero.
9.– La clásica teoría de la dualidad de poderes, cuya genealogía teórica se encuentra en los análisis de Marx sobre la Comuna de París de 1871 y en el Lenín de El Estado y la revolución y de las Tesis de abril, sirven, aun hoy, de guía orientadora para la acción política de los partidos que aspiren, seriamente, a construir, en sus países, sociedades no capitalistas.
10.- No hay ni podrá haber sujeto histórico que no inscriba en su programa anticapitalista el comunismo como puerto de arribo para la humanidad. Las revoluciones rusa de 1917, la china de 1949 y la cubana de 1959 constituyen, al par que escalas transitorias en pos de aquel destino final, acervo ideológico y espiritual en el cual se nutren las opciones revolucionarias de hoy.
11.- En cada realidad nacional, los movimientos sociales adquieren perfiles propios y señas de identidad particulares, así como específicas funcionalidades. No es lo mismo el consejo comunal venezolano que los occupy de Washington, aun cuando ambos sean movimientos sociales.
12.- En principio, se insinúan dos grandes grupos en los que se inscriben los movimientos sociales: los vinculados a la gestión estatal, por un lado y, por el otro, aquellos que procuran erigirse en artífices de una nueva construcción política.
13.- El primer grupo, a su vez, se escinde entre los movimientos vinculados al gobierno en los procesos soberanistas centro y sudamericanos y los que pugnan por expandir los límites de la democracia y por encontrar su rol en el sistema de toma de decisiones en los sistemas socialistas de partido único (Cuba, China).
14.- El segundo grupo, a su turno, comprende a los movimientos sociales que perciben su propio rol histórico subordinados a la dirección política del proletariado industrial y a los que aspiran a sustituir a dicha clase como actor esencial del proceso de lucha anticapitalista.
***
El último de los grupos mencionados en el punto 14 –decimos- es un potencial enemigo –por decisión propia o por romántica inocencia- de la revolución anticapitalista. Sus propuestas, o bien conducen al desarme teórico y organizativo del movimiento general antisistémico y, con ello, a derrotas de dimensión histórica que lo desmoralizan y enervan su energía corrosiva por un siglo; o bien operan a conciencia bajo el formato de “oenegés” o sucedáneos siempre aptos para la operación plantada.
A estos últimos, los pueblos en armas, en el pasado, han sabido tratarlos y neutralizarlos y habrá que estar en guardia, sobre todo en éste, nuestro presente, en el marco del cual la violencia, como práctica de acumulación, no parece ser el camino (Fidel Castro, Clarín, Bs. As., 1º/6/2003, entrevista).
Si, en cambio, el error fuera hijo del candor y la inocencia nada tendríamos que hacer allí, salvo dar la batalla de ideas. En realidad, su relato libertario, travieso y saltarín, evoca la literatura de Salgari: es atrapante, fresco, entretenido y sorprendente… pero es ficción.
Siempre en este punto, nos parece que, a veces, la ilusión es el disfraz de la cobardía. Ésta no siempre implica un fallo ético. Nadie está obligado a la valentía y, mucho menos, a la temeridad. Pero el quebranto moral aparece cuando la retorización deviene ideología encubridora de la verdad, a la cual -por lo menos a nuestra verdad- sí estamos obligados a rendirle tributo saliendo en su defensa.
Cuando pensamos los desarrollos teóricos de Löwy, Negri, Hardt, Gaudichaud, Holloway y otros y
reparamos en sus denuestos a la revolución cubana o a su absoluta ausencia de reivindicación del leninismo de 1917 o del maoísmo de 1949; y cuando aun advertimos que tal negatividad se construye en nombre de la libertad o de una presunta vocación antiburocrática, no podemos menos que preguntarnos por los detonantes más profundos de esos extravíos.
Y nos parece que, tal vez entre otras razones, el temor/rechazo a la sangre inspira esas reflexiones. Pero el punto es que, ante la sangre, siempre es mejor enfrentarla con el odio que con el miedo. Se trata del odio al enemigo de clase, que es quien derrama esa sangre preciosa, la de los nuestros.
Es una visión, la de ellos, que aparenta buscar una vía regia hacia el socialismo, es decir, una vía despojada de sacrificios y violencia, una vía en la que lo agonal constitutivo de la política se haya disuelto al máximo posible y, si es posible, hasta desaparecer.
En la búsqueda del paraíso deseado han renunciado a asaltar el cielo y optan por bajar la vista, huidizos, ante el capitalismo, en vez de mirarlo a los ojos, de hito en hito, como se mira a la muerte, y han elegido estar en el mundo como si el capitalismo no existiera, matarlo con la indiferencia, comprando, de este modo, en el apacible bazar de la reflexión académica, el deus ex machina que les permita creer en su propia narración de la historia, que no es otra que la caballeresca propuesta de “agrietar” al sistema a grito pelado, como quiere Holloway, hasta hacer que el capital se vuelva “innecesario”. Eso es ingenuidad. O es algo peor.
A lo que parece, todavía hoy el único grito de poder con virtualidad política antisistémica es el que resuena como el grito de Lenín: todo es ilusión, menos el poder.
*Juan Chaneton. Periodista, abogado. Analista político./colaborador eventual de Tesis 11.