Una mirada sobre las elecciones uruguayas

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LOS PARTIDOS TRADICIONALES
EN MONTEVIDEO
Política, ingeniería electoral
y preferencias ciudadanas
Blancos y colorados, votando por separado como antes o unidos como en 2015, no logran desplazar al Frente Amplio de la administración de Montevideo. Tal vez la clave del asunto tenga poco que ver con sus tácticas electorales.
Por Nicolás Grab
El experimento del “Partido de la Concertación” en Montevideo ha originado muchos análisis y reflexiones. En este mismo número de vadenuevo un artículo de Fernando Rama (“La hora del análisis y las proyecciones políticas”) comenta los resultados de la elección; y el de Rodolfo Demarco (“Intento de suicidio en la capital”), publicado antes de ella, analiza los factores que determinaban el fracaso de la “Concertación” a la luz de las particularidades de la política uruguaya y de sus partidos.
Hay algunas consideraciones que me parece oportuno añadir. También este artículo fue escrito antes de la elección aunque se le han agregado números que no estaban definidos entonces. Las cuestiones de que trata dependen poco de estos resultados, y el “diario del lunes” lo confirma.
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El Partido Colorado y el Partido Nacional uruguayos son, como lo destaca Demarco, formaciones políticas de antigüedad muy excepcional. Ambos, por supuesto, se enorgullecen de ello y lo exhiben como prueba de su permanente vigencia y validez.
Esa permanencia efectivamente parecía a prueba de cambios históricos. Las divisas que nacieron en la Guerra Grande se agitaron en las incontables guerras civiles del siglo XIX y en todas las campañas electorales, hasta hoy, fueran cuales fuesen las circunstancias y los problemas.
La clave de esa longevidad reside, y no lo duda nadie, en el fundamento de las adhesiones que esos partidos concitan. Es una adhesión que se nutre de tradiciones, símbolos y afectos con independencia de ideas y de intereses. Las mismas divisas fueron agitadas para impulsar objetivos y programas contradictorios y con todos los matices del arco iris, sin que los “ciudadanos blancos” y los “ciudadanos colorados” dejaran por eso de serlo. Fueron colorados José Batlle y Ordóñez y Baltasar Brum como también los “riveristas” que acabaron con ese primer batllismo. Fue colorado Zelmar Michelini a la vez que Jorge Pacheco Areco. Wilson Ferreira Aldunate fue blanco al mismo tiempo que Martín Echegoyen, el “Vicepresidente” títere de la dictadura que Wilson combatía.
Esta heterogeneidad de objetivos, y hasta de principios, hizo posible que los partidos tradicionales arramblaran con votos de los que querían una cosa y de los que querían lo contrario. En 1971, en mala hora, Juan María Bordaberry ganó porque se le sumaban los votos de Jorge Batlle y de Amílcar Vasconcellos. Del lado blanco Wilson Ferreira Aldunate sumaba los votos del general Mario Aguerrondo. En 1984 Julio María Sanguinetti fue elegido gracias a los votos que tuvo Jorge Pacheco Areco, embajador de la dictadura. El “rastrillo” rejuntaba en nombre de la divisa voluntades de ir hacia un lado y de ir hacia el otro.
La adhesión política, desligada de preocupaciones programáticas o facilitada por el rastrillo, se atenía a lealtades familiares y hereditarias. Todos los que tenemos “cierta edad” conocimos un fenómeno que se tenía por natural y que hoy se ve muchísimo menos, sobre todo en Montevideo: la familia, ya fuese pudiente o humildísima, que “era herrerista” (o lo que fuera) de generación en generación, sin que sus miembros se plantearan motivos ni alternativas. La adhesión a un club de fútbol, que también era arbitraria, por lo menos era individual y libre; en cambio, la condición de blanco o colorado se suponía dada por una determinación ajena a la voluntad. Como bien lo resume Demarco: “Además de las ideas, los programas, las propuestas, hay otra clase de valores que permiten a los partidos vincularse a la población también desde la afectividad, desde la tradición, desde la adhesión construida por muchas generaciones”. Es exactamente así, y en esto apoyaron colorados y blancos su persistencia secular. Dicho con una formulación menos generosa: captan adhesiones recurriendo a sentimientos al margen de toda racionalidad.
Hoy las cosas no son así o lo son mucho menos, porque en esto ha habido una evolución evidente. El voto tiene que ver ahora, mucho más que antes, con lo que el ciudadano quiere y opina y no con lealtades que lo atan.
Señalar estos hechos como particularidades que caracterizan a los partidos tradicionales uruguayos, como realidades objetivas que es preciso tener en cuenta, es marcar verdades incuestionables. Pero también me parece indispensable dar al fenómeno la valoración que le corresponde, porque aquí no se trata de meras peculiaridades sino de factores que condicionan la validez y la utilidad de la democracia. El voto “por tradición” niega el fundamento mismo de un régimen cuyo fin es la prevalencia de la voluntad mayoritaria. Una adhesión construida por generaciones anteriores y fraguada en símbolos no es una forma particular de democracia: es su desvirtuación. Esas formas de captación del voto son legalmente válidas pero esencialmente antidemocráticas. La superación de esos factores es un progreso que debe celebrarse.
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A propósito del experimento montevideano de la “Concertación”, Demarco evoca la previsión de Liber Seregni de que alguna vez “ocuparían el espacio político nacional un bloque que pujaría por el progreso y la renovación, y otro por la conservación”. Esto, en el pensamiento del general, no se refería a los partidos en sentido orgánico; pero señala Demarco la posibilidad de que “tarde o temprano se [manifieste] de manera orgánica un sistema político conformado por dos partidos, es decir, el Frente y otro partido que represente a lo que hoy es la oposición”.
La formación de dos bloques partidarios realmente diferenciados por ideas y programas está sujeta sin duda al ritmo prudente y moroso de los cambios políticos uruguayos, que con razón destaca Demarco. Pero (como también aclara) lo que se realiza con esa lentitud es la traducción de los cambios en la organización de los partidos. Los cambios en las mentalidades, en la concepción de la política por los ciudadanos, están en marcha desde que la irrupción del Frente Amplio “puso fin al viejo bipartidismo”. El paréntesis y el trauma de la dictadura aplazaron hasta 1990 la llegada del Frente a la mayoría en Montevideo, y su protagonismo en el Interior se gestó mucho más trabajosamente. Pero hoy es primera o segunda fuerza en todos los departamentos; acaba de ganar en seis de ellos, que son el 68% de la ciudadanía, y en Montevideo gana por sexta vez y con holgada mayoría absoluta.
Los partidos tradicionales hicieron todo lo que podían para evitar o retrasar este proceso, y la “Concertación” de Montevideo no fue el primer invento de ingeniería electoral que pergeñaron como salvavidas. En la reforma constitucional de 1996 impusieron el balotaje en la elección presidencial porque necesitaban sumar sus votos para impedir la victoria del Frente Amplio. Lograron evitarla así en 1999 pero ya no les bastó en la elección siguiente.
En Montevideo la idea de una adhesión partidaria tradicional y afectiva, dislocada del interés y las opiniones del ciudadano, es más bien cosa del pasado. Los escrutinios son distintos en el Cerro y en Pocitos por razones que no deben nada a tradiciones ni a glorias históricas. Como dice Demarco, los partidos tradicionales, al presentarse “sin bandera, sin tradición, sin símbolos, sin dirigentes ni militancia con sentido de pertenencia”, parecieron “querer destrozar lo que tal vez sea su principal capital político”. Sí; pero ese capital está fuertemente desmonetizado, y lo está cada vez más. No deja de ser revelador que quien sale mejor parado de esta “Concertación” sea el candidato “neutral” que invocó dotes personales que se atribuía y no las banderas partidarias.
Demarco llega a la conclusión de que en el reciente experimento de Montevideo “hemos asistido a una precipitación. Si la constitución de un nuevo frente que unifique a los opositores es un destino inexorable, hay que decir que, por ahora al menos, no le llegó la hora.” Y vaticina que los partidos tradicionales escarmentarán tras su experimento de la “Concertación” y archivarán la idea: “ya pocos creen que la experiencia se reeditará en el futuro. Con esta pruebita ya fue suficiente, pensarán, aunque no lo reconozcan.
Es posible. Pero igual de inconducente, o mucho más, sería para ellos el camino de reflotar los cebos tradicionales de las glorias partidarias. Es tarde para soplar sobre esas brasas.
Y hay razones para que sea así. Los montevideanos han tenido sus buenas razones para decir por sexta vez que prefieren al Frente Amplio. La administración frenteamplista de la capital, problemática y vapuleada, en realidad es digna como poquísimas lo fueron. Llegó a ser un axioma, aunque esto hoy solo sea un recuerdo, que la Intendencia de Montevideo era “la tumba de los cracks”. Nunca un Intendente de Montevideo había llegado a la presidencia: Tabaré Vázquez fue el primero. En cinco quinquenios la administración frenteamplista ha tenido y merecido críticas y quejas; pero los montevideanos le dan, y acaban de expresarlo, la valoración global positiva que merece y que contrasta con el aguacero de denuestos que la oposición le vuelca.
El Frente Amplio perderá la Intendencia de Montevideo cuando haya razones verdaderas para que otros lo desplacen. Cuando los ciudadanos vean algo mejor en lo que otros ofrecen. Nada de eso estuvo cerca de ocurrir en 2015. Tendrá que fracasar el propósito de una gestión departamental eficaz y al mismo tiempo imbuida de solidaridad social, pero fracasar de verdad, antes de que haya razones para que eso ocurra.
Tomado de vadenuevo.com.uy

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